Friday, November 22, 2024
Una vez por año #17
Bienvenidos,
acérquense, gracias por venir. Ustedes no lo saben, pero yo me los
imagino: saco la cuenta de cuántos son porque he mirado las
estadísticas de cuánta gente entra a leer este posteo a lo largo
del año. Entonces calculo que, sacando a los que entraron pero no
leyeron, o desistieron en las primeras líneas (muchos estarán
abandonando el capítulo anual exactamente AHORA); son unos cinco o
seis seres, de aspecto vagamente humanoide y textura gaseosa,
sentados alrededor de este fogón extemporáneo, mirando lo que arde
en el centro, intentando descifrar qué es.
¿Qué arde?
A ustedes les hablo entonces, que me acompañan junto al fuego de esta suerte de cronoterapia fantasmagórica a cielo abierto. Sigan-me, acompáñenme en este recorrido por el año que pasó y todos los años que se anudaron en su coyunturas. Pasen por acá: el anciano que está en esa cama es mi padre, antes conocido como el Satánico Doctor Levin, o “el doctor” a secas, ahora está ahí, apenas cubierto por una mantita blanca, medio culo al aire, desvalido, diríamos.
¿Dónde está? Cuando se lo preguntan los cómicos psiquiatras de turno, titubea, mira disimuladamente alrededor. Le dan opciones: ¿qué es este lugar, Doctor... es su casa?
En las arrugas que forman los músculos de su frente al contraerse ligeramente, se nota que algo, una zona de su espíritu, se conecta, y compone sobre la marcha: “bueno, de alguna manera, mi casa… en tanto y en cuanto yo estoy acá en este momento”. Sí, señoras y señores, ese es precisamente El Doctor. No hay nada que pueda no saber; todo saber en falta puede ser reemplazado por una composición verbal ajustada. Él no sabe que está en el Hospital Italiano, no recuerda que ha tenido una serie de ACVs, pero es capaz de componer una frase que lo excusa, relativiza la importancia de todo aquello que no sabe, y queda indemne ante los otros, aunque con medio culo al aire.
Claro, al fin y al cabo, diríamos “en el fondo”: no sabe.
Pero jamás va a mirar de frente ese vacío que arde.
¿Qué arde?
A ustedes les hablo entonces, que me acompañan junto al fuego de esta suerte de cronoterapia fantasmagórica a cielo abierto. Sigan-me, acompáñenme en este recorrido por el año que pasó y todos los años que se anudaron en su coyunturas. Pasen por acá: el anciano que está en esa cama es mi padre, antes conocido como el Satánico Doctor Levin, o “el doctor” a secas, ahora está ahí, apenas cubierto por una mantita blanca, medio culo al aire, desvalido, diríamos.
¿Dónde está? Cuando se lo preguntan los cómicos psiquiatras de turno, titubea, mira disimuladamente alrededor. Le dan opciones: ¿qué es este lugar, Doctor... es su casa?
En las arrugas que forman los músculos de su frente al contraerse ligeramente, se nota que algo, una zona de su espíritu, se conecta, y compone sobre la marcha: “bueno, de alguna manera, mi casa… en tanto y en cuanto yo estoy acá en este momento”. Sí, señoras y señores, ese es precisamente El Doctor. No hay nada que pueda no saber; todo saber en falta puede ser reemplazado por una composición verbal ajustada. Él no sabe que está en el Hospital Italiano, no recuerda que ha tenido una serie de ACVs, pero es capaz de componer una frase que lo excusa, relativiza la importancia de todo aquello que no sabe, y queda indemne ante los otros, aunque con medio culo al aire.
Claro, al fin y al cabo, diríamos “en el fondo”: no sabe.
Pero jamás va a mirar de frente ese vacío que arde.
Desde esa
ecualización sutilísima de lo que se sabe y lo que no, y de cómo
se convive con lo que se sabe y lo que no, los padres, madres,
tutores y encargados (¡y tíos y tías!) instalan, le explica Juan
Matus a un desorientado Carlos C., en la mente de la criatura, una
“descripción del mundo” tan completa y exhaustiva que, en esos
primeros pocos años de vida, llega a reemplazar al mundo. La
criatura entonces crece y vive, va a vivir para siempre, en esa
descripción del mundo. Creyendo que eso es el mundo.
Hay momentos muy precisos y preciosos en que esa descripción, ya sea por un factor accidental o por un movimiento voluntario, se suspende.
Hay momentos muy precisos y preciosos en que esa descripción, ya sea por un factor accidental o por un movimiento voluntario, se suspende.
Qué momento.
