Wednesday, November 23, 2022

Una vez por año, 15

 Recién escribí en un chat con amigos que leen esta novela y esperan el capítulo del año:

Se me está resistiendo, esta vez.

Nunca me había costado tanto, creo.

Y no quiero caer en la tentación de escribir sobre cuánto o por qué me cuesta.

Esto lo escribo hoy, ya 23 de noviembre.

Ayer había empezado así:

No tengo la menor idea de cómo hacer esto. Me pusieron el Mundial, que de por sí es una gran cápsula del tiempo, el metrónomo de la temporalidad social y colectiva del país, alrededor de esta pequeña y humilde colección de cápsulas temporales, y este capítulo quedó acá, incómodo, encerrado,  y se produce este juego de ecos tan extraño…

Así, me cuesta encontrar el tono.

Salir de la emoción del día, la derrota sorpresiva contra los árabes saudíes, que el lector del futuro sabrá si significó la decepción del regreso en primera ronda o no (o, quien sabe, el anecdótico mal paso antes de una gesta épica, memorable…) Salir de hoy para entrar en el año, ese remolino. Capturar el año, en realidad, como pescar un mosquito en una nube; y a la vez salir del año para entrar en temporalidades más grandes, inexactas, imprudentes.

Pero que justo hoy 22 de noviembre haya caído el debut de Argentina en el Mundial, del único Mundial que se juega a fin de año y no a la mitad, es claramente una broma de mal gusto.

¿Pero por qué? Si el fútbol, y más aún los mundiales, sirven para jugar a este juego, ya han sido partícipes de capítulos anteriores (intuyo, no lo compruebo, mantengo el juego añadido al juego de no releer mi vida antes de escribir el capítulo del año).

Hace dos días empezó el Mundial. Esa mañana de domingo nos despertamos temprano con Sere y la llevé a la casa de su madre. Eso no sería ninguna novedad, nada digno de mención, salvo que: la llevé en auto. Por primera vez. Sin copiloto adulto ayudando y guiando, solo ella y yo. Ella, que nació el día de la inauguración del Mundial 2014, esa tarde en que Brasil empató con un equipo de los Balcanes. Ese día de 2014 yo no creía que fuera a aprender a manejar nunca en mi vida. Tenía 32 años recién cumplidos, y estaba seguro de que el manejo no sería algo que fuera a experimentar en mi vida. Sabía que el tener una hija me iba a llevar, en algunos momentos, a maldecir esa incapacidad, pero la creía a tal punto una incapacidad, una limitación constitutiva, que no podía pensar más allá.

Varios hitos sostenían esa narrativa: allá por la pubertad, mi padre, durante las vacaciones de verano, intentó enseñarme, pero me negué con el aplomo de quien conoce su destino. No puedo rastrear fácil esa convicción, de dónde venía, cómo fue que se ubicó de manera tan firme desde tan temprano. Nunca me gustaron los autos, estéticamente, como tampoco me gustaron nunca las zapatillas.

Antes aún de tener edad para sacar el registro y conducir, yo ya había resuelto que era un no-conductor, peatón puro. A esa decisión tácita, no enunciada ni compartida con nadie, le siguieron años de sueños y pesadillas abundantes donde el manejar el auto era protagonista. Ese sueño de descubrir, de pronto, en mitad de la calle, en medio de un viaje, que uno está a cargo del auto, pero no sabe manejar. Ese sueño reversionado, una y otra vez, infinitas veces.

Después hubo que sumarle el hecho de que me descubrí escritor: era entonces un artista, un ser sensible, del mundo de las ideas, y quería vivir de otra manera, en otro estado. Así, sin darme cuenta, la posibilidad de manejar alguna vez fue borrándose del horizonte hasta desaparecer por completo. Después, como si hiciera falta más, el día en que me atropelló un auto, meses antes del Mundial 2002, quedé exiliado para siempre del universo de los automovilistas. Ellos, seres híbridos humano-máquina, pasaron a ser los enemigos. Como por una súbita y quirúrgica intervención en mi percepción, desaparecieron las personas de adentro de los autos; los autos pasaron a manejarse solos, con un tipo de intencionalidad absolutamente alejada del mundo humano, impredecible, brutal.

