Friday, November 22, 2024
Una vez por año #17
¿Qué arde?
A ustedes les hablo entonces, que me acompañan junto al fuego de esta suerte de cronoterapia fantasmagórica a cielo abierto. Sigan-me, acompáñenme en este recorrido por el año que pasó y todos los años que se anudaron en su coyunturas. Pasen por acá: el anciano que está en esa cama es mi padre, antes conocido como el Satánico Doctor Levin, o “el doctor” a secas, ahora está ahí, apenas cubierto por una mantita blanca, medio culo al aire, desvalido, diríamos.
¿Dónde está? Cuando se lo preguntan los cómicos psiquiatras de turno, titubea, mira disimuladamente alrededor. Le dan opciones: ¿qué es este lugar, Doctor... es su casa?
En las arrugas que forman los músculos de su frente al contraerse ligeramente, se nota que algo, una zona de su espíritu, se conecta, y compone sobre la marcha: “bueno, de alguna manera, mi casa… en tanto y en cuanto yo estoy acá en este momento”. Sí, señoras y señores, ese es precisamente El Doctor. No hay nada que pueda no saber; todo saber en falta puede ser reemplazado por una composición verbal ajustada. Él no sabe que está en el Hospital Italiano, no recuerda que ha tenido una serie de ACVs, pero es capaz de componer una frase que lo excusa, relativiza la importancia de todo aquello que no sabe, y queda indemne ante los otros, aunque con medio culo al aire.
Claro, al fin y al cabo, diríamos “en el fondo”: no sabe.
Pero jamás va a mirar de frente ese vacío que arde.
Hay momentos muy precisos y preciosos en que esa descripción, ya sea por un factor accidental o por un movimiento voluntario, se suspende.
Fue este año que empecé a leer a Castaneda, después de escucharlo citado durante décadas, a veces con menosprecio, a veces con sorna, a veces con extraña convicción. Lo que no me imaginaba era que, leyendo sus libros en orden de escritura y aparición, me iba a encontrar, no con una serie de textos “espirituales”, o compilaciones de sabiduría ancestral, o apuntes acerca del conocimiento chamánico, relatos de experiencias con drogas alucinógenas, o cosas por el estilo…; sino que iba a entrar en una verdadera novela, una larga y monstruosa, fabulosa y sutil, novela de iniciación. También novela de terror, pero de terror real, terror a la realidad; una novela total, pero disimulada. Una novela que, diría si tuviera ganas de parodiar el discurso seudo académico de algunos acá alrededor, podría ser llamada “la gran novela latinoamericana del siglo XX”. Que casi nadie parece haber leído de esa forma y que ahí está, escondida a la vista, como la carta robada.
Pero la cosa se complica cuando mi padre, todavía ahí en esa camita de hospital, resistiendo con el aguante del significante el terremoto del no-saber, me pregunta, a mi que soy el único a esta hora en la habitación con él, me pregunta: “¿qué es eso?”
Lo pregunta con una mirada rara.
Me señala una pared a mi espalda, miro en esa dirección, no veo nada raro, nada destacable.
“¿Qué pasa, por qué está eso ahí?”
Le digo que no veo nada, que no hay nada ahí. Pero no lo puede entender. Le parece ridículo que yo no lo vea. Señala con un dedito flaco, un índice crujiente como una rama seca (¿siempre tuvo esos dedos así?) la pared, y me dice, con la voz temblorosa, agitado por el desconcierto: que hay agua, agua cayendo. Busco ayuda alrededor pero en todo el piso del hospital no hay nadie más, ni enfermeros ni médicos, nadie. Así que me las voy a tener que arreglar solo con esto.
Lo que está sucediendo es lo siguiente: ese señor, que me mira con sus ojos azules tono paquete de Gitanes, y la boca entreabierta de asombro, ha sido uno de los principales constructores e instaladores de la “descripción del mundo” en la que vivo desde pequeño, y ha caído en una grieta de esa descripción y me está pidiendo a mi que, de alguna manera, la repare. O algo así. Yo intento algo, improviso: le digo que, como él bien sabe, como desde chico me ha explicado, al mundo al que podemos acceder es el mundo de nuestra mente, cuyo motor es el cerebro. El lo sabe, ha estudiado eso, ha vivido en esa certeza. Y cuando el cerebro falla, por una lesión, por ejemplo, como le pasó a él hace pocas horas, la mente puede crear realidades distintas. Puede percibir cosas que, tal vez, no estén ahí.
¿Ahí dónde? No me cree. No lo puede creer. Lo entiende pero no lo cree. Tal vez capta el sentido de las palabras, pero su cuerpo no lo acepta. Entonces se me ocurre una idea que creo genial. “¿Dónde está el agua, acá?”. Me indica el lugar exacto, y yo paso la mano por la pared a esa altura. Con la mano, que debería estar mojada si hubiera agua “real”, lo toco a él. Paso mi mano por su antebrazo, toco su hombro. “¿Sentís agua?” le pregunto, calculando que la vista puede engañarlo más fácil que el tacto. Que el tacto va a ser fiel a su descripción del mundo. Pero me dice que sí, siente agua.
En fin.
La “descripción de mundo” según le dice el Nagual Juan Matus a Castaneda, ese increíble personaje, Carlitos, cuyo intelecto no acepta lo que le dicen, y sin embargo se va transformando a lo largo de ocho o nueve libros, a espaldas de su propia razón, hasta convertirse en un brujo consumado al que solo le queda lanzarse hacia la libertad total; ese mundo en el que nos han hecho creer, explica el Nagual, puede suspenderse, deshabilitarse momentáneamente, mediante ejercicios de “no-hacer”. Según entiendo, lo que quiere decir es que este mundo, que se ha superpuesto al “otro mundo” (uno que es demasiado inconmensurable para vivir en él sin enloquecer) requiere que hagamos constantemente algo para sostenerlo. O sea, vivimos activamente sosteniendo la descripción del mundo que nos han dado para reemplazar al mundo. El no-hacer es juntamente no-hacer eso, no sostener la descripción. Ahí hay una pista para entender la conexión del no-hacer de Don Juan y Castaneda, y el no-hacer del taoísmo, el Wu wei. El taoísmo también parte de un diagnóstico aparente según el cuál el mundo “real” se ha perdido, el Camino ha sido entubado, está obstruido, hemos construido en dirección contraria, nos alejamos. Por eso, en ese mundo, el no-hacer (el del sabio que “nada hace y curiosamente nada le queda sin hacer”), es de alguna manera un des-hacer.
Creo que por eso la manera más poderosa de hackear el Inconsciente (esa fuerza de la naturaleza humana de potencia insospechada), es montar o desmontar hábitos. Cuando se logra imponer un hábito nuevo, por ejemplo, se mete mano en una maquinaria mucho más sofisticada que la que usamos en el día a día para tomar nuestras humildes decisiones conscientes. Y lo mismo cuando se abandona un hábito.
A mi me pasó, por ejemplo, cuando dejé de fumar, ¿se acuerdan? Hace unos diez capítulos, un poco más. Fue tan fuerte el hackeo del centro de cómputos que me convertí en otro. Se puede comprobar leyendo los episodios de esta novela. Sí, me convertí en padre, deje caer infinitos miedos, cambié la noche por el día, el arquetipo de la aventura en tierras lejanas por el de la comida en casa, encontré un oficio inesperado, etc., pero principalmente cambié el tono. Me cambió el fraseo. Digo yo, o sea, lo dice el yo de ahora. Vaya 1 a saber.
Fue desde ese no-hacer que logramos, finalmente, con los Levin Hermanos, sacar un disco. Siempre nos consideramos (o al menos yo nos consideré) un experimento de anarco-taoísmo. Durante muchos años nuestro wu-wei estuvo perfectamente ubicado en no hacer nada que no fuera necesario para que se haga ese hacer nuestro: tomar algo, cocinar y comer, conversar y sonar, vociferar las melodías que nos habitaban juntos, y listo. Los años siguieron pasando, y ese habitar conjunto se fue dificultando cada vez más. Con mucha paciencia, y mucho esmero en desarticular los embates de la neurosis (la neurosis es lo contrario al no-hacer, o sea: uno hace mucho, de todo, para que nada quede hecho); con suave-suave trabajo encontramos un camino para volver a encontrarnos de otra manera, dándole un lugar en el mundo a esas canciones. Dejamos de retenerlas. Creo que mañana mismo sale el disco en Spotify, mirá vos qué sincronía, como una suelta de palomas mensajeras con mensajes que ya no recordamos. Ahí lo pueden escuchar.
Pienso ahora que: tal vez es por esto que hay tantas bandas de hermanos (?).
Porque la música, si se le desmonta toda la parafernalia fantasmática de la fama, el estrellato, etc. es algo para hacer en casa. Una forma de compartir la casa. Con Lauri empezamos escribiendo canciones en la cocina grande de la casa familiar, cuando todavía vivíamos juntos ahí. Después se sumó Noya, y en una casa que se volvió nuestra tocábamos dentro del marco temporal de la cocción semanal de un guiso. Después nos quedamos sin cocinas. Cocinamos un disco. Esperen hipo-lectores a los próximos capítulos para ver en qué se convierte esta historia.
Tiene tanto potencial el vínculo de hermanos, ya sea de sangre o de vino, que si se lo despliega temporalmente en el linaje crea el vínculo del tío o la tía, que son los personajes más decisivos, radicales y transformadores que tiene la novela familiar, aunque hasta ahora casi nadie se haya a puesto a escribir novelas ni películas sobre este asunto.
Y ¡cuánto más poderosamente hermanas y hermanos se vuelven! cuando son las tías y los tíos de las hijas. Hermanos y hermanas de mi patria, en esta cocina se puede fundar todo movimiento: una editorial, una banda, una religión sin líderes.
Sospecho que la palabra “familia” es la que más ha cambiado de signo en lo que va de esta novela.
Fue muy difícil de encontrar ese paso, porque estaba demasiado cerca. Durante demasiados años estuve canturreando canciones encima de guitarras cada vez que sonaban cerca mío. Escucho música todos todos los días, todos los días le canto encima a las guitarras. Con Levin hermanos me familiaricé con el hecho musical, lo viví desde adentro a pesar de mi ignorancia técnica y conceptual, y de esa manera, renga y dependiente, llegué a componer música en grupo. Por qué me estaría vedada la música en la intimidad, en soledad, la música auto-suficiente, es un misterio. Tal vez, dice el robot narrador, la Inteligencia Artificial que todos llevamos dentro (¿toda la inteligencia es artificial, no?), en clave de bio-drama: desde chico, muchos de mis amigos tocaban la guitarra, casi todos mis amigos eran músicos de alguna manera o de otra; yo, en ese escenario, era el que no: era escritor. Mantuve ese personaje por décadas; la fuerza de mi amor por la música fue tanta que logré inventar un formato de “escritor que canta”, y empecé a cantar en casa, con mis hermanos. Con Lauri volvimos a vivir juntos por un tiempo en la adultez, en una casa en calle Troilo (lo dejo anotado para los amantes de las coincidencias); fue un momento crucial en la historia de Levín hermanos. También Noya vivió ahí una vez que se separó, también yo viví en casa de Noya una vez que me separé.