Fue este año que empecé a leer a Castaneda, después de escucharlo citado durante décadas, a veces con menosprecio, a veces con sorna, a veces con extraña convicción. Lo que no me imaginaba era que, leyendo sus libros en orden de escritura y aparición, me iba a encontrar, no con una serie de textos “espirituales”, o compilaciones de sabiduría ancestral, o apuntes acerca del conocimiento chamánico, relatos de experiencias con drogas alucinógenas, o cosas por el estilo…; sino que iba a entrar en una verdadera novela, una larga y monstruosa, fabulosa y sutil, novela de iniciación. También novela de terror, pero de terror real, terror a la realidad; una novela total, pero disimulada. Una novela que, diría si tuviera ganas de parodiar el discurso seudo académico de algunos acá alrededor, podría ser llamada “la gran novela latinoamericana del siglo XX”. Que casi nadie parece haber leído de esa forma y que ahí está, escondida a la vista, como la carta robada.
Pero la cosa se complica cuando mi padre, todavía ahí en esa camita de hospital, resistiendo con el aguante del significante el terremoto del no-saber, me pregunta, a mi que soy el único a esta hora en la habitación con él, me pregunta: “¿qué es eso?”
Lo pregunta con una mirada rara.
Me señala una pared a mi espalda, miro en esa dirección, no veo nada raro, nada destacable.
“¿Qué pasa, por qué está eso ahí?”
Le digo que no veo nada, que no hay nada ahí. Pero no lo puede entender. Le parece ridículo que yo no lo vea. Señala con un dedito flaco, un índice crujiente como una rama seca (¿siempre tuvo esos dedos así?) la pared, y me dice, con la voz temblorosa, agitado por el desconcierto: que hay agua, agua cayendo. Busco ayuda alrededor pero en todo el piso del hospital no hay nadie más, ni enfermeros ni médicos, nadie. Así que me las voy a tener que arreglar solo con esto.
Lo que está sucediendo es lo siguiente: ese señor, que me mira con sus ojos azules tono paquete de Gitanes, y la boca entreabierta de asombro, ha sido uno de los principales constructores e instaladores de la “descripción del mundo” en la que vivo desde pequeño, y ha caído en una grieta de esa descripción y me está pidiendo a mi que, de alguna manera, la repare. O algo así. Yo intento algo, improviso: le digo que, como él bien sabe, como desde chico me ha explicado, al mundo al que podemos acceder es el mundo de nuestra mente, cuyo motor es el cerebro. El lo sabe, ha estudiado eso, ha vivido en esa certeza. Y cuando el cerebro falla, por una lesión, por ejemplo, como le pasó a él hace pocas horas, la mente puede crear realidades distintas. Puede percibir cosas que, tal vez, no estén ahí.
¿Ahí dónde? No me cree. No lo puede creer. Lo entiende pero no lo cree. Tal vez capta el sentido de las palabras, pero su cuerpo no lo acepta. Entonces se me ocurre una idea que creo genial. “¿Dónde está el agua, acá?”. Me indica el lugar exacto, y yo paso la mano por la pared a esa altura. Con la mano, que debería estar mojada si hubiera agua “real”, lo toco a él. Paso mi mano por su antebrazo, toco su hombro. “¿Sentís agua?” le pregunto, calculando que la vista puede engañarlo más fácil que el tacto. Que el tacto va a ser fiel a su descripción del mundo. Pero me dice que sí, siente agua.
En fin.
La “descripción de mundo” según le dice el Nagual Juan Matus a Castaneda, ese increíble personaje, Carlitos, cuyo intelecto no acepta lo que le dicen, y sin embargo se va transformando a lo largo de ocho o nueve libros, a espaldas de su propia razón, hasta convertirse en un brujo consumado al que solo le queda lanzarse hacia la libertad total; ese mundo en el que nos han hecho creer, explica el Nagual, puede suspenderse, deshabilitarse momentáneamente, mediante ejercicios de “no-hacer”. Según entiendo, lo que quiere decir es que este mundo, que se ha superpuesto al “otro mundo” (uno que es demasiado inconmensurable para vivir en él sin enloquecer) requiere que hagamos constantemente algo para sostenerlo. O sea, vivimos activamente sosteniendo la descripción del mundo que nos han dado para reemplazar al mundo. El no-hacer es juntamente no-hacer eso, no sostener la descripción. Ahí hay una pista para entender la conexión del no-hacer de Don Juan y Castaneda, y el no-hacer del taoísmo, el Wu wei. El taoísmo también parte de un diagnóstico aparente según el cuál el mundo “real” se ha perdido, el Camino ha sido entubado, está obstruido, hemos construido en dirección contraria, nos alejamos. Por eso, en ese mundo, el no-hacer (el del sabio que “nada hace y curiosamente nada le queda sin hacer”), es de alguna manera un des-hacer.
