Monday, November 23, 2015

Una vez por año #8

8

Es mejor escribir en capas.
Ayer el texto empezaba así:
Apretar botones. Hacerlos hablar. Que digan lo que saben, los delatores:
que una palabra es – también
una canción robótica,
percutida pero arrítmica,
 sensorial          sensible.
Apretar botones, salir.
Una vez más: había una vez - más.

Aunque parezca raro: lo peor halló pasado.
Entre el texto anterior y este, entre el último capítulo y el siguiente, pasó algo de lo peor. Algo que se puede llamar así. El peor escenario con los peores actores, en un solo intervalo.

Debería hablar de hoy, contar mi vida desde hoy, establecer el código narrativo de este día largo. Es una pregunta, aunque sin signos. Es un ejercicio que hemos ejercitado con los participantes del taller de estrategias vitales. Ellos contestan, lo han hecho.
Escribo por capas. Recuerdo anotaciones en un pizarrón.
El pensamiento es una forma del dolor que la escritura alivia.
La escritura como un aliviador, en el sentido, al menos, hidrográfico.

No quiero hablar de mí, con datos e información. Esta vez quiero intentar otra cosa pero no sé si puedo.
Diría, me haría acordar de que: la escritura, como régimen de efectos, es una herramienta valiosísima para la investigación acerca de lo que se puede. ¿Podré?

La verdad: tengo miedo. Por un lado, cierto temor; por otro: miedo puro.
Qué decir, cómo callar. Y, especialmente, para qué.
Y el poema: un sistema de silencios, mucho más que una receta formal.
Pensar que alguna vez escribí novelas.
(Esto no empieza más).

Hoy, con Serena en la terraza. Le tiene miedo a la mariposa, asusta a un gato gordo. Nos abrazamos, me palmea la espalda. Todas las cosas de mi casa quedan teñidas por su gestualidad – a salvo.
Ella y su juego con las puertas, en el tono de Ponge cuando compadece a los reyes porque “no tocan las puertas. No conocen esa felicidad: empujar hacia delante con suavidad  o bruscamente uno de esos grandes paneles familiares, volverse hacia él para devolverlo a su lugar –tener en brazos una puerta.”
Así es la atención al derrotero creador de un bebé sabio: la posibilidad de volver a las cosas sin mediación, de rejuvenecimiento súbito del vínculo con cada cosa y cada palabra que intenta nombrar la cosa y no puede más que arrinconarla, asediarla –hasta encontrar algo indecible, lo bebé de la cosa.

Llorar un rato, en una habitación rota, que es el mapa de una vida.
La pared descascarada, información de vigas maestras, humedadecimiento, mundo marino. Sin autocompasión, sin autocelebración, ese es el desafío: solo conexiones, caminos, poemas. Sin jerarquizar. A lo sumo un poco de vino.
Es húmedo este pantano: cuando vengo a escribir de madrugada tengo que sacar los caracoles de arriba del teclado. Ponge, otra vez, dice que los caracoles son santos: “…en que obedecen precisamente a su naturaleza”.
“En su obra no hay nada exterior a ellos, a su obligación, a su necesidad. Nada desproporcionado, por lo demás, a su ser físico”.

Caracoles, silencio, repeticiones, dolor. Votar a Scioli para perder con macri (¿era necesario?): el peor escenario con los peores actores. Las metáforas, analogías, homologaciones, metonimias, desplazamientos, fábulas, por ahora pueden irse a pasear.

Tengo la lengua en los dedos, y me da miedo soltarla. Me temo. Que.

¿Se entiende? ¿Se escucha? ¿Se siente?
Probar sonido, como cada vez, probar sonido, imagen, lengua, biografía muscular. Desperezar: así se empieza, así se pasa de un año de quietud a un capítulo de movimiento. Como el mármol del umbral de esta casa, partido por la fuerza de la raíz de un árbol: cómo la fuerza no necesita en absoluto de la aceleración para operar.

Escribir apenas para extender el campo de la presencia. Escribo diarios, todo el tiempo, sin parar ni para escribir, y hay cosas, sin embargo, que se resisten, que se demuestran imponentes en su inescritura: como aquella tarde.