Siempre sentí una mezcla de envidia y vergüenza ajena por esa gente que, ya adulta, le llama “casa” a la casa en la que vivía con su familia de origen, que suele ser una casa que sigue existiendo y funcionando como tal. Como no tengo tal cosa, pero todos necesitamos una “casa” así, elaboré ese espacio simbólico y puedo llamar “casa” al lugar que estas personas tan cercanas me abren para caer muerto, cuando es necesario hacerlo. Ahí donde se muere para renacer. Porque la quietud es la matriz de todo movimiento, como dice Sicorsky, y lo dice justo cuando el que lo escucha está acostado en el piso, con los ojos cerrados, y no puede hacer nada para evitar que ese estribillo se convierta en una verdad en acción.
Es solo una parecer, por supuesto, por encima está la cuestión de los aumentos del alquiler, el país, etc. etc.
¿El país?
Ja.
Es posible que el lector arqueológico, que viene a estas páginas dentro de un siglo, haya venido a este capítulo del 2024 para encontrar alguna referencia al “país”. La cosa pública, digamos, la política partidaria. Bueno, va a tener que agudizar el ingenio para entenderlo desde la omisión.
Solo voy a decir que hubo un momento en que pude pensar algo sin angustia, y fue cuando hice, me obligué a hacer, un ejercicio impactante: pensarlo sin mi opinión. Pensar ubicando las ideas de mi Yo como parte de un mapa más grande. Algo así: qué pasa si pienso en el país más allá de mis ideas, mi contexto cultural y económico, mi cultura política o ideologica o lo que sea; más allá, es decir, ubicándolo como una de las fuerzas en pugna en un cuerpo. El juego es este: pensar en “el país” como un cuerpo, y ponerle distintas fuerzas que lo tensionan. Ahí donde dos fuerzas antagónicas tironean, se produce la contractura. Después el anegamiento de la energía, la hinchazón, la enfermedad. Si por un segundo (no se asusten, se puede hacer el ejercicio un segundo y después cada uno vuelve a su Yo Mismo para seguir el día) intentamos pensar en un cuerpo que se enferma por esa relación entre las fuerzas, olvidando que una de las fuerzas es una opinión a la que 1 está identificado, ¿se podría pensar de otra manera? ¿Se podría imaginar una alternativa distinta, sorprendente? La idea sería, montados en la metáfora, pensar cómo curaríamos a este cuerpo. Pensar, por ejemplo, qué clase de cuerpo es ese, y si quiere sanarse. Cuando logré por unos segundos encajar ese ese espacio de la enunciación, sentí un cosquilleo poderoso en la consciencia, en la carne. Pero bueno, no dura mucho. Rápidamente vuelvo a mi YO retentivo, y me cuento el cuento: pocas semanas después del capítulo pasado fueron las elecciones que ganó el Presidente Actual, días después algunos aventuraron que pudo ser esa la causa del ACV de “el doctor”, por ejemplo. Teníamos que dejar el departamento en que vivíamos, habíamos pagado la seña por el único PH en alquiler en toda la parte sur de la ciudad antes de las elecciones, y supusimos que nos iban a cambiar el precio, y que tal vez no podríamos pagarlo. Afortunadamente la dueña de esta casa tuvo un gesto de nobleza y mantuvo el número aún después de un par de devaluaciones, y caídas todas las leyes que regían sobre la vida inmobiliaria. La señora, de todas formas, estaba contenta con el triunfo del Presidente Actual. Nos dijo, al firmar el contrato, que se necesitaba un cambio. Nos clavó de todas formas con la casa en obra durante un mes, pintores distraídos que olvidaron en el medio del patio un andamio durante un par de semanas; un día vino y casi se agarra a piñas con la vecina esquizoide del piso de arriba, pero finalmente nos hicimos amigos. Me contó que su tío, el que hizo la casa, trabajaba en el taller que yo uso ahora para escribir. Y que en el patio se juntaba con la familia y amigos, cocinaba, comían, tocaban el acordeón, bailaban.
En este mismo patio que me da la posibilidad de prender un fuego acá nomás, en el suelo,
¿es eso lo que arde?
Quemar carbones y leñas, y ahumar. Este año también fue que me entusiasmé con el tema del ahumado: investigué, hice un curso muy lindo, me compré un ahumador para mi cumpleaños, y esta tarde pienso ahumar unos pescados, unos cerdos y unos hongos para rellenar empanadas e invitarlas a los que vengan mañana a la presentación del disco. Así se cuela, como siempre (es el momento que algunos lectores hipotéticos están esperando), el día de hoy y se enrosca en el aire con el año que se encaja y se solapa con la vida toda. Ponele.
Todavía me queda hacer unas compras para eso, y antes también tengo que llevar a Sere a la pediatra. Aparentemente empiezan a surgir preguntas respecto de la pubertad, esa metamorfosis íntima de alcance masivo. Sí, ella no existía cuando empezó esta novela, y en este capítulo es mi hija de 10 años que se pregunta acerca del uso de desodorante. (Perdón por la indiscreción, Sere). “Cómo pasa el tiempo” podría ser el nombre de este proyecto si fuera un libro con un nombre. O sin tilde: “Como pasa el tiempo”.
Al verlo desde acá, al acelerar la velocidad de los procesos, se ve la naturaleza bailable de este fenómeno. Como cambian los cuerpos, como florecen y se marchitan en común, como una doble hélice de ADN. Es gracioso, parece incluso lindo.
Bailemos.
Porque hace unos pocos capítulos, hace pocas horas para el hipo-lector que lee un capítulo tras otro de corrido, yo era una personaje indescifrable, lleno de energía lanzada en ninguna dirección, pura vehemencia creativa sin editar, que decidió empezar esta aventura sin sentido, y hoy soy un señor, editor, padre de dos hijas, que se limpia los anteojos con un producto comprado en Farmacity antes de continuarla escribiendo.
Porque, esto no lo he dicho: ahora uso anteojos. Como cuando era chico. Recuerdan esa historia, probablemente, la debo haber contado en tres o cuatro capítulos previos, seguro. Yo tenía unos diez años, como Serena ahora. Vivía con la dificultad de tener que ir corriendo hasta el pizarrón, memorizar la frase entera, y volver a mi banco a escribirla, porque desde mi posición, desde ninguna posición en la clase, llegaba a ver absolutamente nada.
Mis padres no me creían, o no les parecía relevante.
Hasta que un día, en una pizzería… creo que esta parte la podemos cantar todos, a coro.
En una pizzería de Belgrano, empapelada con pósters de equipos de fútbol, mi papá me señala algo en la pared.
Yo no lo veo.
El insiste. Los ojos azules, no diría de paquete de Gitanes porque en esa época yo no había empezado a fumar. Pero era un color muy frío. Con la misma mirada helada con la que me paralizaba por completo cuando se enojaba, ahora me mira sin entender.
¿No ves eso?
Señala con un índice flaco, crujiente.
Tengo que acercarme a la pared.
No es agua cayendo, es un póster de Newells. Es reciente: es el que sacó el Gráfico por el título en la final contra Boca en 1991.
Ahora estamos en 1992, y no hay agua cayendo por la pared: lo que hay ahí, en cambio, es el plantel de Newells.
Lo que nombro y renombro antes de dormirme. Porque, como me dijo un chamán amigo y estaba en lo cierto, para aprender a dormir hay que estar despierto.
Ahí está La Realidad.
Eso que está ahí, ¿ves?
Dura un momento nomás.
Thursday, November 23, 2023
Una vez por año #16
Ahora Jime me escribe que encontró un plastificador que cobra 120 solo pulido o 260 con hidrolaqueado y puede venir el sábado…; porque ayer finalmente firmamos el contrato y hoy, una vez terminado este texto, me zambulliré en otra de esas aventuras tempo-espaciales indescriptibles.
Ese primer destino fue un departamento en la calle Olazábal, del barrio de Belgrano, espacio que suele oficiar de promedio, punto medio o negociación salomónica para parejas que se juntan en Buenos Aires llegando desde puntos distantes. Pero mis primeros recuerdos son de la casa siguiente, en calle La Pampa. Ahí donde recuerdo a mi padre correr por el living y saltar y golpear el techo con los goles de Maradona en el 86. El siguiente episodio que recuerdo claro en ese escenario es precisamente el de empezar a irnos de ahí: mi madre midiendo ese mismo living con pasos largos, junto a una persona de una inmobiliaria: siente metros y medio, medía.
Yo tendría seis años, poco más que los que tiene ahora Jacinta, que escribe en papeles sueltos: “soy jacinta me voy a mudar”. Es probable que alguna imagen de estas, de cajas que se amontonan, de objetos que se cargan y descargan, se pegue en su memoria con un pegamento voraz, de adhesión total, pero es imposible adivinar cuál: qué segmento será el elegido y por qué razón, del mismo modo que aquel momento anodino de medir el living para poner las medidas del departamento en el aviso de venta del departamento se me grabó para siempre.
De ahí al departamento de Zapiola, mi habitación chiquita con el mueble lleno de juguetes que un día decidí vaciar para hacer espacio para mi estudio de transmisión de partidos de fútbol imaginados. El balcón de tercer piso contrafrente, desde el que con mi hermana V. una tarde empezamos a arrojar regalos a un niño que cumplía años en la casa de al lado. ¿Cómo se llamaba el niño? ¿Qué edad tendrá ahora? El chico festejaba su cumple con amiguitos en el patio de su casa estilo colonial, y empezaron a lloverle regalos con cartitas a nombre de Papá Noel. Creo que esta historia ya la conté en esta novela, pero como hace años que no la releo no lo recuerdo. Seré tal vez como esos viejos que empiezan a contar una y otra vez las mismas anécdotas. No deja de ser un procedimiento bastante interesante, eficaz: tal vez el aparato narrativo decanta naturalmente las dos o tres piezas sobre las que la memoria y la lengua se dedicarán a trabajar artesanalmente durante años, hasta raspar el secreto que las anima. Ahora ese chico, que nunca supo de donde venían esos regalos misteriosos, que a pedido de sus padres tuvo que gritar al cielo (por su seguridad y la del resto de los invitados) “gracias papá noel, no quiero más regalos”, debe ser un señor más o menos de mi edad.
¿A qué se dedica? ¿Se acuerda de esa anécdota? ¿La cuenta una y otra vez, puliéndola y transformándola con el correr de los años?
Tal vez Internet sea la herramienta para saberlo: podría iniciar una campaña para encontrarlo. Buscamos al niño que recibió regalos del cielo durante un cumpleaños de siete u ocho años, hace tres décadas, en una casa en el barrio de Belgrano.
¿Y qué va a pasar cuando nos reencontremos? ¿Nos devolverá los regalos? ¿Pedirá más?
Dar de baja internet en la casa de la que nos vamos, contratar internet en la casa a la que llegamos, llamar al pintor, pulir los pisos, poner los servicios a nuestro nombre, embalar.
Voy a confesar ahora que en un momento tuve la fantasía de convertir este capítulo en un relato que conectara todas las mudanzas de mi vida. Pero no se trata de eso. No funciona así.
Simplemente no sé cómo funciona, y solo entonces funciona.
Es un ritmo indescifrable: imágenes, frases, anécdotas, fragmentos, van y vuelven como el parpadeo de un bicho gigantesco visto desde adentro. No es hacer memoria, es percibir el ritmo con el cuerpo para entrar a tiempo con el canto.
