Monday, November 22, 2021
Una vez por año #14
Esta vez escribo
en “mi estudio”, un monoambiente que empecé a alquilar a cuatro cuadras de
casa. Ahora voy y vengo, tengo a donde ir, y en el medio de cada ida y vuelta atravieso
el mercado de San Telmo, como si fuera una especie de máquina, un puente
tecno-espiritual que conectara los dos polos de mi doble vida: acá medito y
escribo. (Escribo, entre otras cosas, la novela de la joven científica que
abandona la ciencia después de participar de la investigación que demuestra por
primera vez la existencia del fermión de Majorana, apremiada por una sensación
de desasosiego inexplicable; vuelve a su país, a la casa de su abuela, y
después de quedar fatalmente conectada a la existencia de Antony Bourdain,
primero, y Gabo Ferro, después, y atravesar la muerte de ambos, se pone en
campaña, contactando con grupos de magia del caos en una Buenos Aires tomada
por el regreso fatal del Covid, para dar con el misterioso paradero del
mismísimo Ettore Majorana, el genial científico italiano que desapareció sin
dejar rastros en 1938. Me faltan un par de capítulos para terminar de
escribirla por primera vez, después vendrá un proceso de reescritura, imagino.)
Así que acá escribo y medito, solo, después atravieso el mercado y me convierto
en el Yo que paterna y cocina, lee cuentos antes de dormir y demás. Un acuerdo
sensato, cercano a cierto equilibrio. Inestable, claro. Y en el medio, un
mercado. Se podría decir, en chiste y en serio: la tensión entre el oficio y el
arte, de un lado, del otro, la alimentación y la familia; y en el medio el
Mercado.
No es tan gracioso
como chiste, así que deber ser cierto.
Por debajo de
estas palabras, un silencio de aire acondicionado y el rumor de Avenida
Independencia, un lunes feriado de 35 grados.
Los años se arman
con meses que se arman con semanas que se arman con días. Cada mes aporta una
capa de sentido novedoso, una que por sí sola no parece gran cosa, pero al
sumarse doce capas el año toma una forma insólitamente distinta a la del
anterior. Y entonces, en un esfuerzo denodado, de orfebrería, me siento frente
a la computadora y voy tanteando para obtener alguna clave que me permita
captar el ritmo secreto de los años. Supongo que al escribir y leerme los
hechos concretos me distraen y no puedo hacer foco en lo que, probablemente,
termine siendo lo más interesante: el cambio del humor, tal vez, del índice de
esperanza.
Me pregunto cómo será
mañana vivir la feria de vinos naturales/libres/de baja intervención, con estos
calores; y como justo estoy adentro de esta máquina sin tiempo, advierto que la
pregunta no tendría ningún sentido, ninguna razón de ser, de no haber sido
porque el 1 de mayo de este año, el día del trabajador, después de mi tradicional
abril sin alcohol, me junté con un amigo (que no voy a nombrar para proteger su
integridad) a tomar unos vinos y me contagié de Covid. Vale aclarar, para los
lectores del futuro, que tuve un Covid leve, nada más grave que un cansancio
profundo y sostenido y un muestreo muy breve de toda la sintomatología
asociable, un ataque de tos una noche, dolor de cabeza unas horas, pérdida de
olfato para empezar. Cuando recuperé el olfato decidí premiarme, darme un
estímulo para soportar el aislamiento en casa, los días encerrado en el estudio
(que todavía era adentro de la casa), saliendo con barbijo, interactuando con
las niñas sin poder besarlas y abrazarlas y estrujarlas. Era una noche muy
fría, y como había decidido no cocinar durante el aislamiento (un poco para
reducir el riesgo de contagiar al resto de la familia, también porque cocinar
con barbijo puede ser muy desmoralizador: imaginen desmenuzar un pollo para una
salsa y tener que reprimir constantemente el movimiento de llevar un bocado a
la boca) me puse a buscar un delivery satisfactorio. Se me ocurrió pedir unos
buenos guisos a la pulpería Quilapán. Mirando la carta en la página web vi que
