Sunday, November 22, 2009

Una vez por año - 2


Cuantas preguntas, cuantas cosas calladas.

Hoy comprobé una cosa: después de ocho horas de sueño, en condiciones naturales de humedad etílica y temperatura sentimental, el cuerpo está perfectamente descansado y habilitado para cambiar de posición (levantarse). Si uno (1, yo) prefiere posponer el momento, por aburrimiento o para hacer tiempo antes de algo importante, y logra volver a dormir, la próxima vez que lo intente no va a poder (levantarse). Porque el cuerpo. Mi idea es que después de las ocho horas el cuerpo empieza a soltar unos humores que son tan tóxicos como todo lo que pueda llegar desde afuera del cuerpo. Porque los músculos se desmayan, y uno puede sentirse casi levitando: el cuerpo lejos de donde uno está sintiendo. Esto no lo digo porque yo haya levitado alguna vez, sino porque supongo que debe ser parecido al insomnio pero al revés.
Esto me pasó hoy, un año después.
No quiero hacer trampa. Durante todo este intervalo entre noviembres estuve tentado: pasaban cosas y yo las iba anotando mentalmente, suponiendo que tenían el peso o lo que sea necesario como para formar parte del capítulo anual. Me contuve, no tomé nota, pero sí que lo pensaba y me predisponía a recordarlo. Sin embargo ahora no me acuerdo. Me acuerdo de algunas cosas, sí, hechos y situaciones, pero no tengo la menor idea de con qué criterio las imaginaba adentro de este texto.
Tengo que ser sincero, es lo único que tengo.
Ahora mismo mi mente y mi aparato afectivo están tomados, afectados, por el trascendental partido (como dicen los periodistas) de Ñuls, el clásico de mañana. Mientras dormía y me despertaba estuve soñando con invenciones y variaciones de imágenes del partido de mañana. Algunas felices: Formica recupera una pelota en tres cuartos, deja dos defensores sinaliento en el camino, entra al área y define bajo ante la salida del arquero; golazo. Otras trágicas: Schiavi falla ante el primer pelotazo del partido, Zelaya se le escapa, Schiavi le comete falta desde atrás: penal y expulsión.
Pero para eso falta un día. Y hoy tengo un año entero.

No esperaba que este día llegara con tanta naturalidad. No me siento preparado. ¿Qué pasa si escribo un capítulo por año y justo me toca un día de malhumor, de cansancio, de desgano, de abulia narrativa, de desinterés?
No pasa nada.
Porque esto no es una crónica, no tiene que serlo: no tengo por qué remontar el tiempo desde el último texto a esta parte. Pero me sorprende, sí, como siempre y como todo: pasó hace tan poco y pasaron tantas cosas entre medio. Me sorprende que uno se siga sorprendiendo. Si a todos nos pasa lo mismo, siempre, ante cualquier investigación del paso del tiempo, habría que decidirse de una vez a confirmar que, sí, en efecto, así es como pasa el tiempo. Esto es lo que dura un año, exactamente, ni poco ni mucho. Hace un año fue “hace poco”, pero pasaron “muchas cosas” desde entonces. Punto. El tiempo es justo. De justeza, más que de justicia.
Este año estuve durmiendo, como hoy. Con placer, con un disfrute exótico, erótico, medio infinito. Siempre me gustó dormir, pero en este tiempo descubrí algo que me permite vivirlo con mayor intensidad. Con menos culpa, si me disculpo el psicologismo. Sólo intento atenerme a la verdad. A alguna.
Una salvedad: cuando digo dormir me refiero también (tal vez especialmente) a las zonas aledañas. De durmevela, de un pasito antes de despertar, uno después de dormir. Un día estuve más o menos doce horas levantándome y volviendo a la cama, para capturar una sensación muy precisa que todo el tiempo aparecía pero desaparecía muy pronto. Llovía igual que hoy. Y en ese recorrido, en ese ir y venir iba recolectando palabras demasiado sueltas, imágenes inexplicables.
En esas exploraciones, ese mismo día, inventé, o me encontré con, la Máquina del Tiempo. Ayer estuve intentando un cuento en que se incluye este invento, pero la verdad es que no me salió nada, así que la presento acá, ante todos ustedes.