Me gustaría terminar este texto pronto, sin alardes, sintetizando sus componentes activos y metabolizándolos. El hígado es cribe (según RAE: “Someter a una selección rigurosa un conjunto de personas o cosas.

En una plaza del microcentro, ella duerme en su pequeño coche: la miro, no pasa nada. Son sólo un par de horas en el centro, sin centro, sin casa, sin nada, sólo dos horas para dar vueltas con un bebé en un cochecito, por el centro, plazas llenas, vendedores ambulando… ella, sabia, se duerme, serena.
La palabra es: desolación. O bien: intemperie.
Papá la mira, no debe dormir, no ha comido en todo el día, viene de un trabajo nuevo y más tarde tiene una primera clase de taller… Dos horas en el microcentro, ella dormida y él micro sentado, con frío, sintiendo el pasto húmedo, cuidando, contracturando, para qué. No hay más, no se puede más. La humillación, el sometimiento a una ley insensata, el budismo forzado como estrategia contra un poder abusivo y gozador, demasiado; todo coagula en el relato impotente, la rabia se excede, se satura, y de pronto el silencio.

Importante: no identificarse a los procesos mentales. 1 no es exactamente eso que está pensando, y que pareciera no poder parar de pensar. La máquina. Lo dice Gurdjeff, o Nestor Sanchez, o Baigorria.
Cuántos nuevos amigos de esos, este año. Poder hablar de artes marciales, poder hablar de feminismo, poder hablar del I ching, de la escritura, de la locura, de las canciones. Hasta no tener nada que decir, y vivir cada vez en lo que puede ser dicho.
Buscando una palabra que pueda ser dicha.
Volvamos a la plaza microcéntrica: la vida en el mundo se ha vuelto un dolor de cabeza sin precedentes. Si uno fuera terrorista… pero uno justo es el mundo civilizado intentando demostrar el poder de la razón, qué cagada que nos haya tocado esto y no lo otro.

Odiamos el centro.
Siempre los otros son hegemónicos, siempre nosotros minoritarios.
Curioso.

Y ahora, que hemos perdido por completo, y casi nada tenemos por perder, agárrense: ahora no queda otra. Escribir para sobrevivir, biopolítica para sobrevivir.
Como hacen los padres en las plazas.

Dura un segundo: pienso que podría abandonarlo todo. Nunca lo había sentido así, y ahora lo percibo como una iluminación:: podría de veras fugarme, soltar amarras definitivas con cada una de las cosas que me enganchan al mundo, puedo, lo estoy viendo, las palabras me atan y me puedo desatar: abandonar, todo, con los ojos cerrados miro para dentro y veo un camino interminable de fuga, de des-sujetamiento, puedo llegar a faltar, ahora lo sé.
( )
Dura un segundo.
No obstante, algo queda. Porque al rato tengo un calambre en una pierna, y en lugar de sufrirlo como dolor de pierna lo percibo desde afuera. Me parece información, me parece interesante. A alguien le está pasando esto, y el hecho de que justo ese alguien sea yo… no resulta importante, ni menos justo.

Porque YO es uno solo, pero repetible: hay otros, equivalentes, equidistantes, se los puede leer, acá y allá, como las luces de un árbol de navidad:
Se encienden, se apagan
Los padres de las plazas.

El Tao te king es un libro que se debe usar cuando ha comenzado la vida real. Antes es… peligrosamente inocuo. La vida real es esto: saber que un odio así no es algo de todos los días, no es desperdiciable.
No obstante: conocer el funcionamiento de un sistema es muy parecido a obedecer. Pero no es lo mismo.

Si quieren pararlos
¡Los van a tener que matar!

Durante todo este año, más aún durante los peores momentos, pensé en esta instancia de escritura capitular, pensé en capitular. Que iba a ser demasiado. Que no iba a saber callar, y entonces no iba a poder decir, qué horror.