también ofrecían unos vinos que yo desconocía pero que me tentaron. Pedí un “Criollaje”
de Finca las Payas. Llegó el pedido, me encerré en el estudio con mi bandeja de
locro, abrí el vino, tomé un trago…
El estado de
conmoción que me generó bien puede asociarse, tal vez, con haber sido el primer
trago de vino después de haber recuperado el olfato. Pero no fue solo eso. Me
pareció escuchar el vino, valga la
sinestesia (recurso recurrente, valga la redundancia, para hablar de vinos);
sentí que me llegaba un mensaje de la tierra a través del vino, sin las
mediaciones que acostumbraba a percibir. Como si algo se hubiera soltado,
des-codificado. Me llenó la boca, todo el cuerpo, en realidad, de un
estremecimiento, algo eléctrico. Mi memoria, estimulada de pronto, me llevó de
la mano, con cuidado, a aquella tarde de primavera de 2017, en el Valle Marga
Marga, en Chile, con Jime (y Jacinta todavía fermentando en la oscuridad), en
las viñas de los Herrera Alvarado. No recuerdo si está escrito en el capítulo
de ese año, no me quiero fijar ahora, perdonen si me repito, los lectores
atentos. Esa tarde, después de tomar unos vinos con Arturo y Carolina, sus
hacedores (recuerdo particularmente un blanco que me llegó en una copa servida
directamente del tanque de aluminio) pensé, digamos que se me ocurrió, pero no
como uno imagina algo nuevo y sorprendente sino como si recordara, como si
recordara una verdad muy simple hace mucho tiempo olvidada, que no hay nada más
preciado que la posibilidad de volverse parte de un paisaje. Y que tomar vino,
olerlo y saborearlo, ser alterado por sus efectos, que esa alteración sea risa,
o ira, o inspiración o lo que fuere, procesarlo, metabolizarlo, finalmente
sudarlo, mearlo o, en el peor de los casos vomitarlo, tal vez vomitarlo en esa
misma tierra donde crecen las uvas que serán el vino del año que viene, y donde
en algún año futuro se esparzan las cenizas de ese mismo organismo bebedor;
tomar vino, entonces, es una forma sagaz y sagrada de volverse parte del
paisaje.
Esa verdad muy
simple volvió de pronto a mi cuerpo aquella noche de mayo. Ardiente de
curiosidad me puse a buscar en internet más información sobre la Finca Las
Payas, y me encontré con una gran cantidad de etiquetas que expresaban una
mezcla inesperada de sabiduría satírica y anti marketing honesto, todo medio
caído del mapa, como suelen gustarme las cosas a mí, una causa perdida con
alegría y tenacidad. Me compré online una caja de seis vinos distintos. Los fui
tomando día a día durante los últimos días del mi Covid y los primeros de la
recuperación. Cuando los hube tomado todos, le escribí un mail a Santiago, el
autor de esos vinos. Nunca había hecho algo así. Le hablé de mi emoción al
beber sus vinos, y le conté que me habían hecho pensar mucho en términos de
anarco-taoísmo.
A Santiago le
llamó la atención el término, más aún porque en esos mismos días otra persona con
la que había estado hablando lo había usado también. Ahí entra la casualidad:
esa persona era Martín, a quien yo estaba desde hacía algunos meses ayudando
con la escritura de un libro sobre vino y filosofía. Yo no tenía idea de que él
andaba por ahí. Martín me contactó el año pasado y me invitó a participar de
una charla que tenía preparada sobre “taoísmo y vinos de baja intervención”, lo
cual implicaba de por sí una casualidad grande, digamos, un encuentro muy poco
probable. Después las casualidades siguieron haciendo lo suyo, y terminamos
imaginando, con Martin y Santiago una serie de acciones para pensar desde el
anarco taoísmo esta forma de hacer y vivir el vino. Junto con Rosalba hicimos
un fanzine llamado, sencillamente, Anarco Tao Vino. Una experiencia que me
permite acercarme al mundo del vino desde un lugar lúdico y amoroso, y vaya a
saber uno en qué dirección me lanzará. Por lo pronto, quiero escribir lo que me
vaya pasando en esta investigación, tal vez acuñando el seudónimo de LeVin.