Pero se puede intentar y fracasar, como siempre, y componer un estribillo simple con astillas: Pasaje Monroe, Olazabal, La Pampa, Zapiola, O’Higgins, Avenida Corrientes, Charcas, Boulogne Sur Mer, Troilo, Jovellanos, Tres Arroyos, Aristóbulo del Valle, Defensa, Perú, Piedras.
Nombres apilados, despojados de sentido.
¿Quién no ha escrito alguna vez un cuento sobre una mudanza? Habría que compilarlos todos y guardarlos en una caja de cartón.
No logro sentarme por completo ahora, a escribir esto, entonces el tiempo es todavía sólido en lugar de auditivo, y no entra todo el año en un día, y no entra todo el día en una voz.
Mientras escribía Antipartícula fui detallando en papelitos de colores que después enchinché en un corcho las distintas operaciones temporales que uso para contar el paso del tiempo al narrar.
El paso del tiempo, y disponer del tiempo necesario para intervenirlo con la escritura es evidentemente un problema. El gran movimiento, ya lo aprendimos, es tener problemas con los que uno puede convivir. Ahora, por ejemplo, tengo que salir a buscar a Sere porque la madre finalmente no llega, a Jacinta para traerla a bañarse al estudio donde yo debería trabajar, porque cortaron el gas en casa, etc. En el mismo preciso momento en que me imaginaba dejándome caer en remolinos temporales narrativos que me requieren entero. Qué problema. Primero me enojo con el problema, pataleo, busco culpables, hago berrinches. Después me acuerdo del movimiento, el arte marcial interno, de acercarme (hacer-carne?) al problema un poco más para percibir su ondulación, para codificar su información, para entrar en el baile. La escritura entonces se enrosca, se pliega, no se exhibe, porque es un arma y no tiene sentido andar exhibiendo armas en medio de la batalla. Es así, y que valga para la batalla cultural también, ahora que estamos pensando en eso: las armas se usan, no se muestran.
Admitir que “es una batalla”, en el campo de la vida con otros, es como cuando uno acepta “es un problema” en el campito íntimo de la vida psíquica física espiritual.
Es un problema: acá está. Vamos a bailar entonces.
Ahora Jime la baña a Jacinta, Sere camina a mi alrededor mientras espera su turno y yo escribo esto.
El que escribe no está parado, quieto, mientras señala un pizarrón detrás suyo donde se proyecta el paso del tiempo. El que escribe está en el remolino. Ahora mismo siento una contractura que se despliega y tironea en la cintura, sobre la cadera derecha; también ganas de llorar, dolor en los intestinos. Es el año que pasó, con todo los años contenidos en sus pliegues; es el pozo al que me asomo. Pero me asomo y no hay nada, no es algo exterior a esto que habla, es el entramado que me sostiene el cuerpo que sostiene este enunciado.
A Sere le llama la atención, le gusta la pizarra de corcho que está, efectivamente, a mis espaldas. Y donde tengo, en efecto, enchinchados los cuatro papeles con las cuatro operaciones temporales que mencioné un poco más “arriba”.
Ahora Sere se baña y Jacinta, cubierta por una toalla, con olor a jabón, está parada al lado mío y pregunta: papi, ¿estás escribiendo?
1. Suspenderse entre causa y efecto. Detenerse en medio de una cadena de eventos y contar desde ahí. Lo llamo, a veces, para saludar a mi querido amigo y maestro A.S., “la piedra que lanzaste todavía no cayó al agua”. Así, por ejemplo, recuerdo que en el capítulo del año pasado, decíamos que la Selección Argentina había perdido contra “los árabes saudíes” y ya veríamos si eso era el comienzo de un fracaso estrepitoso, o la anécdota inicial de una gesta épica. Si bien al ser leído en esos días esa oración podía vibrar solamente con la ansiedad de la incertidumbre, una vez contestada la pregunta por el tiempo, se hincha de información, de sensaciones. De gritos, del cuerpo de uno convertido en el padre que corre por el living y salta para golpear el techo con los goles de la final. Besos en los semáforos, la melodía de “Muchachos”, los días, las semanas en que estuvimos juntos; la claustrofobia y el goce combinados de estar rodeados por millones de personas eufóricas, estar eufórico. Invitar a un montón de gente a ver la final y terminar viendo la final solos, juntos en pareja, con Jacin encerrada en el cuarto viendo una película en la compu (ahora le pregunto, Jime dice que era “Frozen”, pero creo que se confunde con otro partido, Jacinta zanja la discusión: era “my little pony”); recordar su enojo desconcertado al vernos llorar agarrados a la reja del balcón, insultar a los gritos, volver a reír, abrazarnos como locos, como locos. Y después, cuando le dijimos que Messi iba a recibir la Copa, entonces sí, rendirse ante la perfección del relato épico, cerrar la compu y venir con nosotros a ver lo que estaba pasando ahí en la tele, esa coronación poética, esa descontractura masiva radical. Y los meses posteriores, durante las vacaciones de verano, los vecinos cantando “Muchachos” hasta la madrugada, los chicos y las chicas pateando penales en la playa, los arqueros haciendo sus primeros juegos psicológicos. Y después: el tiempo que pasa. Y los juegos psicológicos. Todo condensado, sin ser dicho, en un párrafo que, en lugar de mirar para atrás y evocar, se planta en el presente e invoca.
¿Pero y la ansiedad? ¿Es una fuerza que hay que canalizar, o un error a corregir? ¿Qué información viaja en esa proyección muscular hacia un futuro inexistente? Siempre estuve “en contra” de la ansiedad, intento combatirla, o frenarla, o amaestrarla. Pero ahora pienso, por ejemplo, en toda la sabiduría-narrativa derivada de la búsqueda de la adivinación. Tal vez cabría suponer ahí a la ansiedad como motor del conocimiento; la búsqueda frenética de información en el presente, de patrones de transformación a lo largo del tiempo, que permitan anticipar algo del futuro. Entonces se puede pensar el ejercicio de inyectar ansiedad en párrafos, construir oraciones con la sintaxis de la necesidad de saber, la incertidumbre urgida. Cuando se lea este capítulo en el futuro, a medida que pase el tiempo se irá transformando la textura de esta pregunta: ¿qué pasará con nuestro país, gobernado por su flamante presidente? ¿Estamos ante un nuevo despliegue del horror? ¿O solo se tratará de un gobierno fallido, cuatro años más de crisis y espiral descendente?
2. Mamushkas. El relato adentro del relato adentro del relato. Un ejemplo: yo estoy acá, puro presente. Le cuento, por ejemplo, a Serena, la historia del día en que le tiramos regalos a un niño desconocido que cumplía años. El párrafo que narra esa anécdota, en el papel, digamos, tiene el mismo estatuto de realidad que el párrafo que me narra a mi y a ella acá. Sin embargo en el segundo párrafo el tiempo puede estirarse, saltar de esa escena a una escena posterior, abarcar los días siguientes, incluso semanas o años. En ese recorrido, el narrador puede cruzarse con otro personaje, por ejemplo con el señor en que se ha convertido ese niño desconocido, y aquel contarle otra historia. Los párrafos de esa historia, igualmente reales y presentes que los anteriores, se ajustan a otra temporalidad: tal vez empiecen en aquel cumpleaños misterioso y cuenten la historia de cómo fue aquella semana, que terminó en otra sorpresa: la revelación, por parte de sus padres, de que Papá Noel no existía. Una serie de discusiones posteriores entre ellos, ininteligibles a los ojos del niño, y después una traumática separación. Puede que ahí termine su relato, pero puede también que continúe, que se adelante en el tiempo incluso más allá de la escena en la que me lo narró a mí, y de hecho que supere también el momento cronológico en que yo le estoy contando acá, a Serena, en el puro presente, la historia con la que empezó el hipotético texto.
De todos modos Serena ya no está acá, porque una vez que se bañaron las dos nos vinimos a casa, para que Jime se vaya a su clase de cerámica y mientras esperamos que pase la madre de Serena a buscarla, si es que eso finalmente sucede. Aprender a vivir, y escribir mientras tanto, aunque el futuro sea incierto, he ahí un gran aprendizaje de esta última década de mi vida. Doloroso aprendizaje, pero tan útil finalmente.
Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Escribo en el cuarto del fondo de esta casa de la que ya empezamos a irnos, el espacio que era mi estudio en la época de la pandemia, donde escribí esa serie llamada El Presidente (que ayer el tipo de la inmobiliaria me dijo que la vio y le encantó), mientras Sere aprendía a leer y escribir, todo en el mismo espacio. Eso ya pasó. Ahora, justo ahora, quiero tomar una cerveza.
Algunas novelas de Pynchon tienen (y creo que incluso basan su estructura en) un manejo extraordinario de esta operación.
3. Alternar en paralelo diferentes recortes temporales. Esto es más claro cuando se da alrededor de un mismo hecho, o cadena de hechos. Por ejemplo: narrar el día en que firmamos el contrato de alquiler de la nueva casa, cómo fuimos, después de la firma, con Jime, Sere, Jacinta y la dueña, a ver la casa. Las siete cuadras de caminata al atardecer, por un San Telmo donde se siente como en ningún otro lado de la ciudad el estallido del fin de año, la destrucción del tejido social y la festiva reconquista del presente. Cómo llegamos a la casa ya de noche, y recién entonces la señora dueña confiesa que no sabe si tiene las llaves indicadas. La tensión que se disuelve cuando la llave finalmente gira en la cerradura, como en aquel legendario programa de TV. Conocemos la casa vacía, oscura, probamos las hornallas, las canillas. La dueña nos presenta a las vecinas: una extraña señora aferrada a un enorme manojo de llaves, por un lado, una joven madre soltera de dos hijos, por el otro, todo en penumbras. Finalmente, el traspaso de llaves, de la dueña a nosotros. Una última cuadra que caminamos juntos, y las lágrimas de ella, inesperadas.
Al mismo tiempo, narrar los últimos meses, desde que nos pusimos a buscar casas en Internet hasta el presente de la firma. Cuando descubrimos que casi no había lugares disponibles que coincidieran con nuestra búsqueda. El momento en que los dueños de la casa en que vivimos nos avisan que no nos van a renovar el contrato. Cuando entendimos que los pocos inmuebles potables no se iban a alquilar efectivamente porque los dueños estaban esperando la resolución respecto de la nueva Ley de Alquileres. Cuando se estableció la nueva Ley de Alquileres y creímos que se había resuelto el problema y podríamos ver y elegir y alquilar una casa donde vivir antes de tener que abandonar la casa en la que vivimos, pero nos enteramos que los dueños entonces estaban esperando las elecciones Primarias para ver que pasaba con el dólar. Y cómo después esperaron las elecciones generales, y después, cuando finalmente logramos ver una casa y nos convencimos de que era la indicada, y estábamos por firmar, la firma se pospuso, y el balotaje presidencial se interpuso, y ganó un candidato que, una vez electo, dijo que derogaría la Ley de Alquileres. De cómo pensamos que entonces se había caído la firma y nos tocaba atravesar una catástrofe práctica e inmediata, pero al final no: el martes posterior a las elecciones nos llamaron de la inmobiliaria y al día siguiente llegamos al momento presente de la firma. En paralelo podríamos contar, por ejemplo, todas las mudanzas de mi vida. O bien todos los cambios en la regulación de los alquileres en el último siglo en la Argentina. Si se intercalan estos recortes, empleando en cada uno de ellos la misma cantidad de oraciones, en caso de que sea posible la misma cantidad de “información”, es probable que se logre, si no una traducción fiel del paso del tiempo, al menos una versión honesta, de textura semejante a la del modo en que el tiempo pasa. Aunque “pasa” no es la palabra. Y una vez que se tiene ese cuerpo vivo, es cuestión de construir los vasos que comunican entre sí los planos temporales para tener una artesanía sofisticada que permitiría, llegado el caso, probar cosas respecto del paso del tiempo. Poner a prueba hipótesis. Es, digamos, la ingeniería del escenario donde poner a actuar patrones de fenómenos vivientes, donde emplear la escritura de ficción para, entre otras cosas, adivinar el futuro. Digo “ficción” por decir algo, está claro.