Creo que por eso la manera más poderosa de hackear el Inconsciente (esa fuerza de la naturaleza humana de potencia insospechada), es montar o desmontar hábitos. Cuando se logra imponer un hábito nuevo, por ejemplo, se mete mano en una maquinaria mucho más sofisticada que la que usamos en el día a día para tomar nuestras humildes decisiones conscientes. Y lo mismo cuando se abandona un hábito.
A mi me pasó, por ejemplo, cuando dejé de fumar, ¿se acuerdan? Hace unos diez capítulos, un poco más. Fue tan fuerte el hackeo del centro de cómputos que me convertí en otro. Se puede comprobar leyendo los episodios de esta novela. Sí, me convertí en padre, deje caer infinitos miedos, cambié la noche por el día, el arquetipo de la aventura en tierras lejanas por el de la comida en casa, encontré un oficio inesperado, etc., pero principalmente cambié el tono. Me cambió el fraseo. Digo yo, o sea, lo dice el yo de ahora. Vaya 1 a saber.
Fue este año que empecé a leer a Castaneda, después de escucharlo citado durante décadas, a veces con menosprecio, a veces con sorna, a veces con extraña convicción. Lo que no me imaginaba era que, leyendo sus libros en orden de escritura y aparición, me iba a encontrar, no con una serie de textos “espirituales”, o compilaciones de sabiduría ancestral, o apuntes acerca del conocimiento chamánico, relatos de experiencias con drogas alucinógenas, o cosas por el estilo…; sino que iba a entrar en una verdadera novela, una larga y monstruosa, fabulosa y sutil, novela de iniciación. También novela de terror, pero de terror real, terror a la realidad; una novela total, pero disimulada. Una novela que, diría si tuviera ganas de parodiar el discurso seudo académico de algunos acá alrededor, podría ser llamada “la gran novela latinoamericana del siglo XX”. Que casi nadie parece haber leído de esa forma y que ahí está, escondida a la vista, como la carta robada.
Pero la cosa se complica cuando mi padre, todavía ahí en esa camita de hospital, resistiendo con el aguante del significante el terremoto del no-saber, me pregunta, a mi que soy el único a esta hora en la habitación con él, me pregunta: “¿qué es eso?”
Lo pregunta con una mirada rara.
Me señala una pared a mi espalda, miro en esa dirección, no veo nada raro, nada destacable.
“¿Qué pasa, por qué está eso ahí?”
Le digo que no veo nada, que no hay nada ahí. Pero no lo puede entender. Le parece ridículo que yo no lo vea. Señala con un dedito flaco, un índice crujiente como una rama seca (¿siempre tuvo esos dedos así?) la pared, y me dice, con la voz temblorosa, agitado por el desconcierto: que hay agua, agua cayendo. Busco ayuda alrededor pero en todo el piso del hospital no hay nadie más, ni enfermeros ni médicos, nadie. Así que me las voy a tener que arreglar solo con esto.
Lo que está sucediendo es lo siguiente: ese señor, que me mira con sus ojos azules tono paquete de Gitanes, y la boca entreabierta de asombro, ha sido uno de los principales constructores e instaladores de la “descripción del mundo” en la que vivo desde pequeño, y ha caído en una grieta de esa descripción y me está pidiendo a mi que, de alguna manera, la repare. O algo así. Yo intento algo, improviso: le digo que, como él bien sabe, como desde chico me ha explicado, al mundo al que podemos acceder es el mundo de nuestra mente, cuyo motor es el cerebro. El lo sabe, ha estudiado eso, ha vivido en esa certeza. Y cuando el cerebro falla, por una lesión, por ejemplo, como le pasó a él hace pocas horas, la mente puede crear realidades distintas. Puede percibir cosas que, tal vez, no estén ahí.
¿Ahí dónde? No me cree. No lo puede creer. Lo entiende pero no lo cree. Tal vez capta el sentido de las palabras, pero su cuerpo no lo acepta. Entonces se me ocurre una idea que creo genial. “¿Dónde está el agua, acá?”. Me indica el lugar exacto, y yo paso la mano por la pared a esa altura. Con la mano, que debería estar mojada si hubiera agua “real”, lo toco a él. Paso mi mano por su antebrazo, toco su hombro. “¿Sentís agua?” le pregunto, calculando que la vista puede engañarlo más fácil que el tacto. Que el tacto va a ser fiel a su descripción del mundo. Pero me dice que sí, siente agua.
En fin.