  

Hay algo que no funciona: ¿qué clase de recorte es este? ¿Me paro en el presente y acumulo hechos que me trajeron hasta acá? ¿Y cómo puedo saber que es este el final de ese recorte? ¿Con qué autoridad? ¿Para lograr qué? ¿Y si dentro de unos capítulos muero en un accidente de tránsito, o atropello y mato a un peatón? Es audaz la tentativa de imponer un recorte que supone que esta historia que estoy contando ha terminado. Audaz por no decir ansiosa. O desconocedora de los sutiles mecanismos que narran la vida real.

 

Está áspero.

Dejé el texto inconcluso el 22 y me fui a comer y tomar vino con mi amiga N. Hablando con ella se acomodaron un poco algunas historias o impresiones que me gustaría contar acá; el viejo truco de tener un interlocutor para descubrir qué contar y cómo. Ahora, con algo de resaca, con la presión de llegar a escribir y publicar este capítulo lo antes posible, para que los hipotéticos lectores de esta saga no crean que me morí o desaparecí sin dejar rastros a la manera de Majorana; así vuelvo a teclear, casi sin pensar, intentando entregarme al remolino del año y los años.

Pero está áspero.


Vuelvo a tirar del hilo de esa imagen: freno el auto, me bajo del asiento del conductor, del asiento de atrás se baja Sere, caminamos unos metros; es domingo, son las nueve de la mañana, llovizna, la calle está casi vacía. Tocamos el timbre en la casa de su madre.

Cuando me separé de la madre de Sere, día por medio tenía que pasar por la casa en la que habíamos vivido, a unas pocas cuadras de la casa a la que fuimos este domingo, intercambiar unas palabras, etc. Cada vez era caminar con un dolor de panza patente, desagradable. Solo me aliviaba pensar que, de hacer ese camino una y otra vez, en algún momento de la historia (en un capítulo no tan lejano tal vez) la sensación habría pasado, todo se habría acomodado de alguna manera. Me sorprendí pensando, en estos últimos meses, que la misma operación (de soportamiento del dolor basado en la esperanza, o en el conocimiento de los efectos del paso del tiempo y la repetición) debería suceder con el manejar. Cada vez que me subo al auto, ese nerviosismo en la panza. Dicen que, de repetirlo una y otra vez, terminará pasando.

En ese estado de separación reciente, cuando Sere tenía menos de un año y yo tenía que viajar larguísimas horas en colectivo para verla, me sorprendí admitiendo que, tal vez sí, necesitaba un auto, saber manejarlo. Hice un curso de ocho clases, el profesor me ofreció venderme el registro, no acepté, y seguí sin manejar. No tenía auto, no pude practicar, y los dudosos conocimientos adquiridos durante la práctica con el profesor se borraron rápido. En esa época   viajamos mucho en el auto de Daniel, el remisero que me llevaba ida y vuelta de Barracas a Villa Dominico por las noches. ¿En qué andará, ahora? ¿Vivirá apaciblemente en la casa que se estaba construyendo en Rosario de la Frontera, Salta? Lo recordarán de capítulos anteriores, el tipo que dormía en la remisería durante nueve meses, y los tres restantes disfrutaba del tiempo libre y construía su casa allá, en su lugar en el mundo. Un día lo llamé para pedirle un viaje, pero su número ya no correspondía a un usuario en servicio. No volví a saber de él.

Manejar es también, entre otras cosas prácticas y funcionales, una operación que multiplica los destinos imaginables.

Una tardenoche hace no mucho, mientras picaba ajo para el pollo de los jueves, imaginé que comprábamos una casa rodante y salíamos a viajar en familia por las rutas del país. Como un cruce entre la imagen de la sólida familia burguesa y el espíritu de aventura que se resiste a morir. Sentir los cuatro al mismo tiempo, y cada uno de una manera distinta pero tal vez complementaria, esa sensación de fuga, de avance, de reconfiguración del destino a cada hora, pero desde la calidez de un hogar. Fui feliz imaginándolo. Pensé que tenía que encaminar esfuerzos en esa dirección.

Hay que decir, no es un dato menor, que también tiene un costo desprenderse de arquetipos paralizantes que uno ha aprendido a querer y defender. La épica del “padre de familia sin auto”, como dice I. Molina, se resiste a ser abandonada así nomás.