De todas maneras, la precariedad, la consciencia de la fugacidad y la impermanencia que se devela en cada mudanza, especialmente para los inquilinos, es uno de esos palazos que sirven para ir acostumbrándose a la naturaleza de nuestro paso por el mundo.
Así que hay que agradecer. Y seguir contando.
4. Angostar el recorte aumenta la velocidad del relato (flujo/canal). Si cuento todo lo que me pasa en el día, puedo contar, por ejemplo, un día en diez páginas. Si cuento solamente lo que me pasa respecto de la vida laboral (angosto el recorte) entonces un día me puede llevar una página. De esa manera tan simple se puede jugar con el cambio de velocidad tan propio (pero difícil de describir) de nuestra experiencia del tiempo. Alguna vez me dijeron que algo así pasa con el tránsito de la sangre por las venas, y el efecto de la constricción o dilatación de los vasos que puede generar, por ejemplo, un dolor de cabeza que imposibilite la tarea de escribir, como me pasó ayer cuando intenté escribir este texto en su fecha correspondiente. Pero también, esto de la velocidad dada por la proporción entre cantidad de flujo y ancho del canal, se estudia respecto de los métodos de riego, me contó mi amiga C., con quien nos reencontramos justamente en este capítulo. En algún capítulo de hace como diez años la debo haber mencionado porque pensamos, alguna vez, hacer de esta novela mutante un libro digital que crezca en la biblioteca del lector. Angostando el canal del relato, acelerando partículas narrativas, viajamos desde aquella hipótesis nunca concretada hasta este año, mes de agosto tal vez, en la FED. Allí, entre miles de personas comprando y vendiendo, 300 stands de editoriales más o menos independientes, nos reencontramos con C., como se reencuentran dos náufragos. No se me ocurre otra manera de explicarlo. Esa era la sensación. Nos preguntamos cómo andábamos. Hablamos de cómo y dónde estaba flotando cada uno después del naufragio. Y nos encontramos, ahí mismo, como a la intemperie, con verdadera sensación de intemperie, pensando en una editorial. Un proyecto compartido. Después nos reunimos en una cervecería de San Telmo y ella llegó desde Agronomía cargando una piedra. Una piedra real, tangible. Con su peso, su tiempo reunido, su elegancia indolente.
Hay una piedra.
Digamos, más allá de que todo pase, y que pasa de modos tan inaprehensibles, de que cada uno carga con su naufragio y sus barcos hundidos, más allá de todo esto y aquello, hay una piedra.
También hay tijeras, papeles. Hay agua, claro, como en todo naufragio, pero hay una piedra.
De pronto, muchos experimentos temporales/materiales encontraron cuerpo al abrigo de la editorial, aunque sea todavía poco más que una idea. Mucho más. Aquella investigación que incorpora a Juan L. Ortiz y sus ediciones de autor que tenemos acá, corregidas por su propia mano, y su hipotética relación con el hermano de mi abuelo, Nicolás Jozami, de la que hablamos en capítulos anteriores, podría encontrar un canal eficaz en un proyecto editorial de esta clase. Un canal de riego.
Esto es nuevo: la posibilidad de habitar imaginando un proyecto de escritura, sin estar ubicado en el lugar del escritor. Cambiando la temporalidad del creador, muchas veces ansiosa, arrebatada, urgida de llegar al final, por la temporalidad del investigador, que tiene que, sí o sí, acoplarse a la velocidad de los hechos que está investigando, sean del pasado, del presente o del futuro.
Hace poco hablé de esto con mi psicoanalista. El trabajo de encontrar caminos que den marco, que recorten el infinito de posibles de la neurosis, para desarrollar trabajos que sean con el tiempo.
Este año acuñé un talismán sintáctico que muchas veces me auto-ayuda, dice así: el tiempo pasa. Es de lo poco que sabemos: pasa. Entonces, todo plan que se vea beneficiado por el paso del tiempo, es por fuerza un buen plan; y todo plan que se arruine por el paso del tiempo, es un mal plan.
Sí, además de escribir este tipo de cosas, voy y hablo con un psicoanalista. El mismo con el que fui cuando tenía 20 años, hace más de 20. Este año “volví”. Nos sorprendimos de que yo ahora soy mas viejo que lo que era él en nuestro encuentro anterior. Esos golpes de efecto nunca fallan.
Cómo pasa el tiempo.
Sí.
Pasa el tiempo. Y cómo.
Este año, por ejemplo, tuvo también un invierno. Aunque durante los finales de noviembre en que se escribe esta novela uno tenga serias dificultades para evocarlo, lo cierto es que hay otro momento en que es invierno. Hace menos de una vuelta al sol, hizo frío.
Qué rápido se acostumbra uno a desacostumbrarse.
Esta vez nos fuimos de vacaciones de invierno, a la costa atlántica. La primera noche que estuvimos, se desencadenó una ola polar implacable. Hacía mucho mucho frío, y nosotros estábamos dando vueltas por el centro, temblando. Nos sentamos a comer el cualquier restaurante calefaccionado. Cuando volvimos al hotel, ya tarde, las chicas se tiraron a dormir sin sacarse ni siquiera la ropa. Estaban cansadísimas, y tenían frío. Entonces, si bien estaban cansadas y de mal humor, y hace un rato se habían peleado por alguna cosa de hermanas, se acostaron en la misma cama y se abrazaron. Para darse calor. Al verlas me pareció entender, por primera vez en toda una larga vida de pensar pavadas, que el cariño tiene que ver con darse abrigo, compartir el calor. Tan simple y básico como eso.
No tiene nada que ver con nada de lo que venía escribiendo, pero lo quería contar.
Es una pena que los fines de noviembre vengan ahora siempre acompañados de Mundiales, Elecciones, Mudanzas. Me complican mucho la tarea. Pero es lo que hay.
Ahora, ya mismo, nos estamos mudando. Estamos mudando, el equipo está activado para hacer frente a la tarea titánica de representar de manera física un caos de duelos microscópicos. El jueves que viene vendrá el camión a trasladar las cosas, pero ahora ya nos estamos mudando. Ya los días tienen otra textura. Con Jime tenemos la premisa de que ella se encarga del espacio y yo del tiempo, cada uno con su obsesión. Somos conscientes de que mudarse, mudar una familia así, es un problema que no hay que subestimar, y lo encaramos con esmero y atención, pero aún así es difícil. Después se empieza a aflojar la estructura de las horas, se abandonan todos los hábitos, los rituales, se empacan los intersticios en los que cada uno se refugia. Hasta que no queda refugio. Entonces se flota. Flotamos. Cuando uno se cansa lo sostiene el otro. Nos acompañamos, hasta dar con tierra firme. Y una vez ahí, empieza una historia nueva. Que es una historia distinta para cada uno, se multiplican los finales y los comienzos. Pero en tierra firme empiezan las historias nuevas, y el tiempo se vuelve a poner en marcha. De esa manera tan rara.
Ahora va a pasar el tiempo, y en el mejor de los casos el año que viene, a esta hora, nos volveremos a encontrar. En otra casa, en un país muy distinto, quien sabe en qué mundo.
Pero al menos tenemos la certeza de que este texto nos seguirá encontrando, para sopesar la dimensión de nuestro naufragios.
Wednesday, November 23, 2022
Una vez por año, 15
Recién escribí en un chat con amigos que leen esta novela y esperan el capítulo del año:
Se me está resistiendo, esta vez.
Nunca me había costado tanto, creo.
Y no quiero caer en la tentación de escribir sobre
cuánto o por qué me cuesta.
Esto lo escribo
hoy, ya 23 de noviembre.
Ayer había
empezado así:
No tengo la menor
idea de cómo hacer esto. Me pusieron el Mundial, que de por sí es una gran
cápsula del tiempo, el metrónomo de la temporalidad social y colectiva del
país, alrededor de esta pequeña y humilde colección de cápsulas temporales, y
este capítulo quedó acá, incómodo, encerrado,
y se produce este juego de ecos tan extraño…
Así, me cuesta
encontrar el tono.
Salir de la
emoción del día, la derrota sorpresiva contra los árabes saudíes, que el lector
del futuro sabrá si significó la decepción del regreso en primera ronda o no
(o, quien sabe, el anecdótico mal paso antes de una gesta épica, memorable…)
Salir de hoy para entrar en el año, ese remolino. Capturar el año, en realidad,
como pescar un mosquito en una nube; y a la vez salir del año para entrar en
temporalidades más grandes, inexactas, imprudentes.
Pero que justo
hoy 22 de noviembre haya caído el debut de Argentina en el Mundial, del único
Mundial que se juega a fin de año y no a la mitad, es claramente una broma de
mal gusto.
¿Pero por qué? Si
el fútbol, y más aún los mundiales, sirven para jugar a este juego, ya han sido
partícipes de capítulos anteriores (intuyo, no lo compruebo, mantengo el juego
añadido al juego de no releer mi vida antes de escribir el capítulo del año).
Hace dos días
empezó el Mundial. Esa mañana de domingo nos despertamos temprano con Sere y la
llevé a la casa de su madre. Eso no sería ninguna novedad, nada digno de mención,
salvo que: la llevé en auto. Por primera vez. Sin copiloto adulto ayudando y
guiando, solo ella y yo. Ella, que nació el día de la inauguración del Mundial
2014, esa tarde en que Brasil empató con un equipo de los Balcanes. Ese día de
2014 yo no creía que fuera a aprender a manejar nunca en mi vida. Tenía 32 años
recién cumplidos, y estaba seguro de que el manejo no sería algo que fuera a
experimentar en mi vida. Sabía que el tener una hija me iba a llevar, en
algunos momentos, a maldecir esa incapacidad, pero la creía a tal punto una
incapacidad, una limitación constitutiva, que no podía pensar más allá.
Varios hitos sostenían
esa narrativa: allá por la pubertad, mi padre, durante las vacaciones de
verano, intentó enseñarme, pero me negué con el aplomo de quien conoce su
destino. No puedo rastrear fácil esa convicción, de dónde venía, cómo fue que
se ubicó de manera tan firme desde tan temprano. Nunca me gustaron los autos,
estéticamente, como tampoco me gustaron nunca las zapatillas.
Antes aún de
tener edad para sacar el registro y conducir, yo ya había resuelto que era un no-conductor,
peatón puro. A esa decisión tácita, no enunciada ni compartida con nadie, le
siguieron años de sueños y pesadillas abundantes donde el manejar el auto era
protagonista. Ese sueño de descubrir, de pronto, en mitad de la calle, en medio
de un viaje, que uno está a cargo del auto, pero no sabe manejar. Ese sueño
reversionado, una y otra vez, infinitas veces.
