Thursday, November 22, 2018
Una vez por año #11
Llovió, se
resolvieron las tensiones. La ventana está entreabierta, un vientito
mueve la lámpara. Igual, no la veo. Escribo suponiendo.
Jacinta llora, no
duerme.
No, ni no.
No, ni no, ni no,
ni…
Recién ahora me
puedo sentar, abocarme a esto. Es emocionante la sincronía de firmar
un contrato de alquiler e ir a ver la casa nueva, vacía, justo el
mismo día en que este texto tiene que escribirse. Es emocionante
pero inútil.
Una casa vacía es
el chispazo que enciende la mecha de mi máquina mental. Cuando
fuimos a ver este departamento por primera vez, y lo vi vacío, y al
rato pasé por cierto espacio cultural, y me mostraron una radio
vacía, me enteré: los espacios vacíos y su particular modo de
sugerir el futuro (el futuro imposible, todos los futuros posibles)
enciende la máquina de mi mente. La máquina bestial.
Hay que alimentar la
máquina, porque igual funciona. Devora todo lo que se le pone cerca,
especialmente problemas; si no le doy problemas genuinos,
importantes, sensatos, la máquina igual trabaja, mastica. Por eso,
es importante mantenerla ocupada con alimentos saludables, orgánicos.
Los espacios vacíos. Una casa vacía. La máquina se enciende.
Hay que volver al
presente. Esa es la batalla. La conquista del presente.
Eso lo sabía el
maestro. O supongo yo que lo sabía. Parece que este año se
van a empezar a publicar sus libros, los libros del maestro. Me han
dicho. Sin embargo, el año ya está terminando. Será el que viene,
tal vez. ¿Y el presente? Se escapa, como el suelo que se aleja en un
sueño. El presente es el suelo, eso parece claro. Al menos en mi
hologramática de la realidad. La máquina trabaja a la altura de la
cabeza, el futuro. El pasado se conjura cerca de la boca del
estómago. Un cuadro de múltiples entradas.
Tocado, averiado,
hundido.
El insecto se sacude
adentro de la lámpara, el ruido que hace debe ser estruendoso en sus
oídos.
Se cortó la luz.
Ahora mismo.
Justo cuando se
durmió Jacinta.
¿Y ahora? Durará
este texto lo que dure la batería de la computadora. O volverá la
luz.
Volvió.
Así no se puede,
escribir en tiempo real es imposible cuando la realidad va más
rápido que la escritura.
Esa es una de las
preguntas silenciosas que acecha a esta novela indolente.
Desde que dejé de
hacer balances a fin de año, mis años se balancean cada vez mejor.
Este año mío sería una delicia para el balance. El final de un
trabajo de mucho tiempo, el pago de una indemnización justa, la beca
para trabajar en el libro de los diarios personales de todos estos
años. Etcétera.
Interrupción.
Pensar en la cena. Eso es, la respiración de los días, el pulso de
la vida: ¿qué comemos hoy?
Nos preguntamos
nosotros, en casa, con un bebé que milita en el baby led weaning.
¿Qué comemos hoy?
Se lo pregunta el
insecto en la lámpara.
Por no meternos en
temas más escabrosos.
Hay grillos. Tal vez
vaya a extrañar el patio del piso de abajo, tan bien cuidado por la
señora. O no. No suelo extrañar.
El pulso, el
tartamudeo con signos encriptados, la sutil repetición. Hace algunos
años, hace algunos capítulos, estaba sentado en una mediación, con
monstruosos abogados, con la madre de Serena, solo, con las páginas
del tao te king, y la advertencia:
el verdadero
tao
no lucha;
por eso
vence.
Esta vez, estoy en
otra mediación, los abogados se ven más blandos, menos míticos.
Todo tiene otra textura. Ahora el que pide soy yo; lo hago con
cautela. El abogado de la empresa para la que trabajé en gris
durante unos siete años tiene un bolso deportivo. Ofrece un número
muy bajo. Hago tiempo, voy al baño. Espero a que otras fuerzas
trabajen. El abogado habla por teléfono con sus jefes, un buen rato;
trae una segunda propuesta. Esta vez no tengo el tao te king, tengo
mi cuadernito marrón donde escribo las consultas al I Ching. Releo
lo que me contestó esta mañana cuando le pregunté “¿qué tener
en cuenta al momento de un posible acuerdo con…?”.