Del mismo modo, todavía a los cuarenta años, cuando tengo que concentrarme por mantener cohesionadas y en paz las diversas zonas de la vida, y con eso sonreír, recibo los cascotazos del joven vehemente y sus sueños de liberación. Los sueños de inadaptación radical vs. la discreta eficacia de la adaptación. Qué mala prensa tenía la adaptación cuando éramos jóvenes, ¿no? Y qué herramienta maravillosa resultó ser.

Ahora, cuando los movimientos se leen en términos de plasticidad y adaptación, un montón de batallas sangrientas se revelan de pronto como un número de clown.

 

Tenía que terminar el trabajo sobre un guion, el último capítulo de la temporada, y ese pendiente, creo ahora, también me descolocaba. Me aboqué a la tarea, resolví con esa última escasa energía de este fin de año anticipado, y acá estoy. Así empieza a terminarse la serie que escribimos con mi amiga M. y equipo durante buena parte del año. La serie sobre un personaje oscuro y mágico… del que no puedo contar nada aún, aunque este texto no sea leído por prácticamente nadie. En el capítulo que viene se develará el enigma.

 

También debo decir que en años pasados recuerdo haberme sentado a escribir este texto en escenarios turbulentos, bajo emoción violenta, entre copas de vino, madrugadas profundas… ahora lo escribo en mi estudio, durante mi “horario” laboral.

¿Será todo esto entonces una triste canción de normalidad? ¿Por eso me cuesta? ¿Porque lo que hay para contar es la caída de las ilusiones y el ascenso final de la norma, la aceptación de todo aquello que la vida tenía preparado para mí y de lo que no pude escapar?

Ja.

 

Otra tardecita, picando ajo o cebolla, exprimiendo limones tal vez, o condimentando con pimentón, comino,  oregano y sal un pollo despanzurrado sobre la asadera; mientras escuchaba un disco de Prietto y tomaba una copa de vino rosado, pensé: podría recorrer el país contactando a pequeños productores de vinos libres; como hice en marzo, que fui a la finca del Guainmeiquer en San Rafael, y estuve una semana compartiendo la vida con él, su ritmo de producción, probando sus vinos en proceso, yendo a buscar uvas, consultando y escuchando al I Ching, embotellando, y demás. Así pero con distintos productores de diversas zonas, e ir escribiendo un libro sobre ellos. Tal vez un libro de perfiles, o no, nada que ver, mejor una ficción: tomarlos de modelo para crear con ellos una banda de super-anti-héroes anarco taoístas que tienen que salvar alguna especie de uva criolla de la extinción, o algo así. Esa es una vida que merece la pena ser vivida, pensé, con la alegría y la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Tendría que poner manos a la obra.

En el año del Mundial de Rusia, el 2018, nació Jacinta. La familia más grande y sólida, la belleza de ir viendo como se construye la relación entre hermanas (lo más profundo y hermoso que me ha tocado ver, y dudo que sea superado por otra historia); la experiencia común del equipo, el equilibrio económico, todo condujo a la compra de un auto. Un Clio rojo. Jime aprendió a manejar, y así nos convertimos en una familia con movilidad propia. Las puertas de la Normalidad se abrieron para nosotros, toda la gente conocida y sus mandatos históricos nos aplaudían al vernos entrar, con algo de sorna. De ahí a programar unas vacaciones en la costa atlántica con todos los condimentos clásicos, hay un solo paso. 

Pero entonces, a esto venía, ahora que teníamos un auto a disposición, lo tenía servido, y no se sabía cuántos otros trenes irían a pasar en esa dirección, valga el enchastre de metáforas vehiculares.  

Volví a contratar clases en una “academia de manejo2. Ocho clases con el excéntrico F., que me hablaba de su vida pasada de excesos y rocanrol mientras iba desgranando semblanzas vitales destiladas del oficio de conducir. En una de esas clases, una tarde de lluvia, me habló, mientras me hacía probar cuánto patinaba el auto por el asfalto mojado (acelerá acelerá acelerá… frená), me habló de El Campeón. Así llamaban, en Alcohólicos Anónimos, a… El Campeón. Para qué nombrarlo de otra forma.

La metáfora me caló hondo. Pero no la limitaría a una sustancia. No se trata del alcohol, me parece. Está el Campeón, nadie se mide con él, nadie le gana. Cada uno sabrá qué cara y qué gusto tiene El Campeón en el teatro de su vida.