Después hubo que
sumarle el hecho de que me descubrí escritor: era entonces un artista, un ser
sensible, del mundo de las ideas, y quería vivir de otra manera, en otro
estado. Así, sin darme cuenta, la posibilidad de manejar alguna vez fue
borrándose del horizonte hasta desaparecer por completo. Después, como si
hiciera falta más, el día en que me atropelló un auto, meses antes del Mundial
2002, quedé exiliado para siempre del universo de los automovilistas. Ellos,
seres híbridos humano-máquina, pasaron a ser los enemigos. Como por una súbita
y quirúrgica intervención en mi percepción, desaparecieron las personas de
adentro de los autos; los autos pasaron a manejarse solos, con un tipo de
intencionalidad absolutamente alejada del mundo humano, impredecible, brutal.
Hay algo que no
funciona: ¿qué clase de recorte es este? ¿Me paro en el presente y acumulo
hechos que me trajeron hasta acá? ¿Y cómo puedo saber que es este el final de
ese recorte? ¿Con qué autoridad? ¿Para lograr qué? ¿Y si dentro de unos
capítulos muero en un accidente de tránsito, o atropello y mato a un peatón? Es
audaz la tentativa de imponer un recorte que supone que esta historia que estoy
contando ha terminado. Audaz por no decir ansiosa. O desconocedora de los
sutiles mecanismos que narran la vida real.
Está áspero.
Dejé el texto
inconcluso el 22 y me fui a comer y tomar vino con mi amiga N. Hablando con
ella se acomodaron un poco algunas historias o impresiones que me gustaría
contar acá; el viejo truco de tener un interlocutor para descubrir qué contar y
cómo. Ahora, con algo de resaca, con la presión de llegar a escribir y publicar
este capítulo lo antes posible, para que los hipotéticos lectores de esta saga
no crean que me morí o desaparecí sin dejar rastros a la manera de Majorana;
así vuelvo a teclear, casi sin pensar, intentando entregarme al remolino del
año y los años.
Pero está áspero.
Vuelvo a tirar
del hilo de esa imagen: freno el auto, me bajo del asiento del conductor, del
asiento de atrás se baja Sere, caminamos unos metros; es domingo, son las nueve
de la mañana, llovizna, la calle está casi vacía. Tocamos el timbre en la casa
de su madre.
Cuando me separé
de la madre de Sere, día por medio tenía que pasar por la casa en la que
habíamos vivido, a unas pocas cuadras de la casa a la que fuimos este domingo, intercambiar
unas palabras, etc. Cada vez era caminar con un dolor de panza patente,
desagradable. Solo me aliviaba pensar que, de hacer ese camino una y otra vez,
en algún momento de la historia (en un capítulo no tan lejano tal vez) la
sensación habría pasado, todo se habría acomodado de alguna manera. Me sorprendí
pensando, en estos últimos meses, que la misma operación (de soportamiento del
dolor basado en la esperanza, o en el conocimiento de los efectos del paso del
tiempo y la repetición) debería suceder con el manejar. Cada vez que me subo al
auto, ese nerviosismo en la panza. Dicen que, de repetirlo una y otra vez,
terminará pasando.
En ese estado de
separación reciente, cuando Sere tenía menos de un año y yo tenía que viajar
larguísimas horas en colectivo para verla, me sorprendí admitiendo que, tal vez
sí, necesitaba un auto, saber manejarlo. Hice un curso de ocho clases, el
profesor me ofreció venderme el registro, no acepté, y seguí sin manejar. No
tenía auto, no pude practicar, y los dudosos conocimientos adquiridos durante
la práctica con el profesor se borraron rápido. En esa época viajamos mucho en el auto de Daniel, el
remisero que me llevaba ida y vuelta de Barracas a Villa Dominico por las
noches. ¿En qué andará, ahora? ¿Vivirá apaciblemente en la casa que se estaba
construyendo en Rosario de la Frontera, Salta? Lo recordarán de capítulos
anteriores, el tipo que dormía en la remisería durante nueve meses, y los tres
restantes disfrutaba del tiempo libre y construía su casa allá, en su lugar en
el mundo. Un día lo llamé para pedirle un viaje, pero su número ya no
correspondía a un usuario en servicio. No volví a saber de él.
Manejar es
también, entre otras cosas prácticas y funcionales, una operación que
multiplica los destinos imaginables.
Una tardenoche
hace no mucho, mientras picaba ajo para el pollo de los jueves, imaginé que
comprábamos una casa rodante y salíamos a viajar en familia por las rutas del
país. Como un cruce entre la imagen de la sólida familia burguesa y el espíritu
de aventura que se resiste a morir. Sentir los cuatro al mismo tiempo, y cada
uno de una manera distinta pero tal vez complementaria, esa sensación de fuga,
de avance, de reconfiguración del destino a cada hora, pero desde la calidez de
un hogar. Fui feliz imaginándolo. Pensé que tenía que encaminar esfuerzos en
esa dirección.
Hay que decir, no
es un dato menor, que también tiene un costo desprenderse de arquetipos
paralizantes que uno ha aprendido a querer y defender. La épica del “padre de
familia sin auto”, como dice I. Molina, se resiste a ser abandonada así nomás.
Del mismo modo,
todavía a los cuarenta años, cuando tengo que concentrarme por mantener
cohesionadas y en paz las diversas zonas de la vida, y con eso sonreír, recibo
los cascotazos del joven vehemente y sus sueños de liberación. Los sueños de
inadaptación radical vs. la discreta eficacia de la adaptación. Qué mala prensa
tenía la adaptación cuando éramos jóvenes, ¿no? Y qué herramienta maravillosa
resultó ser.
Ahora, cuando los
movimientos se leen en términos de plasticidad y adaptación, un montón de
batallas sangrientas se revelan de pronto como un número de clown.
Tenía que
terminar el trabajo sobre un guion, el último capítulo de la temporada, y ese
pendiente, creo ahora, también me descolocaba. Me aboqué a la tarea, resolví
con esa última escasa energía de este fin de año anticipado, y acá estoy. Así
empieza a terminarse la serie que escribimos con mi amiga M. y equipo durante
buena parte del año. La serie sobre un personaje oscuro y mágico… del que no
puedo contar nada aún, aunque este texto no sea leído por prácticamente nadie.
En el capítulo que viene se develará el enigma.
También debo
decir que en años pasados recuerdo haberme sentado a escribir este texto en
escenarios turbulentos, bajo emoción violenta, entre copas de vino, madrugadas
profundas… ahora lo escribo en mi estudio, durante mi “horario” laboral.
¿Será todo esto
entonces una triste canción de normalidad? ¿Por eso me cuesta? ¿Porque lo que
hay para contar es la caída de las ilusiones y el ascenso final de la norma, la
aceptación de todo aquello que la vida tenía preparado para mí y de lo que no
pude escapar?
Ja.
Otra tardecita,
picando ajo o cebolla, exprimiendo limones tal vez, o condimentando con
pimentón, comino, oregano y sal un pollo
despanzurrado sobre la asadera; mientras escuchaba un disco de Prietto y tomaba
una copa de vino rosado, pensé: podría recorrer el país contactando a pequeños
productores de vinos libres; como hice en marzo, que fui a la finca del
Guainmeiquer en San Rafael, y estuve una semana compartiendo la vida con él, su
ritmo de producción, probando sus vinos en proceso, yendo a buscar uvas, consultando
y escuchando al I Ching, embotellando, y demás. Así pero con distintos
productores de diversas zonas, e ir escribiendo un libro sobre ellos. Tal vez
un libro de perfiles, o no, nada que ver, mejor una ficción: tomarlos de modelo
para crear con ellos una banda de super-anti-héroes anarco taoístas que tienen
que salvar alguna especie de uva criolla de la extinción, o algo así. Esa es
una vida que merece la pena ser vivida, pensé, con la alegría y la adrenalina
recorriéndome el cuerpo. Tendría que poner manos a la obra.
En el año del
Mundial de Rusia, el 2018, nació Jacinta. La familia más grande y sólida, la
belleza de ir viendo como se construye la relación entre hermanas (lo más
profundo y hermoso que me ha tocado ver, y dudo que sea superado por otra
historia); la experiencia común del equipo, el equilibrio económico, todo
condujo a la compra de un auto. Un Clio rojo. Jime aprendió a manejar, y así
nos convertimos en una familia con movilidad propia. Las puertas de la
Normalidad se abrieron para nosotros, toda la gente conocida y sus mandatos
históricos nos aplaudían al vernos entrar, con algo de sorna. De ahí a programar
unas vacaciones en la costa atlántica con todos los condimentos clásicos, hay
un solo paso.
Pero entonces, a
esto venía, ahora que teníamos un auto a disposición, lo tenía servido, y no se
sabía cuántos otros trenes irían a pasar en esa dirección, valga el enchastre
de metáforas vehiculares.
Volví a contratar
clases en una “academia de manejo2. Ocho clases con el excéntrico F., que me
hablaba de su vida pasada de excesos y rocanrol mientras iba desgranando
semblanzas vitales destiladas del oficio de conducir. En una de esas clases,
una tarde de lluvia, me habló, mientras me hacía probar cuánto patinaba el auto
por el asfalto mojado (acelerá acelerá acelerá… frená), me habló de El Campeón.
Así llamaban, en Alcohólicos Anónimos, a… El Campeón. Para qué nombrarlo de
otra forma.
La metáfora me
caló hondo. Pero no la limitaría a una sustancia. No se trata del alcohol, me
parece. Está el Campeón, nadie se mide con él, nadie le gana. Cada uno sabrá
qué cara y qué gusto tiene El Campeón en el teatro de su vida.
Fui a sacar el
registro. La primera vez fallé, me eliminaron en la primera prueba. No pude
conciliar la marcha atrás. Ese día coqueteé con la idea de abandonar. Pero
volví. Tres semanas después, acompañado por mi amigo N., finalmente saqué el
registro. A la mañana siguiente salí con toda la familia para llevar a las
niñas al colegio, para aprovechar el envión. Fue una experiencia absolutamente
estresante, caótica, dramática, en el mejor de los casos irrepetible.
Otra tardecita,
tomando un naranjo conmovedor, vinificado por el Guainmeiquer, me di cuenta:
tenía que viajar a Entre Ríos a hacer una investigación de campo sobre Nicolás
J. Jozami, sobre Juanele Ortiz y sobre la hipotética relación entre ambos, para
empezar ese proyecto de novela (que ya mencioné en algún capítulo pasado) con
una reconstrucción real, en tono de non-fiction. Realmente, salir a la ruta
para elaborar algo de mi pasado, o de mis antepasados, para inventarme un
futuro. Era eso...
Entonces tenía el
registro de conducir, la P de principiante, pero no estaba todavía preparado
para conducir en la calle. Así pasaron los meses, y el empuje de las clases y
de haber sacado el registro empezó a desaparecer. Me empecé a desesperar. Lo
comenté en un chat que comparto con J. y N. y surgió la idea salvadora: salir a
manejar de noche. Usar las noches, con menos tránsito y sin competencia de
agenda, para ganar confianza. Mi amigo N., que ya lo conocerán de capítulos
anteriores en sus más diversas encarnaciones, se ofreció a acompañarme como
maestro / copiloto. Así empezamos a salir, una vez por semana. Después de un
par de meses, me sentí seguro para volver salir a la calle de día, con Jime al
lado y las niñas atrás. Después quedaba solamente animarme a salir solo, sin
copiloto. Y así llegué con Sere el domingo a la casa de su madre. El día de la
inauguración de Mundial. Ecuador 2 – Qatar 0.