La “descripción de mundo” según le dice el Nagual Juan Matus a Castaneda, ese increíble personaje, Carlitos, cuyo intelecto no acepta lo que le dicen, y sin embargo se va transformando a lo largo de ocho o nueve libros, a espaldas de su propia razón, hasta convertirse en un brujo consumado al que solo le queda lanzarse hacia la libertad total; ese mundo en el que nos han hecho creer, explica el Nagual, puede suspenderse, deshabilitarse momentáneamente, mediante ejercicios de “no-hacer”. Según entiendo, lo que quiere decir es que este mundo, que se ha superpuesto al “otro mundo” (uno que es demasiado inconmensurable para vivir en él sin enloquecer) requiere que hagamos constantemente algo para sostenerlo. O sea, vivimos activamente sosteniendo la descripción del mundo que nos han dado para reemplazar al mundo. El no-hacer es juntamente no-hacer eso, no sostener la descripción. Ahí hay una pista para entender la conexión del no-hacer de Don Juan y Castaneda, y el no-hacer del taoísmo, el Wu wei. El taoísmo también parte de un diagnóstico aparente según el cuál el mundo “real” se ha perdido, el Camino ha sido entubado, está obstruido, hemos construido en dirección contraria, nos alejamos. Por eso, en ese mundo, el no-hacer (el del sabio que “nada hace y curiosamente nada le queda sin hacer”), es de alguna manera un des-hacer.
Creo que por eso la manera más poderosa de hackear el Inconsciente (esa fuerza de la naturaleza humana de potencia insospechada), es montar o desmontar hábitos. Cuando se logra imponer un hábito nuevo, por ejemplo, se mete mano en una maquinaria mucho más sofisticada que la que usamos en el día a día para tomar nuestras humildes decisiones conscientes. Y lo mismo cuando se abandona un hábito.
A mi me pasó, por ejemplo, cuando dejé de fumar, ¿se acuerdan? Hace unos diez capítulos, un poco más. Fue tan fuerte el hackeo del centro de cómputos que me convertí en otro. Se puede comprobar leyendo los episodios de esta novela. Sí, me convertí en padre, deje caer infinitos miedos, cambié la noche por el día, el arquetipo de la aventura en tierras lejanas por el de la comida en casa, encontré un oficio inesperado, etc., pero principalmente cambié el tono. Me cambió el fraseo. Digo yo, o sea, lo dice el yo de ahora. Vaya 1 a saber.
Fue desde ese no-hacer que logramos, finalmente, con los Levin Hermanos, sacar un disco. Siempre nos consideramos (o al menos yo nos consideré) un experimento de anarco-taoísmo. Durante muchos años nuestro wu-wei estuvo perfectamente ubicado en no hacer nada que no fuera necesario para que se haga ese hacer nuestro: tomar algo, cocinar y comer, conversar y sonar, vociferar las melodías que nos habitaban juntos, y listo. Los años siguieron pasando, y ese habitar conjunto se fue dificultando cada vez más. Con mucha paciencia, y mucho esmero en desarticular los embates de la neurosis (la neurosis es lo contrario al no-hacer, o sea: uno hace mucho, de todo, para que nada quede hecho); con suave-suave trabajo encontramos un camino para volver a encontrarnos de otra manera, dándole un lugar en el mundo a esas canciones. Dejamos de retenerlas. Creo que mañana mismo sale el disco en Spotify, mirá vos qué sincronía, como una suelta de palomas mensajeras con mensajes que ya no recordamos. Ahí lo pueden escuchar.
Pienso ahora que: tal vez es por esto que hay tantas bandas de hermanos (?).
Porque la música, si se le desmonta toda la parafernalia fantasmática de la fama, el estrellato, etc. es algo para hacer en casa. Una forma de compartir la casa. Con Lauri empezamos escribiendo canciones en la cocina grande de la casa familiar, cuando todavía vivíamos juntos ahí. Después se sumó Noya, y en una casa que se volvió nuestra tocábamos dentro del marco temporal de la cocción semanal de un guiso. Después nos quedamos sin cocinas. Cocinamos un disco. Esperen hipo-lectores a los próximos capítulos para ver en qué se convierte esta historia.
Tiene tanto potencial el vínculo de hermanos, ya sea de sangre o de vino, que si se lo despliega temporalmente en el linaje crea el vínculo del tío o la tía, que son los personajes más decisivos, radicales y transformadores que tiene la novela familiar, aunque hasta ahora casi nadie se haya a puesto a escribir novelas ni películas sobre este asunto.
Y ¡cuánto más poderosamente hermanas y hermanos se vuelven! cuando son las tías y los tíos de las hijas. Hermanos y hermanas de mi patria, en esta cocina se puede fundar todo movimiento: una editorial, una banda, una religión sin líderes.
Sospecho que la palabra “familia” es la que más ha cambiado de signo en lo que va de esta novela.