En el diálogo con el inventor (que no sé si era yo o el otro), el inventor explica que la máquina del tiempo, finalmente inventada, te permite viajar a cualquier momento de tu vida, siempre y cuando ese momento ya haya sucedido. El futuro no existe, explica. Tampoco es posible elegir el momento: uno “se mete” en la máquina y cae cuando el azar lo disponga donde el azar lo dispone. Con una importantísima salvedad: se atraviesa una sola situación, y debe coincidir con una en la que se entró a un lugar por una puerta y se salió por otra. Es decir que el viaje que hace la máquina a otro tiempo se desarrolla en un espacio, entrando por una puerta y saliendo por otra, del mismo modo en que uno hizo ese movimiento. O sea que la máquina lo que permite es volver a vivir uno de esos momentos. Ahí, en el sueño, yo fui invitado a tomar un viaje en máquina. No recuerdo haber vivido en realidad ese espacio-situación, pero el que yo era en el sueño sí lo recordaba. Así que la máquina funciona.
Yo entraba en una especie de pasaje que se convertía en gran casona antigua. Subía una escalera y entraba en un cuarto con una biblioteca gigante. En ese cuarto había dos chicas semi desnudas tiradas en reposeras. Las chicas me reconocían, por supuesto, porque eso ya había pasado. Después de un rato de charlar yo les explicaba que venía del futuro. No me acuerdo si me creían o no, pero me hacían muchas preguntas al respecto. En un momento la charla se terminaba y yo salía del cuarto, caminaba por un pasillo balconeado, bajaba una escalera y salía por otra puerta.
Entonces volvíamos a la charla con el inventor. Yo le preguntaba (ahora era yo claramente el interlocutor y no él) lo que consideraba la pregunta más usual y problemática acerca de una máquina del tiempo: ¿qué pasa si hago algo en el pasado que pueda modificar el futuro en que ahora estamos?
“Es imposible. Vos sos la misma persona que estuvo en esa situación, y si volvés estás de verdad allí, con las mismas motivaciones y preocupaciones, miedos, deseos, etc. Así que no habría por qué hacer algo distinto a lo que ya hiciste. De hecho, lo más subversivo que podrías llegar a hacer es contarles al resto de las personas que vos venís del futuro; pero si te fijás bien, vas a ver que eso ya lo hiciste en el momento original”. Perfecto. Una última pregunta: ¿qué forma tiene la máquina?.
“Tiene forma de pastilla”.
El otro día mi hermana me comentó, muy pertinentemente, que un lugar al que llegarían casi todos con esta máquina del tiempo, sería el colectivo, a donde se entra por una puerta y se sale por la otra. Pensamos que esto funciona para todos menos para las viejitas, que entran y salen por la misma. Pero claro, para qué podría querer una viejita viajar en el tiempo y volver a un momento en que ya es viejita. Es para evitar este problema que bajan por la puerta de adelante, aún estando más cerca de la del medio.

Ahora bien, más allá de la máquina, hay un factor que me condujo a este bien-dormir orgánico. El año pasado, más o menos a la altura del capítulo, tuve otro invento de duermevela: el Conformismo Crítico. Esa iba a ser (decidí cuando desperté) mi forma de encarar la vida, un poco urgido por la falta de plata y decisión para hacer un viaje que el mundo me decía que andaba necesitando. Mucho menos mudarme.
Lo que pasó con el Conformismo Crítico fue muy especial: al poco tiempo de andar diciéndolo sumó aliados, en especial uno: mi amigo Agustín. Con él le dimos forma, lo volvimos verdadero y funcional. Muy rápido se extirpó de lo profundo de mis sueños (oníricos) y se estableció como un sueño de entre amigos, un sueño latinoamericano: una apuesta a la felicidad sólo enfocada hacia la parte posible.
Cuatro o cinco años antes (¿?) yo vivía en un departamento chico en un edificio enorme en Almagro. A la vera del patio gigante (medía lo mismo que el resto del departamento) que era el techo del garage de la torre y el cementerio improvisado de los murciélagos de la zona, Agustín y yo nos juntábamos a pensar y escribir. Nos llamábamos “Colectivo Inmediato”. En esa época escribíamos unos textos ensayísticos breves a los que denominábamos “Ocurren-cimientos” y mandábamos por mail en cadena; como un blog pero antes. Un tarde de aquellas, mientras comíamos una picada, nos dijimos un poco en broma pero muy muy en serio, que podríamos escribir un libro de autoayuda. De una nueva forma de autoayuda. Queríamos hacerlo. También en verano, pero a fin del año pasado o principio de este, mi amigo Romero me contó que iba a dirigir una nueva colección en la editorial Kier. Y estaba pensando en “títulos”.
Durante la primera mitad del año nos juntamos con Agustín todos los martes por la noche (¡ritmo!) a comer, beber y escribir nuestro libro.
Así fue como el Conformismo Crítico se ganó a sí mismo, avanzó en el mundo de la realidad hasta volverse su propia crítica, y nos superó en nuestra militancia. Ahora es parte de un libro de los que se compran y venden y a veces se leen.
Qué cosa, la fascinación ante el paso del tiempo. Como si hubiera otra cosa. Es un género de anécdota en sí: el relato que sólo tiene sentido desde la conclusión: cómo pasa el tiempo, qué loco. Pero es así, no me puedo sustraer: espío el capítulo anterior y gozo de sorpresa al pensar que “en ese momento ni siquiera pensaba en el libro de autoayuda”, por ejemplo.
La fascinación ante el paso del tiempo y su segmentación en libros.
Creo que tampoco, por ejemplo, había visto la serie House, que es algo que me parece haber hecho hace muchísimo. Ahora estoy en duda, voy a buscar algún parámetro. (Este es el juego al que nadie se puede resistir).