Así que desde acá
escribo hoy: desde la oficina de un señor serio, estable, disciplinado. Cuando
comenté en el chat mis dificultades para encarar el texto este año, J. sugirió
que tal vez haya llegado la hora del silencio, y recordó que este año, en mi
cumpleaños, que festejé con una terraza llena de amigxs después de años de
pandemia y ostracismo, a la hora de soplar velitas, comer una horma de queso
brie tibia a la manera de torta, al tener que decir unas palabras las cambié
por un rato de silencio. Me había olvidado. Fue un momento risueño y
subterráneamente estremecedor.
No sé. No sé si
ya estoy preparado para el silencio. Me parece que el trabajo sigue siendo
mantener la llama encendida de esta broma interminable, desde lugares siempre
cambiantes. De hecho, esa tarde de cumpleaños, después del silencio, canté.
Creo que cantar y escribir son formas de hacer silencio. De interrumpir el
ruido, la dispersión, el caos. Finalmente, la aventura de la calidez, ese hogar
escondido muy adentro.
Eso se puede
aprender por ejemplo de la práctica de la meditación, que a priori parecería tan
distinta a la de la escritura: a veces se escribe con furia, a veces con
resentimiento, a veces con urgencia, a veces con desborde, a veces con cautela,
a veces con serenidad, a veces con alegría, pero siempre se escribe.
Por otro lado, el
remate de esta fabulita que vengo preparado y una lectura atenta reclama, es
que por momentos, en esos ratos de depresión
y sinsentido (ahí donde acecha El Campeón, mi Campeón) pienso que está
todo mal, que soy incapaz, porque no puedo arremeter sobre mi deseo de viajar
por el país en casa rodante, ni de visitar pequeños productores de vino, ni de
investigar sobre mis poetas muertos de Entre Ríos, ni irme a vivir a otro país
en otro continente, ni de poner una librería-vinoteca para meditar y leer y
beber, ni ninguna de todas esas cosas que fantaseo, porque puedo, mientras
cocino y tomo un vinito al principio de la noche.
Pero cuando me
recompongo un poco recuerdo qué feliz que soy cuando lo imagino. Y entiendo lo
que me quiere decir el rulo de esta parábola taoísta: ese es el espacio que
tengo. Ese es mi lugar en el mundo, mi Rosario de la Frontera, el que tengo que
cuidar y cultivar.
Ese rato
epifánico, donde los destinos se multiplican y se disparan.
Un lugar donde
cocinar tranquilo, mientras las chicas pintan, pegan figuritas en el álbum o
ven la tele.
Después comemos. Y después nos vamos a dormir. Y mañana es siempre otro día.
Monday, November 22, 2021
Una vez por año #14
Esta vez escribo
en “mi estudio”, un monoambiente que empecé a alquilar a cuatro cuadras de
casa. Ahora voy y vengo, tengo a donde ir, y en el medio de cada ida y vuelta atravieso
el mercado de San Telmo, como si fuera una especie de máquina, un puente
tecno-espiritual que conectara los dos polos de mi doble vida: acá medito y
escribo. (Escribo, entre otras cosas, la novela de la joven científica que
abandona la ciencia después de participar de la investigación que demuestra por
primera vez la existencia del fermión de Majorana, apremiada por una sensación
de desasosiego inexplicable; vuelve a su país, a la casa de su abuela, y
después de quedar fatalmente conectada a la existencia de Antony Bourdain,
primero, y Gabo Ferro, después, y atravesar la muerte de ambos, se pone en
campaña, contactando con grupos de magia del caos en una Buenos Aires tomada
por el regreso fatal del Covid, para dar con el misterioso paradero del
mismísimo Ettore Majorana, el genial científico italiano que desapareció sin
dejar rastros en 1938. Me faltan un par de capítulos para terminar de
escribirla por primera vez, después vendrá un proceso de reescritura, imagino.)
Así que acá escribo y medito, solo, después atravieso el mercado y me convierto
en el Yo que paterna y cocina, lee cuentos antes de dormir y demás. Un acuerdo
sensato, cercano a cierto equilibrio. Inestable, claro. Y en el medio, un
mercado. Se podría decir, en chiste y en serio: la tensión entre el oficio y el
arte, de un lado, del otro, la alimentación y la familia; y en el medio el
Mercado.
No es tan gracioso
como chiste, así que deber ser cierto.
Por debajo de
estas palabras, un silencio de aire acondicionado y el rumor de Avenida
Independencia, un lunes feriado de 35 grados.
Los años se arman
con meses que se arman con semanas que se arman con días. Cada mes aporta una
capa de sentido novedoso, una que por sí sola no parece gran cosa, pero al
sumarse doce capas el año toma una forma insólitamente distinta a la del
anterior. Y entonces, en un esfuerzo denodado, de orfebrería, me siento frente
a la computadora y voy tanteando para obtener alguna clave que me permita
captar el ritmo secreto de los años. Supongo que al escribir y leerme los
hechos concretos me distraen y no puedo hacer foco en lo que, probablemente,
termine siendo lo más interesante: el cambio del humor, tal vez, del índice de
esperanza.
Me pregunto cómo será
mañana vivir la feria de vinos naturales/libres/de baja intervención, con estos
calores; y como justo estoy adentro de esta máquina sin tiempo, advierto que la
pregunta no tendría ningún sentido, ninguna razón de ser, de no haber sido
porque el 1 de mayo de este año, el día del trabajador, después de mi tradicional
abril sin alcohol, me junté con un amigo (que no voy a nombrar para proteger su
integridad) a tomar unos vinos y me contagié de Covid. Vale aclarar, para los
lectores del futuro, que tuve un Covid leve, nada más grave que un cansancio
profundo y sostenido y un muestreo muy breve de toda la sintomatología
asociable, un ataque de tos una noche, dolor de cabeza unas horas, pérdida de
olfato para empezar. Cuando recuperé el olfato decidí premiarme, darme un
estímulo para soportar el aislamiento en casa, los días encerrado en el estudio
(que todavía era adentro de la casa), saliendo con barbijo, interactuando con
las niñas sin poder besarlas y abrazarlas y estrujarlas. Era una noche muy
fría, y como había decidido no cocinar durante el aislamiento (un poco para
reducir el riesgo de contagiar al resto de la familia, también porque cocinar
con barbijo puede ser muy desmoralizador: imaginen desmenuzar un pollo para una
salsa y tener que reprimir constantemente el movimiento de llevar un bocado a
la boca) me puse a buscar un delivery satisfactorio. Se me ocurrió pedir unos
buenos guisos a la pulpería Quilapán. Mirando la carta en la página web vi que
también ofrecían unos vinos que yo desconocía pero que me tentaron. Pedí un “Criollaje”
de Finca las Payas. Llegó el pedido, me encerré en el estudio con mi bandeja de
locro, abrí el vino, tomé un trago…
El estado de
conmoción que me generó bien puede asociarse, tal vez, con haber sido el primer
trago de vino después de haber recuperado el olfato. Pero no fue solo eso. Me
pareció escuchar el vino, valga la
sinestesia (recurso recurrente, valga la redundancia, para hablar de vinos);
sentí que me llegaba un mensaje de la tierra a través del vino, sin las
mediaciones que acostumbraba a percibir. Como si algo se hubiera soltado,
des-codificado. Me llenó la boca, todo el cuerpo, en realidad, de un
estremecimiento, algo eléctrico. Mi memoria, estimulada de pronto, me llevó de
la mano, con cuidado, a aquella tarde de primavera de 2017, en el Valle Marga
Marga, en Chile, con Jime (y Jacinta todavía fermentando en la oscuridad), en
las viñas de los Herrera Alvarado. No recuerdo si está escrito en el capítulo
de ese año, no me quiero fijar ahora, perdonen si me repito, los lectores
atentos. Esa tarde, después de tomar unos vinos con Arturo y Carolina, sus
hacedores (recuerdo particularmente un blanco que me llegó en una copa servida
directamente del tanque de aluminio) pensé, digamos que se me ocurrió, pero no
como uno imagina algo nuevo y sorprendente sino como si recordara, como si
recordara una verdad muy simple hace mucho tiempo olvidada, que no hay nada más
preciado que la posibilidad de volverse parte de un paisaje. Y que tomar vino,
olerlo y saborearlo, ser alterado por sus efectos, que esa alteración sea risa,
o ira, o inspiración o lo que fuere, procesarlo, metabolizarlo, finalmente
sudarlo, mearlo o, en el peor de los casos vomitarlo, tal vez vomitarlo en esa
misma tierra donde crecen las uvas que serán el vino del año que viene, y donde
en algún año futuro se esparzan las cenizas de ese mismo organismo bebedor;
tomar vino, entonces, es una forma sagaz y sagrada de volverse parte del
paisaje.
Esa verdad muy
simple volvió de pronto a mi cuerpo aquella noche de mayo. Ardiente de
curiosidad me puse a buscar en internet más información sobre la Finca Las
Payas, y me encontré con una gran cantidad de etiquetas que expresaban una
mezcla inesperada de sabiduría satírica y anti marketing honesto, todo medio
caído del mapa, como suelen gustarme las cosas a mí, una causa perdida con
alegría y tenacidad. Me compré online una caja de seis vinos distintos. Los fui
tomando día a día durante los últimos días del mi Covid y los primeros de la
recuperación. Cuando los hube tomado todos, le escribí un mail a Santiago, el
autor de esos vinos. Nunca había hecho algo así. Le hablé de mi emoción al
beber sus vinos, y le conté que me habían hecho pensar mucho en términos de
anarco-taoísmo.
A Santiago le
llamó la atención el término, más aún porque en esos mismos días otra persona con
la que había estado hablando lo había usado también. Ahí entra la casualidad:
esa persona era Martín, a quien yo estaba desde hacía algunos meses ayudando
con la escritura de un libro sobre vino y filosofía. Yo no tenía idea de que él
andaba por ahí. Martín me contactó el año pasado y me invitó a participar de
una charla que tenía preparada sobre “taoísmo y vinos de baja intervención”, lo
cual implicaba de por sí una casualidad grande, digamos, un encuentro muy poco
probable. Después las casualidades siguieron haciendo lo suyo, y terminamos
imaginando, con Martin y Santiago una serie de acciones para pensar desde el
anarco taoísmo esta forma de hacer y vivir el vino. Junto con Rosalba hicimos
un fanzine llamado, sencillamente, Anarco Tao Vino. Una experiencia que me
permite acercarme al mundo del vino desde un lugar lúdico y amoroso, y vaya a
saber uno en qué dirección me lanzará. Por lo pronto, quiero escribir lo que me
vaya pasando en esta investigación, tal vez acuñando el seudónimo de LeVin.