Por lo pronto, este
año, para no enojarme con Lauri y Noya cuando no están disponibles
para hacer música, tomé una decisión insólita, inesperada, y
totalmente revolucionaria para mis días: empecé a tomar clases de
guitarra. Es un modelo de decisión, ¿no? Buscar independencia para
poder volver al encuentro con otros sin tanta desesperación, sin esa
necesidad.
Fue muy difícil de encontrar ese paso, porque estaba demasiado cerca. Durante demasiados años estuve canturreando canciones encima de guitarras cada vez que sonaban cerca mío. Escucho música todos todos los días, todos los días le canto encima a las guitarras. Con Levin hermanos me familiaricé con el hecho musical, lo viví desde adentro a pesar de mi ignorancia técnica y conceptual, y de esa manera, renga y dependiente, llegué a componer música en grupo. Por qué me estaría vedada la música en la intimidad, en soledad, la música auto-suficiente, es un misterio. Tal vez, dice el robot narrador, la Inteligencia Artificial que todos llevamos dentro (¿toda la inteligencia es artificial, no?), en clave de bio-drama: desde chico, muchos de mis amigos tocaban la guitarra, casi todos mis amigos eran músicos de alguna manera o de otra; yo, en ese escenario, era el que no: era escritor. Mantuve ese personaje por décadas; la fuerza de mi amor por la música fue tanta que logré inventar un formato de “escritor que canta”, y empecé a cantar en casa, con mis hermanos. Con Lauri volvimos a vivir juntos por un tiempo en la adultez, en una casa en calle Troilo (lo dejo anotado para los amantes de las coincidencias); fue un momento crucial en la historia de Levín hermanos. También Noya vivió ahí una vez que se separó, también yo viví en casa de Noya una vez que me separé.
Siempre sentí una mezcla de envidia y vergüenza ajena por esa gente que, ya adulta, le llama “casa” a la casa en la que vivía con su familia de origen, que suele ser una casa que sigue existiendo y funcionando como tal. Como no tengo tal cosa, pero todos necesitamos una “casa” así, elaboré ese espacio simbólico y puedo llamar “casa” al lugar que estas personas tan cercanas me abren para caer muerto, cuando es necesario hacerlo. Ahí donde se muere para renacer. Porque la quietud es la matriz de todo movimiento, como dice Sicorsky, y lo dice justo cuando el que lo escucha está acostado en el piso, con los ojos cerrados, y no puede hacer nada para evitar que ese estribillo se convierta en una verdad en acción.
Fue muy difícil de encontrar ese paso, porque estaba demasiado cerca. Durante demasiados años estuve canturreando canciones encima de guitarras cada vez que sonaban cerca mío. Escucho música todos todos los días, todos los días le canto encima a las guitarras. Con Levin hermanos me familiaricé con el hecho musical, lo viví desde adentro a pesar de mi ignorancia técnica y conceptual, y de esa manera, renga y dependiente, llegué a componer música en grupo. Por qué me estaría vedada la música en la intimidad, en soledad, la música auto-suficiente, es un misterio. Tal vez, dice el robot narrador, la Inteligencia Artificial que todos llevamos dentro (¿toda la inteligencia es artificial, no?), en clave de bio-drama: desde chico, muchos de mis amigos tocaban la guitarra, casi todos mis amigos eran músicos de alguna manera o de otra; yo, en ese escenario, era el que no: era escritor. Mantuve ese personaje por décadas; la fuerza de mi amor por la música fue tanta que logré inventar un formato de “escritor que canta”, y empecé a cantar en casa, con mis hermanos. Con Lauri volvimos a vivir juntos por un tiempo en la adultez, en una casa en calle Troilo (lo dejo anotado para los amantes de las coincidencias); fue un momento crucial en la historia de Levín hermanos. También Noya vivió ahí una vez que se separó, también yo viví en casa de Noya una vez que me separé.
Siempre sentí una mezcla de envidia y vergüenza ajena por esa gente que, ya adulta, le llama “casa” a la casa en la que vivía con su familia de origen, que suele ser una casa que sigue existiendo y funcionando como tal. Como no tengo tal cosa, pero todos necesitamos una “casa” así, elaboré ese espacio simbólico y puedo llamar “casa” al lugar que estas personas tan cercanas me abren para caer muerto, cuando es necesario hacerlo. Ahí donde se muere para renacer. Porque la quietud es la matriz de todo movimiento, como dice Sicorsky, y lo dice justo cuando el que lo escucha está acostado en el piso, con los ojos cerrados, y no puede hacer nada para evitar que ese estribillo se convierta en una verdad en acción.