Perfecto: en el evento de “Cierre de Ciclos” del año pasado, después del 22 de noviembre, alguien tenía una remera de House y otra persona le daba charla por eso; y yo recuerdo sentir que no entendía en lo más mínimo de qué estaban hablando.
Esa noche también pasaron cosas de esas que se estiran y te llevan a lugares impensados, como un hotel chiquito frente a la laguna de Chascomús.
¿Cuánto dura una noche?
Debo reconocer que me estoy enfrentando a un pudor extraño.
El año pasado, después de publicar el capítulo (podemos verlo en algún comentario), algunos conocidos me comentaron algo respecto del pudor, o de falta de pudor, o de exceso de exhibición. Le di lugar para pensarlo, pero lo cierto es que no se me había jugado nada de eso. Ahora siento algo al respecto. No estoy diciendo nombres, no podría decirlos. De hecho, una persona tenía nombre en la página anterior y ahora ya no.
¿Cuánto dura un nombre? ¿Qué compromete un nombre?
Pero si esto es literatura, ficción…

En tren de confesiones: hace varias disgresiones que hay una que realmente aparece por la libre asociación y la evocación directa, pero estoy dejándome llevar por otras que me resultan más atinadas al texto: el verano.
¿Todo lo que recuerdo es de verano?
El verano pasado leí “La novela luminosa” de Levrero. Gran experiencia. Terrible, también. Jugué una carrera contra el diario del tremendo hinchapelotas uruguayo: los dos en verano, calor infernal, los dos pensando en comprar un aire acondicionado. En tiempo real le gané, pero me parece que por fechas me ganó él. Sé que es muy difícil que el que no leyó ese libro entienda de lo que estoy hablando. Ojalá sirva de estímulo.
Pero el verano, qué raro me hace el verano.
Tal vez, si esta novela anual la escribiera en junio pensaría lo mismo del invierno. Me animo a sospechar que soy mucho más estúpido que lo que siento ser.
De hecho, el aire acondicionado que compré es frío-calor, e incluso fue durante el invierno que un día se cayó. Sí, se me cayó el aire acondicionado. El encargado de instalarlo (mi vecino de abajo, el señor que arregla las cosas con el carisma), me dijo, con mucha naturalidad, que había sido por efecto de la vibración. Convengamos que si los aires acondicionados se cayeran por la (su) vibración, estaríamos hablando de decenas de muertos por día por esta causa. Serían más peligrosos que los cocos en el trópico. Lo cierto es que si me guiara, para escribir esta cosa, por lo noticioso, lo estadístico, es decir, lo que solo a mi me puede pasar, esta anécdota del aire acondicionado sería vital. Pero no me interesa en lo más mínimo. No me interesa tanto lo que me haya pasado (solo a mi), como lo que pueda escribir. Esto no es una crónica. Es más bien un lugar, o un artefacto. Qué se yo.
No sé qué estoy haciendo. Entre el pudor que me entró, que no me deja escribir algunas cosas que surgen naturalmente con referencias a personas que no son yo, y ahora los nenes del departamento de al lado que juegan al fútbol en el pasillo y la puerta de mi casa es el arco…: se me está complicando la cosa.
¿Tanto lío para esto? ¡Un año tirado a la basura!
Tendría que inventar algo. Digo, alguna manera.
Ya sé: voy a salir. Voy a comer, después seguramente me tomaré unas cervezas en el Viejo Belgrano. Y cuando vuelva a la madrugada termino esto, pero en serio. Me prometo el tercio de botella de vino que sobró de ayer.