Y aceptando que tenía dentro de mi caja de herramientas la posibilidad de fugarme de una vez por todas, de una vez y para siempre, etcétera, supe que no lo iba a hacer, por una única y simplísima razón. Que parece una locura, una sinrazón, que no se parece a nada y mucho menos es. Por mi pivote único, unilateral: algo mucho más importante, denso, potente, repetitivo, lúdico y enseñante que aquello otro llamado amor: es una suerte de principio inalienable de realidad, una estabilidad enloquecida. Esa presencia tiene en mi vida  una potencia que no puedo creer, que no requiere de fe: es, y al mismo tiempo, es reventar. No discute ni se compara con nada. ¿Por qué? Porque a veces existe el principio de “por qué no”. No siempre.
Amor sí, macri no, dicen los chicos que no saben de amor, que no saben que el amor es una guerra de miembros mutilados y cuerpos enlazados, un cuerpo mitológico de dos mitades derechas; el amor ES macri: la mitología que allana el camino a todos los abusos. No es cierto, no es así: el psicoanálisis, la moral de la interpretación, el cuidado incondicional de la lengua de Lacan, el sicario intelectual de patriarcado, es una máquina institucional de dolor.

Los padres de las plazas son aquellos monstruos raros, algunos con rastas, otros vestidos de oficinistas o de obreros de la construcción, hipsters o metaleros, cada uno igual a sí mismo: ni infantilizados ni feminizados a la fuerza, quiero decir, ninguno creyendo que ser papá, ser la compañía papá de su hijo, implica un disfraz, un sometimiento a una fuerza externa, ajena, alienada.
Como los caracoles. Esa es la obra.
Los padres de las plazas andan en horarios imposibles por calles abandonadas, hasta llegar a los juegos necesarios, a esos espacios de la vía pública que permiten un alivio, un descanso único. Y ahí son, ellos enlazados de manera única, final e inevitable, con sus hijos. No tienen hijos, no entretienen hijos: los padres de las plazas se disuelven y se vuelven con sus hijos una singularidad fundante, luminosa. En la que, como en la danza de roles intercambiables entre las palabras y las cosas, no hay un amo y otro esclavo.
Los padres de las plazas están de parte de las cosas.
Allí late el germen mutante del anarco taoísmo.
Bajo el sol de la siesta, en la lluvia del otoño, durante el partido de argentina o el riverboca, en medio de un balotaje, a la hora de los saqueos o a la de tinelli: la calle queda libre y ellos, los padres de las plazas, emergen en toda su incomprensible e imposible prestancia, algo heroica pero más o menos, siempre perdedores y humillados, potentes y en pie de guerra para la delicada batalla del cariño eterno.
Los padres de las plazas.
Ahí están, ¿los ven?
Cada uno es diferente, único, pero todos tienen algo que los conecta, que no se puede definir ni describir.
Miralo a ese: empuja la hamaca. El hijo se va, retrocede en su campo visual, se aleja, y: mirá la mirada de papá, se nota que cree, siente, entiende, que no sabe si su hijo va a volver, y sin embargo disfruta de ese viaje infantil, ensoñado; pone todo de sí para dejar de ser él, para saber algo más de lo que significa alejarse y acercarse, y ahora de vuelta, acá esta, el bebé mirándolo, siendo todo presente. Y a pesar de haber sufrido como un condenado 
(lo está), 
a pesar de saber que esa distancia es fuente de pesar, vuelve a empujar. Vuelve a empujar. Vuelve a empujar. Vuelve a pesar: todo pesa, todo pasa.
Y su hijo se aleja, y vuelve, se aleja y vuelve.
Ellos, los hijos, a veces lloran, ríen; como bebés, o como los padres de las plazas.

Después del estallido o la disolución-desilusión de la intimidad familiar, la relación de un padre y un hijo pasa de lo privado a lo social, y en muchos casos, de derrota inexpugnable, ese movimiento implica un pasaje equivalente de lo íntimo a lo público: así, la relación de un padre y un hijo no encuentra más marco que una plaza. Porque, en realidad, expulsado o impedido de cualquier marco (hasta a veces mediante el uso de la fuerza, como la fuerza que radica en toda puerta cerrada), los padres de las plazas encuentran en la vía pública el único escenario posible para una relación petardeada por enemigos internos, públicos, jurídicos, históricos, mitológicos, culturales.
Esto es así: el patriarcado necesita padres que ganen plata y organicen familias  imponiendo y distribuyendo límites y distancias entre los cuerpos (el rol, la función, como reza la épica lacaniana). Cuando un padre quiere poner el cuerpo en la crianza de su hijo, cuando se aparta de esa manera de la funcionalidad que le otorga/pide la sociedad…; entonces el patriarcado descarga sobre él su desprecio totalitario mediante sus ocasionales representantes.