De todas las casa en
las que viví, esta de ahora (recién noto que este es el primer
capítulo que escribo acá, en este PH en Barracas), con sus
deformidades, sus goteras y humedades, sus puertas que no se abren ni
se cierran del todo, con su piso sinuoso, con sus fantasmas que me
visitan en pesadillas, que me hablan y me hacen hablar incluso antes
de quedarme dormido, cuando intento nombrar y renombrar la formación
de Newells para lograr conciliar la realidad y por lo tanto la
confianza en el mundo como para poder dormir…; con todo, es la
primera que se parece a una “casa” de esas, un espacio así,
mitológico, a donde imagino que se puede venir a caer quieto, donde
cualquiera de esta orquesta inestable que nos rodea puede venir a
echarse una siesta cuando necesite un paréntesis de eternidad, o una
buena matriz con la que reformular el movimiento que sigue.
Es solo una parecer, por supuesto, por encima está la cuestión de los aumentos del alquiler, el país, etc. etc.
¿El país?
Ja.
Es posible que el lector arqueológico, que viene a estas páginas dentro de un siglo, haya venido a este capítulo del 2024 para encontrar alguna referencia al “país”. La cosa pública, digamos, la política partidaria. Bueno, va a tener que agudizar el ingenio para entenderlo desde la omisión.
Solo voy a decir que hubo un momento en que pude pensar algo sin angustia, y fue cuando hice, me obligué a hacer, un ejercicio impactante: pensarlo sin mi opinión. Pensar ubicando las ideas de mi Yo como parte de un mapa más grande. Algo así: qué pasa si pienso en el país más allá de mis ideas, mi contexto cultural y económico, mi cultura política o ideologica o lo que sea; más allá, es decir, ubicándolo como una de las fuerzas en pugna en un cuerpo. El juego es este: pensar en “el país” como un cuerpo, y ponerle distintas fuerzas que lo tensionan. Ahí donde dos fuerzas antagónicas tironean, se produce la contractura. Después el anegamiento de la energía, la hinchazón, la enfermedad. Si por un segundo (no se asusten, se puede hacer el ejercicio un segundo y después cada uno vuelve a su Yo Mismo para seguir el día) intentamos pensar en un cuerpo que se enferma por esa relación entre las fuerzas, olvidando que una de las fuerzas es una opinión a la que 1 está identificado, ¿se podría pensar de otra manera? ¿Se podría imaginar una alternativa distinta, sorprendente? La idea sería, montados en la metáfora, pensar cómo curaríamos a este cuerpo. Pensar, por ejemplo, qué clase de cuerpo es ese, y si quiere sanarse. Cuando logré por unos segundos encajar ese ese espacio de la enunciación, sentí un cosquilleo poderoso en la consciencia, en la carne. Pero bueno, no dura mucho. Rápidamente vuelvo a mi YO retentivo, y me cuento el cuento: pocas semanas después del capítulo pasado fueron las elecciones que ganó el Presidente Actual, días después algunos aventuraron que pudo ser esa la causa del ACV de “el doctor”, por ejemplo. Teníamos que dejar el departamento en que vivíamos, habíamos pagado la seña por el único PH en alquiler en toda la parte sur de la ciudad antes de las elecciones, y supusimos que nos iban a cambiar el precio, y que tal vez no podríamos pagarlo. Afortunadamente la dueña de esta casa tuvo un gesto de nobleza y mantuvo el número aún después de un par de devaluaciones, y caídas todas las leyes que regían sobre la vida inmobiliaria. La señora, de todas formas, estaba contenta con el triunfo del Presidente Actual. Nos dijo, al firmar el contrato, que se necesitaba un cambio. Nos clavó de todas formas con la casa en obra durante un mes, pintores distraídos que olvidaron en el medio del patio un andamio durante un par de semanas; un día vino y casi se agarra a piñas con la vecina esquizoide del piso de arriba, pero finalmente nos hicimos amigos. Me contó que su tío, el que hizo la casa, trabajaba en el taller que yo uso ahora para escribir. Y que en el patio se juntaba con la familia y amigos, cocinaba, comían, tocaban el acordeón, bailaban.
En este mismo patio que me da la posibilidad de prender un fuego acá nomás, en el suelo,
¿es eso lo que arde?
Quemar carbones y leñas, y ahumar. Este año también fue que me entusiasmé con el tema del ahumado: investigué, hice un curso muy lindo, me compré un ahumador para mi cumpleaños, y esta tarde pienso ahumar unos pescados, unos cerdos y unos hongos para rellenar empanadas e invitarlas a los que vengan mañana a la presentación del disco. Así se cuela, como siempre (es el momento que algunos lectores hipotéticos están esperando), el día de hoy y se enrosca en el aire con el año que se encaja y se solapa con la vida toda. Ponele.