 

Fui a sacar el registro. La primera vez fallé, me eliminaron en la primera prueba. No pude conciliar la marcha atrás. Ese día coqueteé con la idea de abandonar. Pero volví. Tres semanas después, acompañado por mi amigo N., finalmente saqué el registro. A la mañana siguiente salí con toda la familia para llevar a las niñas al colegio, para aprovechar el envión. Fue una experiencia absolutamente estresante, caótica, dramática, en el mejor de los casos irrepetible.

 

Otra tardecita, tomando un naranjo conmovedor, vinificado por el Guainmeiquer, me di cuenta: tenía que viajar a Entre Ríos a hacer una investigación de campo sobre Nicolás J. Jozami, sobre Juanele Ortiz y sobre la hipotética relación entre ambos, para empezar ese proyecto de novela (que ya mencioné en algún capítulo pasado) con una reconstrucción real, en tono de non-fiction. Realmente, salir a la ruta para elaborar algo de mi pasado, o de mis antepasados, para inventarme un futuro. Era eso...

Entonces tenía el registro de conducir, la P de principiante, pero no estaba todavía preparado para conducir en la calle. Así pasaron los meses, y el empuje de las clases y de haber sacado el registro empezó a desaparecer. Me empecé a desesperar. Lo comenté en un chat que comparto con J. y N. y surgió la idea salvadora: salir a manejar de noche. Usar las noches, con menos tránsito y sin competencia de agenda, para ganar confianza. Mi amigo N., que ya lo conocerán de capítulos anteriores en sus más diversas encarnaciones, se ofreció a acompañarme como maestro / copiloto. Así empezamos a salir, una vez por semana. Después de un par de meses, me sentí seguro para volver salir a la calle de día, con Jime al lado y las niñas atrás. Después quedaba solamente animarme a salir solo, sin copiloto. Y así llegué con Sere el domingo a la casa de su madre. El día de la inauguración de Mundial. Ecuador 2 – Qatar 0.

 

Así que desde acá escribo hoy: desde la oficina de un señor serio, estable, disciplinado. Cuando comenté en el chat mis dificultades para encarar el texto este año, J. sugirió que tal vez haya llegado la hora del silencio, y recordó que este año, en mi cumpleaños, que festejé con una terraza llena de amigxs después de años de pandemia y ostracismo, a la hora de soplar velitas, comer una horma de queso brie tibia a la manera de torta, al tener que decir unas palabras las cambié por un rato de silencio. Me había olvidado. Fue un momento risueño y subterráneamente estremecedor.

No sé. No sé si ya estoy preparado para el silencio. Me parece que el trabajo sigue siendo mantener la llama encendida de esta broma interminable, desde lugares siempre cambiantes. De hecho, esa tarde de cumpleaños, después del silencio, canté. Creo que cantar y escribir son formas de hacer silencio. De interrumpir el ruido, la dispersión, el caos. Finalmente, la aventura de la calidez, ese hogar escondido muy adentro.

Eso se puede aprender por ejemplo de la práctica de la meditación, que a priori parecería tan distinta a la de la escritura: a veces se escribe con furia, a veces con resentimiento, a veces con urgencia, a veces con desborde, a veces con cautela, a veces con serenidad, a veces con alegría, pero siempre se escribe.

Por otro lado, el remate de esta fabulita que vengo preparado y una lectura atenta reclama, es que por momentos, en esos ratos de depresión  y sinsentido (ahí donde acecha El Campeón, mi Campeón) pienso que está todo mal, que soy incapaz, porque no puedo arremeter sobre mi deseo de viajar por el país en casa rodante, ni de visitar pequeños productores de vino, ni de investigar sobre mis poetas muertos de Entre Ríos, ni irme a vivir a otro país en otro continente, ni de poner una librería-vinoteca para meditar y leer y beber, ni ninguna de todas esas cosas que fantaseo, porque puedo, mientras cocino y tomo un vinito al principio de la noche.

Pero cuando me recompongo un poco recuerdo qué feliz que soy cuando lo imagino. Y entiendo lo que me quiere decir el rulo de esta parábola taoísta: ese es el espacio que tengo. Ese es mi lugar en el mundo, mi Rosario de la Frontera, el que tengo que cuidar y cultivar.

Ese rato epifánico, donde los destinos se multiplican y se disparan.

Un lugar donde cocinar tranquilo, mientras las chicas pintan, pegan figuritas en el álbum o ven la tele.

 Después comemos. Y después nos vamos a dormir. Y mañana es siempre otro día. 

  






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