Me respondió con el
hexagrama 54, “La muchacha que se casa”. Tercera y cuarta lineas
mutantes, para dar paso al hexagrama 11, “La Paz”. La primera
línea fuerte, la tercera, dice: “la muchacha que se casa, como
esclava. Se casa como concubina”. La siguiente, la cuarta: “La
muchacha que se casa prorroga el plazo. Un casamiento tardío llega a
su tiempo”.
Así que acepto la
segunda propuesta.
Les muestro el
cuaderno, les explico las razones de mi decisión. La mediadora se
interesa en el I Ching. “Mi” abogada repara en una coincidencia
numérica. El abogado de la empresa, satisfecho, levanta su bolso
deportivo y sale a paso veloz. Es viernes, son las cinco de la tarde.
Ahora escribo un
poco acá y un poco por wathsapp, reflexiono con algunos amigos sobre
asuntos bio-futbolísticos. La capacidad/necesidad de resolver varias
líneas de dialogo simultáneas parece estar volviéndose una especie
de adicción.
Las cosas que pasan
en el verano llegan a este texto como si hubieran estado desde
siempre acá. Como Jacinta. Ella nació este año. En el capítulo
pasado no estaba de este lado.
No parece ser
posible.
Fue en enero, aquel
día.
Yo era tan joven.
Terminé toda una
serie de trabajos que estuve adelantando durante unas semanas para
llegar sin demasiadas ocupaciones al momento del nacimiento. Eran las
tres de la tarde cuando descubrí que había terminado de hacer todo.
Una sensación de calma muy exótica, un vacío reversible... Así
que, por supuesto, decidí ir a comprar unas cervezas. Para gozar de
esa pausa insólita. Lo decidí antes de hacerlo. Lo avisé. Me puse
las sandalias y Jime me dijo que estaba sintiendo algo como una
contracción. Bueno, veamos, hay tiempo. Volví del supermercado y
seguían las contracciones, rítmicas. Estaba en marcha.
La sensación es la
de haber llegado a la cima del tobogán y no saber cómo ir para
delante ni para atrás. Creer que no te animás, sin embargo vas a
tener que hacerlo.
Vas a tener que
hacerlo, aún sin animarte.
Es una sensación
única. Eso me pasó una vez cuando era chico, en un tobogán con
forma de robot, en el parque del pato Sirirí, en Paraná. Hace pocos
días mis hermanas y mi madre estuvieron allá y me mandaron las
fotos desde adentro del robot, recreando la situación mítica. No me
animaba a tirarme por el tobogán (uno de los larguísimos,
interminables brazos del robot), ni a volver hacia abajo. Los nenes
que venía atrás mío me presionaban. Dale, movete. Tirate o bajá,
hacé algo. No podía. No pude. No sé qué pasó, no recuerdo cómo
terminó la escena. Tal vez me evaporé.
Esa es la sensación
de un parto en marcha. No me animo, no entiendo qué es lo que está
por pasar, pero dentro de poco, muy poco, uno siglo o dos, va a haber
pasado, va a ser presente. Y entonces no nos vamos a acordar de cómo
era la vida antes.
Cuando el maestro habla de la conquista del presente lo pone en acción, al
menos en su librito hermoso y simplísimo, apenas ilustrado, llamado
“Los duermevela”, con la posibilidad de dormir, o ayudar a
dormir, o acompañar la entrada en el sueño de un bebé. Y tiene
razón. Las bebés son máquinas de presente. Se trata de estar o
reventar. Así fue como, con Jacinta, volvieron las madrugadas. Ese
instante sagrado, ese trance. Caminar por la casa a oscuras, con
cierto ritmo, escuchando su respiración, acoplar la caminata al
ritmo de su respiración, ir percibiendo la entrega de su tono
muscular, aflojar también, dejar que las palabras se suelten,
componer himnos sin letra que se desprenden y quedan flotando en el
aire, aún cuando ella se durmió, y yo también.
Esos mismos himnos
que le susurraba a Serena, casi iguales y muy distintos, al momento
de dormir, esas siestas de la plaza, esas comuniones en las plazas,
ese hilo, un hilo, unilo conductor.