Todavía me queda hacer unas compras para eso, y antes también tengo que llevar a Sere a la pediatra. Aparentemente empiezan a surgir preguntas respecto de la pubertad, esa metamorfosis íntima de alcance masivo. Sí, ella no existía cuando empezó esta novela, y en este capítulo es mi hija de 10 años que se pregunta acerca del uso de desodorante. (Perdón por la indiscreción, Sere). “Cómo pasa el tiempo” podría ser el nombre de este proyecto si fuera un libro con un nombre. O sin tilde: “Como pasa el tiempo”.
Al verlo desde acá, al acelerar la velocidad de los procesos, se ve la naturaleza bailable de este fenómeno. Como cambian los cuerpos, como florecen y se marchitan en común, como una doble hélice de ADN. Es gracioso, parece incluso lindo.
Bailemos.
Porque hace unos pocos capítulos, hace pocas horas para el hipo-lector que lee un capítulo tras otro de corrido, yo era una personaje indescifrable, lleno de energía lanzada en ninguna dirección, pura vehemencia creativa sin editar, que decidió empezar esta aventura sin sentido, y hoy soy un señor, editor, padre de dos hijas, que se limpia los anteojos con un producto comprado en Farmacity antes de continuarla escribiendo.
Porque, esto no lo he dicho: ahora uso anteojos. Como cuando era chico. Recuerdan esa historia, probablemente, la debo haber contado en tres o cuatro capítulos previos, seguro. Yo tenía unos diez años, como Serena ahora. Vivía con la dificultad de tener que ir corriendo hasta el pizarrón, memorizar la frase entera, y volver a mi banco a escribirla, porque desde mi posición, desde ninguna posición en la clase, llegaba a ver absolutamente nada.
Mis padres no me creían, o no les parecía relevante.
Hasta que un día, en una pizzería… creo que esta parte la podemos cantar todos, a coro.
En una pizzería de Belgrano, empapelada con pósters de equipos de fútbol, mi papá me señala algo en la pared.
Yo no lo veo.
El insiste. Los ojos azules, no diría de paquete de Gitanes porque en esa época yo no había empezado a fumar. Pero era un color muy frío. Con la misma mirada helada con la que me paralizaba por completo cuando se enojaba, ahora me mira sin entender.
¿No ves eso?
Señala con un índice flaco, crujiente.
Tengo que acercarme a la pared.
No es agua cayendo, es un póster de Newells. Es reciente: es el que sacó el Gráfico por el título en la final contra Boca en 1991.
Ahora estamos en 1992, y no hay agua cayendo por la pared: lo que hay ahí, en cambio, es el plantel de Newells.
Lo que nombro y renombro antes de dormirme. Porque, como me dijo un chamán amigo y estaba en lo cierto, para aprender a dormir hay que estar despierto.
Ahí está La Realidad.
Eso que está ahí, ¿ves?
Dura un momento nomás.
Es solo una parecer, por supuesto, por encima está la cuestión de los aumentos del alquiler, el país, etc. etc.
¿El país?
Ja.
Es posible que el lector arqueológico, que viene a estas páginas dentro de un siglo, haya venido a este capítulo del 2024 para encontrar alguna referencia al “país”. La cosa pública, digamos, la política partidaria. Bueno, va a tener que agudizar el ingenio para entenderlo desde la omisión.
Solo voy a decir que hubo un momento en que pude pensar algo sin angustia, y fue cuando hice, me obligué a hacer, un ejercicio impactante: pensarlo sin mi opinión. Pensar ubicando las ideas de mi Yo como parte de un mapa más grande. Algo así: qué pasa si pienso en el país más allá de mis ideas, mi contexto cultural y económico, mi cultura política o ideologica o lo que sea; más allá, es decir, ubicándolo como una de las fuerzas en pugna en un cuerpo. El juego es este: pensar en “el país” como un cuerpo, y ponerle distintas fuerzas que lo tensionan. Ahí donde dos fuerzas antagónicas tironean, se produce la contractura. Después el anegamiento de la energía, la hinchazón, la enfermedad. Si por un segundo (no se asusten, se puede hacer el ejercicio un segundo y después cada uno vuelve a su Yo Mismo para seguir el día) intentamos pensar en un cuerpo que se enferma por esa relación entre las fuerzas, olvidando que una de las fuerzas es una opinión a la que 1 está identificado, ¿se podría pensar de otra manera? ¿Se podría imaginar una alternativa distinta, sorprendente? La idea sería, montados en la metáfora, pensar cómo curaríamos a este cuerpo. Pensar, por ejemplo, qué clase de cuerpo es ese, y si quiere sanarse. Cuando logré por unos segundos encajar ese ese espacio de la enunciación, sentí un cosquilleo poderoso en la consciencia, en la carne. Pero bueno, no dura mucho. Rápidamente vuelvo a mi YO retentivo, y me cuento el cuento: pocas semanas después del capítulo pasado fueron las elecciones que ganó el Presidente Actual, días después algunos aventuraron que pudo ser esa la causa del ACV de “el doctor”, por ejemplo. Teníamos que dejar el departamento en que vivíamos, habíamos pagado la seña por el único PH en alquiler en toda la parte sur de la ciudad antes de las elecciones, y supusimos que nos iban a cambiar el precio, y que tal vez no podríamos pagarlo. Afortunadamente la dueña de esta casa tuvo un gesto de nobleza y mantuvo el número aún después de un par de devaluaciones, y caídas todas las leyes que regían sobre la vida inmobiliaria. La señora, de todas formas, estaba contenta con el triunfo del Presidente Actual. Nos dijo, al firmar el contrato, que se necesitaba un cambio. Nos clavó de todas formas con la casa en obra durante un mes, pintores distraídos que olvidaron en el medio del patio un andamio durante un par de semanas; un día vino y casi se agarra a piñas con la vecina esquizoide del piso de arriba, pero finalmente nos hicimos amigos. Me contó que su tío, el que hizo la casa, trabajaba en el taller que yo uso ahora para escribir. Y que en el patio se juntaba con la familia y amigos, cocinaba, comían, tocaban el acordeón, bailaban.