Es triste. Pero los padres de las plazas, al menos según lo que se puede ver en la calle cada día, no crecen en esa tristeza. Invaden la calle como hongos, con un canto silencioso, y acá y allá se miran en los ojos de sus hijos y…
No habría que romantizar, ni exagerar las virtudes de los que queremos, de los nuestros. Ni parodia ni apología, intentémoslo.

Pero es que 1 llega a sentirse solo.

Pican los mosquitos en los tobillos, macri presidente.

Pienso en todas las veces que en este año me sentí extraordinariamente solo -como dirigido por una máquina de palabras ajenas. Y recuerdo esos momentos luminosos en que me descubrí de pronto acompañado. Esa sensación exactamente contraria a la de sentir la muerte en el cuerpo, esa de querer salir a correr y festejar sin palabras.
Por ejemplo, cuando me pasaron este fragmento de un texto de V. Despentes.
Del mismo modo, las mujeres ganaríamos pensando mejor en las ventajas del acceso de los hombres a una paternidad activa, más que aprovecharse del poder que les confiere políticamente la exaltación del instinto maternal. La mirada del padre sobre el niño constituye una revolución en potencia. Los padres pueden hacer saber a sus hijas que ellas tienen una existencia propia, fuera del mercado de la seducción, que poseen fuerza física, espíritu emprendedor e independiente, y pueden valorarlas por esta fuerza sin miedo a un castigo inmanente.

En el espejo tengo algunas canas en la barba y una mirada ancestral, inexplicable. Me miro y no me entiendo. Fuera del espejo, me pregunto si el triunfo del mal no es, una vez más, la excusa perfecta: si un resultado electoral te pone tan mal, entonces tal vez sea el tiempo de ponerte, en serio, a actuar. A consistir. Será cuestión de pensar dónde y cómo.

Ay, ay, los padres de las plazas, en la vía pública. Una intimidad que solo puede desplegarse a la vista -y bajo el juicio- de todos. Los padres de las plazas tienen una belleza inexplicable. Son la causa demasiado perdida, que no puede perder un día más.
Las canciones de este dolor son únicas, irrepetibles, y todos los padres de las plazas son, de algún modo, compañeros.
Valga decir: los padres que miran su celular sin parar mientras esperan que sus hijos no se accidenten y en la medida de lo posible se duerman, no son los padres de las plazas. Los padres de las plazas no miran el celular cuando están con sus hijos: no se trata de una moral sino de una política del tiempo y la presencia. Los padres de las plazas no gozan prohibiendo, investigan. Los padres de las plazas no se vengan, no conspiran, no se imponen, no extorsionan, no se jactan de sus hijos ni jamás se “ponen orgullosos” (porque no son suyos sino que son con ellos –y porque no tienen tiempo).
Los padres de las plazas son una conquista del espacio, están a la vanguardia de la carrera espacial.

Ahí vienen, te abrazan
Los padres de las plazas
Si quieren pararlos
Los van a tener que matar

También están, es cierto, los abogados.
La idea de “abogados culturales” es tan oximorónica como la de “inteligencia militar”. La de abogados familiares abreva en la tradición de lo siniestro.  

Los padres de las plazas son poemas que se desgranan y despliegan en lenguas entrecruzadas de la ciudad.
Los ves.
Avanzan.
Sus miradas son dulces, sus abrazos sinceros: esos niños están siendo tan sinceramente abrazados que podría esperarse de ellos una revolución. Los padres de las plazas, que por supuesto al mismo tiempo trabajan y sostienen, y se fugan y cantan pero siempre ahí, aguantan; los padres de las plazas no refunfuñan, no se quejan, no se disfrazan, no reclaman, no se distraen con ofertas ni con pedidos, no reciben ni dan piropos, no se asustan cuando sus hijos saludan a los otros invisibles: los linyeras, los pibes chorros y todo tipo de sensibilidad ambulatoria; los padres de las plazas… etcétera.

¿Termina así?



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