Ahora es de día: estoy escuchando un disco increíble, The roots of Chicha, otro engendro fantástico de un gringo con música latinoamericana; en este caso, cumbias psicodélicas de Perú. Pero escribiendo así parezco tan pelotudo como un periodista de rock.
Tengo que reconocer que descubrí este disco porque estaba recomendado en la Inrockuptibles, una página después del cosito que pusieron sobre Ceviche. Bastante coincidente la cosa. Yo cuando era chico leía esa revista, ahora ya no, pero este año estuvo Ceviche, y qué se yo…; este año sentí algo de eso: de pronto todos o cualquiera tenía y podía decir lo que se le ocurriera sobre lo que yo escribo: y sí. Claro que sí, si para eso estamos.
Quiero decir, me pongo mal, a veces, cuando dicen que se trata de paraguayos del Once, en lugar de peruanos del Abasto, igual de mal que cuando un editor me dice que una novela mía le parece “poco radical”, y se le ocurre incluso sugerirme sugerencias, pero…; pero todo esto me hace sentir muy bien en general, algo así como que estoy haciendo algo, poco radicalmente vendible pero muy potentemente mío y aún así legible. ¿Y?

También en el verano pasado Romero me dijo de hacer un taller juntos. Taller de Algo dicen que soñó. Y así fueron todos lo miércoles del año, primero un grupo, después dos. Ritmo, un ritmo nuevo. La extraordinariamente humana sensación de que un grupo de otros tiene algo para decirte una vez por semana, semana de reloj, como se dice.
Otro momento (ahora no puedo parar de recrear y dar importancia a las cosas, pero fíjense cómo fluye la prosa más que antes) grandioso por molesto y al mismo tiempo rico, fue el intercambio de mails con mi hermana mayor, que ahora vive de vuelta en Alemania, acerca de Ceviche: le gustó pero, como siempre, un poco no. Un poco le sobra mi ingenio, le molesta mi pasión por inventar para que no se sepa lo que no sé de los demás: dos caras de la misma búsqueda, una buena y otra mala, por definir las cosas de una manera bastante idiota, nada equivalente a la riqueza de lo que pasó (es de madrugada y tengo muchas más intenciones que capacidad). Después de ese intercambio me puse a escribir unos cuentos que no entiendo del todo, que no podría defender ante ningún juez. Como el cuento de Bolt, que surgió de una mezcla de estos debates con mis ganas de dormir y seguir soñando, e imaginar a cuántos otros les pasa lo mismo. La ética aborrecible de encontrar en cualquier otro el pequeño dolor personal. O todo lo contrario. Ahora digo eso porque estoy enojado conmigo. Y tengo que ir más rápido para que no se me acabe el año antes de terminar de recordar todo lo memorable del año que se escapa.
Esta es una función nueva de este texto: recordarme en el futuro cosas que no me quiero olvidar. Que no puedo escribir del todo, pero mucho menos puedo olvidar. Eso.

El problema más estúpido que me propone este texto, es que por momento me tiento de escribir cosas que pasaron este año (tipo crónica) y me enorgullecen. Y qué gracia puede tener un texto que solo manifieste lo que a su autor lo enorgullece de su vida. Ninguna. Entonces aprendo a callarme, y así de a poco sigo aprendiendo a escribir. De a poco.
Pero me trato así, como poca cosa: me olvido incluso de lo principal, como lo que es del principio o que es de un Príncipe; hablamos del ritmo, y desde hace un tiempo que uso agenda: desde agosto, porque en agosto salen más baratas. Una agenda, por primera vez en mi vida.
Es como que no se pierde nada. Me anoto de antemano todos los días, me doy órdenes y me curo, me ordeno y funciono, mal pero de alguna manera, armando un juego en el que al menos puedo peder. La agenda, dios mío: hago dibujitos que representan el tipo de responsabilidad que me acecha: unas patitas para explicar que tengo que salir de casa, un asterisco significa trabajo, un tubo de teléfono para los llamados pendientes, un sobre para los mails, y así. Eso soy, o eso escribo cada día que quiero ser: un buen perro.
Pero, buen perro, se que esto no tiene que tener un sentido acumulativo. Todo lo contrario. Sin embargo no me voy a ir a dormir, hoy, sin resolver algo de este sentido: son las ocho y media en punto de la mañana.
Quiero citar algo de la parte anterior del texto: “Tendría que inventar algo. Digo, alguna manera.
Ya sé: voy a salir”.