En este mismo patio que me da la posibilidad de prender un fuego acá nomás, en el suelo,
¿es eso lo que arde?
Quemar carbones y leñas, y ahumar. Este año también fue que me entusiasmé con el tema del ahumado: investigué, hice un curso muy lindo, me compré un ahumador para mi cumpleaños, y esta tarde pienso ahumar unos pescados, unos cerdos y unos hongos para rellenar empanadas e invitarlas a los que vengan mañana a la presentación del disco. Así se cuela, como siempre (es el momento que algunos lectores hipotéticos están esperando), el día de hoy y se enrosca en el aire con el año que se encaja y se solapa con la vida toda. Ponele.
Todavía me queda hacer unas compras para eso, y antes también tengo que llevar a Sere a la pediatra. Aparentemente empiezan a surgir preguntas respecto de la pubertad, esa metamorfosis íntima de alcance masivo. Sí, ella no existía cuando empezó esta novela, y en este capítulo es mi hija de 10 años que se pregunta acerca del uso de desodorante. (Perdón por la indiscreción, Sere). “Cómo pasa el tiempo” podría ser el nombre de este proyecto si fuera un libro con un nombre. O sin tilde: “Como pasa el tiempo”.
Al verlo desde acá, al acelerar la velocidad de los procesos, se ve la naturaleza bailable de este fenómeno. Como cambian los cuerpos, como florecen y se marchitan en común, como una doble hélice de ADN. Es gracioso, parece incluso lindo.
Bailemos.
Porque hace unos pocos capítulos, hace pocas horas para el hipo-lector que lee un capítulo tras otro de corrido, yo era una personaje indescifrable, lleno de energía lanzada en ninguna dirección, pura vehemencia creativa sin editar, que decidió empezar esta aventura sin sentido, y hoy soy un señor, editor, padre de dos hijas, que se limpia los anteojos con un producto comprado en Farmacity antes de continuarla escribiendo.
Porque, esto no lo he dicho: ahora uso anteojos. Como cuando era chico. Recuerdan esa historia, probablemente, la debo haber contado en tres o cuatro capítulos previos, seguro. Yo tenía unos diez años, como Serena ahora. Vivía con la dificultad de tener que ir corriendo hasta el pizarrón, memorizar la frase entera, y volver a mi banco a escribirla, porque desde mi posición, desde ninguna posición en la clase, llegaba a ver absolutamente nada.
Mis padres no me creían, o no les parecía relevante.
Hasta que un día, en una pizzería… creo que esta parte la podemos cantar todos, a coro.
En una pizzería de Belgrano, empapelada con pósters de equipos de fútbol, mi papá me señala algo en la pared.
Yo no lo veo.
El insiste. Los ojos azules, no diría de paquete de Gitanes porque en esa época yo no había empezado a fumar. Pero era un color muy frío. Con la misma mirada helada con la que me paralizaba por completo cuando se enojaba, ahora me mira sin entender.
¿No ves eso?
Señala con un índice flaco, crujiente.
Tengo que acercarme a la pared.
No es agua cayendo, es un póster de Newells. Es reciente: es el que sacó el Gráfico por el título en la final contra Boca en 1991.
Ahora estamos en 1992, y no hay agua cayendo por la pared: lo que hay ahí, en cambio, es el plantel de Newells.
Lo que nombro y renombro antes de dormirme. Porque, como me dijo un chamán amigo y estaba en lo cierto, para aprender a dormir hay que estar despierto.
Ahí está La Realidad.
Eso que está ahí, ¿ves?
Dura un momento nomás.
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