Lo cual no sería
un hecho aislado sino parte de toda una tendencia: este año también resolví,
después de un largo y fructífero e inquietante diálogo con mi amigo Lucas
(también llamado Funes), que se convirtió también en estos meses en el editor
de La novela de los Cambios, el libro con el que volveré al ruedo después de
varios años de no publicar (de no publicar literatura “adulta” y con mi propio
nombre, en marzo de este año salió “Una niña con un lápiz”, pero es para niñxs,
y hace unos años salió… no lo pienso decir…); resolví empezar a firmar como
Levín.
Todo, después de
estos años de silencio, tiene la textura y la musiquita de algo que vuelve a
empezar. O más bien que empieza otra vez, distinto.
Y para esta nueva
largada creo haber decidido desprenderme de la partícula “Federico” de mi
seudónimo autoral. ¿Por qué? No estoy del todo seguro, pero tiene que ver con,
pensando en la identidad y la autoría, hacer un sutil movimiento que me permita
empezar a des-identificar a mi supuesta “persona real” del supuesto autor que
publica las cosas que se escriben acá.
Rarísimo.
Pero va por ahí.
Chau, Federico.
Justo este año,
cuando nos fuimos a una casita en las afueras de Mercedes, hablando con mi
amiga Jun, me enfrenté por primera vez al hecho, bastante obvio por cierto, de
que mis padres me pusieron “Federico” por Federico García Lorca, y que
finalmente (o bastante desde un principio, en realidad), soy escritor. Nunca lo
había asociado, aunque parezca ridículo. Para mí siempre fueron dos anécdotas
absolutamente disociadas. Lo burdo de esa desconexión, agravada por mi tendencia
casi patológica a conectar todo con todo y a buscar y develar enigmas
narrativos de la existencia, ya sea mía o de quien sea, agiganta lo sintomático
de su ocultamiento.
Pero no vamos a
hablar de psicoanálisis, no un 22 de noviembre. Aunque estemos hablando, de
alguna manera sí, de papá y mamá. Porque mi primera reacción, esa mañana en
Mercedes, durante un desayuno que se estiraba y se estiraba, mientras caminaba
por la galería con la taza de café en la mano, y sentía en el talón el pegote
de unos granos de arroz yamanó de la noche anterior, mientras escuchaba a las
niñas saltando en la cama elástica, la parte de mi mente que no barruntaba
acerca de si tenía que interrumpir el juego para ponerles protector solar o
todavía no, se paralizó de angustia por un instante: cómo podía ser que, si
bien me había sentido un ser libre, y había tomado decisiones tan
independientes como a veces inesperadas, ahora, a los 38 años, estuviera tan tan
tan cerca del punto de partida. Escalofriante. Pero se me pasó rápido, porque
de un tiempo a esta parte me entrené muy bien para eludir esos caminos de la angustia.
Y después pensé
que era un poco raro, sospechoso, que me hubieran puesto Federico por García
Lorca, dado que ni mi padre (más bien lector de novelas, además de
psicoanálisis) y mi madre (más bien lectora de Lacán y, a lo sumo, Humberto
Eco) eran lectores de García Lorca.
Le pregunté a mi
madre. Después de intentar hacerme creer que en algún momento de su vida había
sido muy lectora de poesía y de la obra de García Lorca en particular, dejó
caer, como al pasar, la verdad última del caso. Había sido una suerte de
homenaje a su padre (a sí misma, en realidad, a través de su padre) que la
había nombrado a ella “Adelfa”… por un poema de García Lorca:
Me miré en tus
ojos
Pensando en tu
alma
Adelfa blanca.
Me miré en tus
ojos
Pensando en tu
boca
Adelfa roja
Me miré en tus
ojos
¡Pero estabas
muerta!
Adelfa, negra.
Bueno, una clara
demostración del sentido del humor de mi abuelo Juan M., que no solo nombró a
su hija con el nombre de una planta venenosa (era ingeniero agrónomo) sino que
lo hizo inspirado en semejante poema. Así fue como mi madre, mientras me
gestaba, retomó el chiste y lo volvió parte de una tácita tradición. Tradición
que retomé al proponer el nombre “Jacinta” para Jacinta, consciente de que, como
adelfa, abrevaba en el mundo de la botánica, pero sin saber todavía que el
hermano de Juan M., el escritor maldito paranaense Nicolás J. Jozami, muerto de
tuberculosis a los 26 años, tenía, escondido en esa sombría “J” inicial, el
nombre de “Jacinto”.
Intuyo que en la
relación de mi abuelo Juan M con dos poetas, su gran amigo Juan L Ortiz y su
hermano mayor Nicolás J Jozami, hay una clave para comprender el misterio de mi
identidad como escritor, como mínimo, y probablemente el misterio de la figura
del escritor marginal sudamericano. Por un lado, la decadencia, la urbanidad y
la vida fugaz de Nicolas J, que escribía aguafuertes sobre los burdeles y la
vida nocturna de Paraná (con una ternura pasmosa). Por otro, la vida contemplativa,
bucólica, y la longevidad de Juan L. Los polos opuestos, los arquetipos
poéticos que traccionan en direcciones contrarias pero configuran de alguna
manera la imagen total del escritor. El escritor corrido del mapa, claro.
No es azaroso que
el gran tesoro legado a la familia por Juan M. haya sido una gran biblioteca en
la que había varias versiones del Tao te King, que fueron mi primer acercamiento
al taoísmo en la adolescencia, por incidencia directa de mi hermana Ayi; y las
primeras ediciones de los libros de Juanele, editados por él mismo, en los que,
recién este año descubrimos con Ayi, hay correcciones de puño y letra del
propio Ortiz.
Hay que hacer
algo con eso.
Hay que hacer
algo con eso, pensamos hace unos meses, en la casita de la Cumbre a la que
fuimos con Sere, comiendo un asado con los anfitriones, mientras tomábamos un
vino rosado cordobés de la cepa Isabella, cepa criolla por excelencia. Mientras
Sere corría con Luisa por el jardín, ya de noche, y robaban rodajas de salamín
de Colonia Caroya y jugaban con el gato Roberto, los adultos hablábamos de esas
sagradas escrituras de Juan L. Durante esos días, como suele suceder con las
escapadas fuera de la ciudad, me acordé muy profundamente por qué ya no puedo
leer a Juan L en Buenos Aires, la angustia que me provoca el contraste entre
sus palabras y la vida que hemos elegido o la que nos ha tocado (un poco y un
poco, probablemente) en esta ciudad. Durante esos días, de belleza erizada y
siestera, hablamos de Juan L y su poesía, leímos a Mary Oliver, me tiré en el
pasto para mirar el cielo desde el punto de vista de la Tierra, escuchamos
música, mucha música, con Lucía, librera y anfitriona de dulzura y eficacia
ancestral, y con él, que ya era uno de mis músicos favoritos de estos últimos
años antes de que lo conociera, y resulta que también se llama Federico, aunque
no tengo idea de por qué le habrán puesto así.
El jacinto, por
supuesto, aparece también en la obra de García Lorca, precisamente en la última
estrofa del tremendo “Pequeño vals vienés”:
En viene bailaré contigo
Con un disfraz que
tenga
Cabeza de río.
¡Mirá que orilla
tengo de jacintos!
Y así fue como,
yo que fui nombrado Federico por García Lorca y a los doce o trece años decidí
ser escritor, recién con 39 años cumplidos llegué a la obra del poeta español,
y entrando desde afuera, a través de las menciones de Leonard Cohen, quien
nombró “Lorca” a su primera hija, y que de hecho tiene una maravillosa canción inspirada
en una adaptación del pequeño vals vienés: “Take this waltz”.
Canción que, en
un noble rulo de traducciones, el músico español Enrique Morente versiona de
manera sublime, y yo ahora mismo escucho, y lloro, como hago casi siempre, a
veces unas lágrimas sueltas, a veces un llanto desatado, siempre con un sutil
estremecimiento; y nunca lloro por la misma exacta razón, el motivo del llanto
se va desplazando en la oscuridad, nunca lo encuentro en el lugar donde lo
dejé, pero de todas formas siempre tiene algo que ver con las vueltas del
destino, los rulos, los bailes inconscientes, las tradiciones tácitas y el
súbito develarse del paisaje que habitamos y nos bebemos y nos devora a la vez.
Porque no creo
que haya nada místico, digamos, sobrenatural, en el encadenarse de “casualidades”
que muchas veces dan forma a lo que termino considerando narrable, sino que es
la percepción de la naturaleza procesual de todo lo vivo.
El compost de
escritura.
Es terrenal,
absolutamente terrenal. Es sagrado solo porque se refiere al punto donde
confluye lo cósmico con lo íntimo, pero no porque implique ninguna existencia “superior”.
Por eso decimos,
los anarco taoístas, que el vino no es la sangre de ningún hijo de dios: es,
jajaja, la risa de los mortales.
Sunday, November 22, 2020
Una vez por año #13
Sí, querido lector hipotético, que abrís este archivo en tu dispositivo, dentro de cien o doscientos años y, ansioso, con afán investigador, porque sos un arqueólogo aficionado, porque te lo pidieron en la facultad, o porque sí, salteás capítulos hasta llegar acá: sí, este es el episodio 13, el número maldito, correspondiente al año 2020.
Te voy a
decepcionar y a sorprender con una reflexión que nada que ver: me resulta muy
notable como, si bien los días son todos siempre tan radicalmente distintos
unos a otros, los años, vistos en perspectiva, resultan tan parecidos.
Me imagino tu
mueca de desagrado, hipotético lector, pero no voy a hacer nada para impedirlo.
En este 2020 tan peculiar, cuando ahora me siento a escribir acá, escondido, en
un eclipse donde descanso de todo, lo último que me interesa es condicionar la
mueca del lector.
Cuando uno repite
una acción todos los días, la diferencia de los estados internos se vuelve más
evidente. Si todos los días a la misma hora dormís a una niña, o dos, leyendo
un cuento, por ejemplo; o si todos los días a la misma hora te sentás en un
almohadoncito en el piso a mirar la pared; se nota muchísimo la cantidad de
sensaciones distintas, con sus millones de matices, que uno puede estar experimentando,
aunque no esté pasando nada dramáticamente distinto.
La voz que me
sale al leer los cuentos a la noche, por ejemplo, me dice mucho de cómo estuvo
el día, aunque durante el día no haya sido capaz de notar grandes diferencias.
Pero bueno,
lector, si querés datos concretos, historias concretas sobre la pandemia, sobre
cómo se vivió este 2020 desde adentro, supongo que tendrás a disposición millones
de toneladas de información. Hoy, acá, la pandemia es esto: un leve cambio en
el horizonte. El recuerdo de unos primeros días, a donde nos quedamos a vivir
para siempre: la bomba de perplejidad y su eco.
Yo te pregunto a
vos, lector, cómo se lee esta voz contrastada con lo que, vos ya sabés, pasó
después. Cuánto tardó en llegar la siguiente. ¿La definitiva?
Tal vez, en tu
ahora, todas las novelas sean así: abiertas, escritas en tiempo real, creciendo
en tu dispositivo conforme pasan los años-capítulos.
El año pasado
también le pregunté algo al futuro, lo leí hace un rato, fíjense qué curioso
suena ahora: “Parado en este momento, en este faro del año,
pienso que en el próximo capítulo tal vez tenga un lugar extraordinariamente
importante algo que todavía no conozco. Es emocionante.”
Bueno, por ahora,
trucos. Nada más que trucos. Una pena, porque la narrativa es magia. No debería
ser necesario recurrir a trucos.