Recuperar la
madrugada, ¿será exagerado hablar de sentir la vibración secreta
de las cosas? Irse a dormir, despegarse el cuerpo como un sticker
viejo, hablar por un instante con el bicho peludo, pulgoso y en
silencio que te dice algo incomprensible (por demasiado comprensible)
sobre la muerte, te habla de la muerte y te da un besito pegajoso al
final…; a dormir.
Al otro día, al
despertar, como si nada hubiera pasado, empezar el juego otra vez: el
juego de dirigir, de calcular, de perder y ganar, actuar. En el
sentido físico y en el sentido dramático: actuar.
Todos los años me
sorprendo por la cercanía de la fecha de este texto y la llegada de
diciembre, el mes de la fiesta del hartazgo, el mes de la
insurrección callejera y el aroma dulce de los jazmines. Alguna vez
haré algo con ese poema. Tal vez leerlo.
2018 fue el año de
la agenda. Ingeniería de agenda. Insoportable. Cronopolítica.
Importante, pero desgastante. La guerra de las agendas. Así es como
las gentes de este mundo conciliamos la existencia: a futuro,
calculando cuánto le debemos al banco por dejarnos ser lo que
querríamos. El banco es la agenda de las agendas. O: la agenda es el
banco de tiempo. Está también el casino de las agendas. ¿Dónde
está?
Me refiero a la
agenda en su función de distribución temporal, no de la
administración de contactos. Me pregunto, a esta hora: ¿Qué hay
que agregarle a una agenda para que se convierta en una novela?
¿Explicaciones? ¿Argumentos? ¿Conectores?
¿Por qué querría
alguien escribir una novela?
¿Hay gente que
colecciona agendas ajenas de años pasados? Ese sería un buen
argumento para una novela que se cuestione acerca de los problemas de
la cronopolítica.
Y curiosamente en la
agenda aparece un llamado, una trampa. Miro la agenda y me encuentro,
obviamente, con el 22 de noviembre. Este año hice una pequeña
triquiñuela: me anoté algo para hoy. Para tener a mano. Dice: La
noche en el arroyo, Juan L. Ortiz. Ahora me acuerdo, lo anoté
escuchando un teisho de Alberto Silva, una mañana con Jacinta,
ganando el piso. Silva cita este texto. Lo voy a buscar.
De los pocos libros
que tengo en casa, muy pocos están acá, al lado, en el escritorio.
Por las dudas.
Pero no lo encuentro
en el libro. Lo busco y lo encuentro en internet. Transcribo, de
todos modos, letra por letra.
Infinito,
Noviembre, tiembla, tiembla en el agua.
Escucháis la voz
de la noche?
De qué es la voz
de la noche?
Es de agua o es
de flor?
Es de flor y de
agua a la vez
Hagamos un
silencio como el de las orillas oscuras
para escuchar
esta voz innumerable y tenue.
Seamos vagas
orillas de silencio inclinado
o los oídos de
la misma noche
abiertos a qué
hálito de flor y de agua juntos?
En algún momento
del año, creo que cuando descubrí que me podía bajar libros de
Juanele para leer en el kindle, y así me reencontré con Juanele
(por la posibilidad de leerlo en “libritos” y no en el librote de
sus obras completas) inventé el siguiente método de meditación:
transcribir sus poemas. Tuve la idea de transcribir, leyendo y
pasando a la compu, todos y cada uno de sus libros, y después
imprimirlos, libro por libro, para volver a leerlos así. Por
supuesto, no llegué tan lejos, pero transcribí algunos poemas. Una
sensación fascinante. Lo recomiendo. Y también fue fascinante la
sensación de imaginarme pasando el resto de mi vida dedicado a esa
tarea. Duró unos días, pero fue intenso. Viví ahí, en esa idea,
con cuerpo y todo. Viví ahí adentro, vibrando, como el insecto este
sin nombre en la lámpara.
Rikitititic,
rikitititic.
Así como la máquina
letal de mi mente se alimenta de problemas, el bicho pulgoso que me
acecha por las noches para hablarme de la muerte se alimenta de
comodidad.
Y las cosas se han
acomodado bastante, últimamente.
Ahora, pensar en una
casa con patio, balcón. Ir soltando los últimos abrojos de batalla
con la madre de Serena, elegir trabajos alegres, o más o menos
interesantes. Quién diría, leyendo estos capítulos. Una
recuperación meteórica. Del capítulo en que vivía en una
habitación con paredes de humedad al monoambiente, a este
departamento con Jimena, a… bueno, lo que viene ahora. No es
cuestión de exagerar. Pero qué se vendrá ahora…
Qué terremoto se
estará gestando en silencio.