Eso es. Así pasó. Eran las cinco y pico de la mañana, hace poco. Me angustié terriblemente, todavía no se por qué, del modo específico. Pero sí sé que todo de repente se encadenaba en lo que no quiero, no me gusta de mí. Y encima la certeza de que todo pasaba siempre de la misma manera. Y yo no lo podía cambiar, aunque solo se trataba de mí. Todo el tiempo junto en una madrugada en que mi cama no me quería. Y yo, que estaba como siempre acá, intentando resolver todo adentro de mi casa que es mi máquina del tiempo mío; hasta que en un momento luminoso supe otra cosa. Que tenía que salir. De dónde no sé, no sabía. Pero estaba acá y entonces me fui.
Esto tampoco se bien como contarlo. Eran las cinco y media y me escapé de mi casa, como en los dibujitos un nene se va con un palo del que cuelga una bolsa.
Me estoy tomando el vino de recompensa. Qué poco pudor.
Me fui. Caminé por Boulogne Sur Mer, mi calle incauta de prócer muerto, todavía de noche. Cuando llegué a Córdoba empezaba a salir el sol y elegí seguir por Ecuador. En un momento se cortó lo que se daba y encaré por Laprida. Aproveché para hacer la respiración que me enseñó mi abuela: diez pasos aspirando, diez pasos exhalando. Así todo el tiempo. Después de Las Heras todo se puso un poco más cheto, pero sin gente de por medio también más lindo. Me mandé por una calle que no conocía, creo que se llama Agote, o Agresti, o Agrelo. Seguí caminando, alejándome de qué se yo qué cosa, y respirando de determinada manera: entré a un pasaje de sueños, de esos con escalera y barrio interno y todo.
Después miré caminando la Facultad de Derecho, altísima por escaleras y vacía, la flor gigante de Ibarra, el Museo de Bellas Artes. Era completamente de día y llegué a las calles más difíciles de caminar: Figueroa Alcorta y todas esas. Pasé por Retiro. Supongo que me perdí porque no pude seguir adelante y seguí atrás.
Buenos Aires es verde y cuando no hay nadie pero es de día es una ciudad extraordinariamente hermosa. Un viaje. Me quisieron robar lo que no tenía (sólo tenía sueño, incluso intransmisible), me pidieron el celular y me enojé porque yo no llevo de esos: escena bizarra. “¿Un celular querés vos?”.
Caminé mucho, seguí caminando, siempre respirando de esa manera.
Ya no estaba feliz como antes, pero un poco sí, y había un desafío de por medio. El río.

Los hoteles, el Sheraton, el horario en que la ciudad se vuelve de verdad. Cuando despierta el monstruo.
En la entrada literal de Puerto Madero hay unas baldosas que dicen, recibiendo al visitante: “Presidente Carlos Saúl Menem. Ministro del Interior Carlos Corach. Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires Fernando De la Rua. Inauguran Puerto Madero, 1998”. No hay nadie a esa hora, y supongo que cuando hay gente nadie ve nada. Yo lo que quería era ver el río.
No puede ser que salga de mi casa porque quiero caminar y no llegue al río.

Me senté en un banquito y prendí un pucho. Solo pasaban gendarmes que fumaban y hablaban en guaraní.

Tuve que volver en un taxi de 20 pesos. Casi no me podía mover. Pero estaba como nuevo. Cuando llegué a la cama y la saludé a ella que dormía, se me ocurrió contarle algo de esto, inventarle unos sueños difíciles de manejar. Algo de entenderme sin explicaciones. De entrarme por una puerta y salir por otra.
Esa es la gracia.

Ya son las nueve. Faltan ocho horas para el partido de Ñuls.

¿Y ahora? Voy a salir.
Si vuelvo la sigo.

This page is powered by Blogger. Isn't yours?

Subscribe to Posts [Atom]