Una noche de este
año me desperté con un cuento en la cabeza. Después de varios meses de trabajar
a destajo intentando escribir al tanteo, una y otra vez, lo que otras personas
querrían que escriba, se ve que ciertos procesos creativos-narrativos se
siguieron dando de manera autónoma en mi cuerpo, sin llamarme la atención, y
una noche me desperté a las cinco de la mañana con una historia que tenía su
tono, su ritmo, su extensión, todo. Nunca me había pasado así, de manera tan
poco voluntaria. Durante varios minutos intenté seguir durmiendo, no muy
convencido de que se tratara de verdad de un relato, y no de una ensoñación
solo comprensible dentro del sueño o de la duermevela, pero me fui despertando
progresivamente, mientras canturreaba el canto del cuento, y de pronto estaba
sentado en el escritorio escribiendo a mano, con lápiz sobre un cuaderno.
¿Por qué lo
escribí en lápiz sobre un cuaderno? Ni la menor idea. No me lo había preguntado
hasta ahora, que lo escribo acá, y a leerlo me da la sensación de que estoy
inventando algo un poco demasiado inverosímil.
El cuento es una
persona, una voz que, cuenta: cada vez que mete las manos en los bolsillos,
saca papel picado. Muy probablemente provenga de algo que le escuché decir a Tom
Waits en una entrevista, algo sobre la diferencia entre los brillos de colores
y el diamante/corazón. Pero no estoy seguro. Es probable que Tom Waits haya
dicho algo de eso en inglés, y yo entendí cualquier cosa, una cualquier cosa
muy particular y precisa que se fue compostando en mi cuerpo-espíritu y, este
año, una noche… etc.
Si me preguntan
dónde pasé “la pandemia”, diría que en la terraza de esta casa. Ahí recuerdo
haber vivido realmente el cimbronazo, la onda expansiva. Adentro de la casa me
dispuse a tejer y destejer, cada día, la articulación imposible de la vida
familiar, laboral, etc. Era durante esos minutos en que estaba solo, en la
terraza, que la perplejidad me tomaba por completo. Que se me presentaba el
problema que no podía resolver con acción.
Pero qué
preguntas tan concretas me hacés, hipotético. Por qué debería contestarte
semejante cosa. Intentar hablar de esto dentro de cien o doscientos años es
como cuando volvías de un viaje y te pedían que cuentes algo… Imposible. Lo que
hay para contar solo va a aparecer de a poco, cuando una pregunta aparezca
justa. ¿Existirán todavía los viajes, Hipo?
Me siento pesado,
hoy las frases tienen algo denso, opaco. Fue un año muy hablado, está claro. Y
lo que yo podría venir a buscar acá es otra cosa, una suspensión momentánea en
lo imposible. Escuchar, debajo de las toneladas de pedidos y preguntas ajenas,
exteriores, una pequeña pregunta mía.
Hace calor.
Suenan unos mosquitos. No está fluyendo.
Me vengo a la
terraza. Un cierto vientito, ladridos vecinos. El olor de las plantas, el bicherío.
Algo que me saque esta rara imposición de conectar, de hilvanar.
No quiero narrar,
concluir ni reflexionar. Quiero dejarme estar.
Y si se extinguen
los viajes, ¿es un problema? ¿No es cierto que puedo sentir en la boca la tierra
húmeda del viñedo mendocino donde crecen las uvas petit verdot con las que
hacen este Chikiyam que estoy tomando? ¿Y?
Voy a prender la
luz. Estaba escribiendo a oscuras para no molestar a los vecinos. Soy un vecino
modelo. Y pienso también en ponerme Off. ¿Puede ser que tenga que hacer tantas
cosas para sentarme por fin a escribir? ¿Qué está pasando? De pronto es como ir
a la playa en familia (caminando). (¿Hay que viajar? ¿Es necesario?)
La verdad es que
el artefacto este llamado “año” está muy bien hecho. Fue en este mismo “año”
que decidí, después de tantos años de negación, o inhibición, o reacción, empezar
a usar redes sociales. Muy poco tiempo
después recibí un llamado, de esos que marcan dónde cortar el pastrón, dónde
empezar la anécdota: cierta antigua amiga, a la que no veía desde hacía una
década, me propuso escribir guiones de una serie. Nótese, en los capítulos
anteriores, hace cuántos años que había abandonado yo la idea de trabajar de
guionista. El llamado inesperado en el momento justo. El único problema del
trabajo era que tenía que viajar todos los días hasta la otra punta de la
ciudad, para trabajar de manera “presencial”.
Pocos días
después, la pandemia llegó al país. Primero la suspensión de las clases, y
entonces el enfrentamiento con el tabú: la certeza súbita y masiva de que hemos
armado una vida que no somos capaces de vivir.
Y después, todo
lo demás.
De alguna manera
siempre me hice la pregunta, en los últimos capítulos, de si lo que estaba
eligiendo realmente lo elegiría aún si tuviera que vivirlo en condiciones de “isla
desierta”. Un lector atento podría haber advertido una concienzuda preparación
para el naufragio: la cocina, la meditación, la escritura.
Recién hace unos
días, después de varios meses, conocí “en persona” a esa decena de compañeres
de este trabajo que me tuvo absorbido todo el año de la pandemia. Un shock.
¿Cómo pensar que uno conoce a alguien al que no le conoce el andar? Somos
capaces de reconocer por su andar, de espaldas y a muchos metros de distancia,
a una persona que no vemos desde la infancia. Lo he comprobado viviendo con
balcón en primer piso en Corrientes y Angel Gallardo. La cara de las personas
tiene menos importancia de lo que imaginamos. La nuestra, muchísimo menos aún.
Y el tema
económico, claro está. Un “milagro”, se diría, en estos tiempos. Es rara la
nostalgia que surge cuando uno deja de tener problemas económicos. La nostalgia
de las cosas concretas es consistente, elaborable; la nostalgia del vacío es
otra cosa. Merecería otro término para nombrarla.
El tema del
vacío, siempre. Llega un momento, parece, que se empieza a administrar. Ahora
creo haber entendido que es necesario dejar un espacio vacío, que hasta se
puede diseñar su presencia de manera más o menos voluntaria. Por ejemplo,
clasificar esos pensamientos referentes al futuro, con estatus de presente. O
sea, que haya pensamientos “oficiales” para dedicarle a todo aquello que “todavía
no”. Voy a intentar aclarar, porque creo que puede ser importante, aún para
vos, hipotético lector del futuro. Cuando uno tiene, por ejemplo, problemas
económicos, tiene de algún modo “resuelto” el problema del futuro: o sea, ya
sabe qué tiene que hacer en el futuro; el futuro es el momento donde,
finalmente, se consigue plata. Cuando desaparece esa carencia, de pronto el
futuro se vuelve más complejo de descifrar, porque de todos modos siempre algo
falta, ¿no? No sé qué va a pasar, pero me di cuenta de que me conviene tener a
mano pensamientos de futuro que no me generen ansiedad sino que calmen. Por
alguna razón, cuando pienso que en el futuro podría dedicarme a un
emprendimiento gastronómico (¿?) me pongo ansioso; en cambio cuando pienso en
una editorial artesanal, me invade un sosiego cósmico. Intento tener, al menos
una vez por semana, al menos veinte minutos de caminar por la casa sin ton ni
son, viviendo en el futuro. Es parte de mi economía energética-temporal. En
cualquier caso (gastronómico, editorial, monacal, vengativo, inesperado, punk,
etc.) cada tanto encuentro la llave para acceder a cierta sensación: de todas
formas no lo necesito. No necesito saber.
Eso es
maravilloso. No necesitar saber.
Este año, el año
de la pandemia, tuvo lugar una suerte de “corrida de saberes”; como cuando
todos corren al banco a cambiar o retirar su plata, cuando apareció entre
nosotros la pandemia, y la certeza de lo poco que sabíamos sobre lo que podía
alterar por completo nuestras vidas, de pronto todos los saberes, sobre lo que
sea, se inflaron como burbujas. Hubo un momento, cerca de mitad de año, en que
casi todas las personas daban y recibían talleres sobre algo. A mi me tocó dar
un taller llamado “compost de escritura”. Por supuesto, un experimento de
no-saber en práctica. Pero igual cada tanto me sentía tentado de impartir mis
sabercitos.
La escritura
tiene una relación rara con el saber. Puede conciliar el no-saber, está dentro
de sus gracias, pero en un tire y afloje bastante complejo. Creo que la
escritura permite conciliar la posibilidad de vivir sin saber, pero mediante el
movimiento de estar yéndolo a buscar.
Es lo que pasa
con la identidad o el espíritu ¿no? Hoy pensaba, hablando con mi madre sobre la
serie acerca del caso García Belsunce (???) que el espíritu (a ella le hablé de
la identidad porque es psicoanalista, para que no se asuste) está tramada como
un relato policial. Un montón de cualidades evidentes, mezcladas de manera
confusa, sostenidas por un hilo conductor oculto.
En cambio el
cantar… es otro cantar. Aun cuando se trate de cantar lo escrito, de
escribir-cantar. Qué ganas de cantar. Creo
que es de las pocas formas activas de no-saber que puede adquirir la voz. Pudiendo
escribir y cantar, realmente no veo la necesidad de hablar, que tantos
problemas genera.
Qué cantidad de bichos
que viven en esta terraza. Cada uno con su velocidad y su sombra.
La voz tiene a la
vez la evidencia y el misterio. Y la duración.
Como mínimo, una
familia de lagartijas cada vez menos tímidas. Y los pájaros, ¿qué hacen los
pájaros de noche? Durante el día se llena. Muchos vienen en parejas, las palomas
con rastas que cagan sobre la medianera, el de panza color polvo de ladrillo,
el picaflor que levita. Me gusta que esta terraza les sirva de hogar, como la
fonda que recibe a todos los seres porque es una reproducción del cosmos en
miniatura. También me da un poco de miedo. El síndrome de la invasión... ¿no
habrá que hacer algo?
Como buen lector
de Levrero, durante toda la vida me ha pasado (considerando a “la vida” como el
lapso desde que empecé a leer a Levrero hasta hoy) que se me aparecieran aves
representando algo o alguien en los momentos cruciales. Ante los nacimientos y
las muertes, de personas físicas o de vínculos, siempre aparecía algún pájaro
actuando la situación, cual performance, en las inmediaciones de la casa de
turno.
Bueno, ahora
parece que vinieron todos. Que se baraja y se da de nuevo. No parecen actores,
o sea, no parecen ser los términos de una metáfora, no refieren a otra cosa; se
ven más bien como encarnaciones, parciales, fugaces, pero de plena realidad, de
lo que pasó o de lo que habría pasado. Como si los pájaros fueran… antenas. Antenitas
metafísicas inalámbricas, que registran todo lo que no se cuenta, que le dan cuerpo
a lo que no está pasando pero existe.
Y ahora están
todos acá, formando mensajes para avisarme de la que se viene, desesperados por
hacerse entender, desesperados o no, cagándose de risa de que los miro y no me
doy por aluddido.
Así cantan: ¡Huí!
¡Huí! Huiiiiiiiiii
Huí mientras
puedas, me cantan. Desaparecé, dicen. Antes de que la verdad estadística te
trague, hacete invisible. Como hizo el italiano, el físico ese. Como hizo
ETTORE MAJORANA.
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