No sé si es lo
mejor, si es lo más feliz… pero es terriblemente interesante. Todo
esto.
Pensando en términos
de la novela de la vida, donde confiamos a pleno en la ficción de la
identidad y demás, me gustaría comunicarme, desde acá, con la
versión de mí que leerá este capítulo, tal vez, dentro de 20
años, por ejemplo.
Le contaría, por
ejemplo, que este año, el año que en nació Jacinta, el año en que
Serena se convirtió en hermana mayor, este año fue también el de
la vuelta de “la radio”. De crear para la voz y los sonidos. De
imaginar, más allá de la literatura y su fama de bella causa
perdida, un placer creativo vinculado al trabajo que me remonta a
aquellas tardes de la primera infancia en las que me encerraba
durante horas a inventar y al mismo tiempo transmitir partidos de
fútbol. Recuperar la voz. Dejar de sacudirme entre los gritos y el
silencio. Encontrar la voz, el tono.
El tono que, por
ejemplo, no encontré en este párrafo para comunicarme con mi
futuro. Vamos por otro lado.
¿Es cierto que este
verano voy a irme unos días… de vacaciones? ¿Realmente? ¿Como
qué, como un señor? ¿Un señor que calcula, y especula, y dedica
esfuerzos y busca placeres? ¿Voy a ser el padre de las personas que
encuentren su pesadilla realizada alrededor del ruido de la heladera
por la noche en una casa desconocida?
¿Qué es lo que
pasa?
Lo que pasa.
Es curioso, eso de
que lo que sucede se llama “lo que pasa”.
Es como nombrar a un
hecho por su sombra.
Finalmente, el
sacrificio. El sacrificio es una forma radical de la negociación.
Hay algo sagrado en
la negociación. Poner el cuerpo acá, recuperar el mundo allá. Por
ejemplo, desde que me desvivo cotidianamente en pequeñas tareas de
mantenimiento de ensamblaje familiar, me encuentro cada vez más con
instantes eternos, de profunda delicia. La densidad incomparable de
una siesta de un minuto y medio con el ventilador apuntando a la
cara, el jolgorio invisible de estar en el subte y olvidar, por tres
segundos, a dónde estoy yendo. Las ganas de llorar al mirar por la
ventana, a la madrugada, el modo preciso en que se mueven las cosas.
Dar la batalla por
la normalidad, a cambio de estos pequeños cositos de existencia
pura.
Las diversas
negociaciones tienen distintas temporalidades. Es bueno conocer y
tener a mano, también, esas prácticas que reportan la dicha
inmediata junto a otro (no se me escapa que los ejemplos del párrafo
anterior son todos realizables en soledad).
Componer y analizar
vermuts en casa de Noya, improvisar poemas a los árboles con Sere,
imaginar con Jime el modo de emplear los espacios vacíos (la cena,
la casa, el año -no está de más pensar la potencialidad de una
pareja desde la idea de los espacios vacíos-), son ejercicios de
efecto placentero inmediato. No habría que quedar demasiado lejos de
ahí.
Una charla sobre
nada y unos masajes en lo de Sicrosky, leer a Juanele cuando todos
duermen. Apoyar la punta de mi
nariz en la punta de la nariz de Jacinta.
Una copa de vino
rico.
Dicho sea de paso,
este año decidí dedicarme al vino, de manera constante y
consecuente. Por el momento mi decisión no generó ningún
movimiento novedoso, pero ahora tomo mejor. Con mayor conciencia:
entiendo de qué se trata; se trata de volverse parte del paisaje.
Cada día, cada vez. Eso lo dijimos el año pasado. Y todavía lo
escucho, cada día lo escucho.
Esto es ahora como
un diario de almohada, la almohada del año.
Es alejarse, tal
vez, de lo novelesco.
Vaya uno a saber.
Hay años y años.
No sé.
No entiendo del todo
cómo hemos llegado hasta acá, pero se ve que así tenía que ser.
Como dice Sere que
le dicen en el jardín:
Lo que toca,
toca
Es la suerte
loca
No hay que llorar
ni enojarse.
Eso es.
Hasta
el año que viene.
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