Lo cual no sería
un hecho aislado sino parte de toda una tendencia: este año también resolví,
después de un largo y fructífero e inquietante diálogo con mi amigo Lucas
(también llamado Funes), que se convirtió también en estos meses en el editor
de La novela de los Cambios, el libro con el que volveré al ruedo después de
varios años de no publicar (de no publicar literatura “adulta” y con mi propio
nombre, en marzo de este año salió “Una niña con un lápiz”, pero es para niñxs,
y hace unos años salió… no lo pienso decir…); resolví empezar a firmar como
Levín.
Todo, después de
estos años de silencio, tiene la textura y la musiquita de algo que vuelve a
empezar. O más bien que empieza otra vez, distinto.
Y para esta nueva
largada creo haber decidido desprenderme de la partícula “Federico” de mi
seudónimo autoral. ¿Por qué? No estoy del todo seguro, pero tiene que ver con,
pensando en la identidad y la autoría, hacer un sutil movimiento que me permita
empezar a des-identificar a mi supuesta “persona real” del supuesto autor que
publica las cosas que se escriben acá.
Rarísimo.
Pero va por ahí.
Chau, Federico.
Justo este año,
cuando nos fuimos a una casita en las afueras de Mercedes, hablando con mi
amiga Jun, me enfrenté por primera vez al hecho, bastante obvio por cierto, de
que mis padres me pusieron “Federico” por Federico García Lorca, y que
finalmente (o bastante desde un principio, en realidad), soy escritor. Nunca lo
había asociado, aunque parezca ridículo. Para mí siempre fueron dos anécdotas
absolutamente disociadas. Lo burdo de esa desconexión, agravada por mi tendencia
casi patológica a conectar todo con todo y a buscar y develar enigmas
narrativos de la existencia, ya sea mía o de quien sea, agiganta lo sintomático
de su ocultamiento.
Pero no vamos a
hablar de psicoanálisis, no un 22 de noviembre. Aunque estemos hablando, de
alguna manera sí, de papá y mamá. Porque mi primera reacción, esa mañana en
Mercedes, durante un desayuno que se estiraba y se estiraba, mientras caminaba
por la galería con la taza de café en la mano, y sentía en el talón el pegote
de unos granos de arroz yamanó de la noche anterior, mientras escuchaba a las
niñas saltando en la cama elástica, la parte de mi mente que no barruntaba
acerca de si tenía que interrumpir el juego para ponerles protector solar o
todavía no, se paralizó de angustia por un instante: cómo podía ser que, si
bien me había sentido un ser libre, y había tomado decisiones tan
independientes como a veces inesperadas, ahora, a los 38 años, estuviera tan tan
tan cerca del punto de partida. Escalofriante. Pero se me pasó rápido, porque
de un tiempo a esta parte me entrené muy bien para eludir esos caminos de la angustia.
Y después pensé
que era un poco raro, sospechoso, que me hubieran puesto Federico por García
Lorca, dado que ni mi padre (más bien lector de novelas, además de
psicoanálisis) y mi madre (más bien lectora de Lacán y, a lo sumo, Humberto
Eco) eran lectores de García Lorca.
Le pregunté a mi
madre. Después de intentar hacerme creer que en algún momento de su vida había
sido muy lectora de poesía y de la obra de García Lorca en particular, dejó
caer, como al pasar, la verdad última del caso. Había sido una suerte de
homenaje a su padre (a sí misma, en realidad, a través de su padre) que la
había nombrado a ella “Adelfa”… por un poema de García Lorca:
Me miré en tus
ojos
Pensando en tu
alma
Adelfa blanca.
Me miré en tus
ojos
Pensando en tu
boca
Adelfa roja
Me miré en tus
ojos
¡Pero estabas
muerta!
Adelfa, negra.
Bueno, una clara
demostración del sentido del humor de mi abuelo Juan M., que no solo nombró a
su hija con el nombre de una planta venenosa (era ingeniero agrónomo) sino que
lo hizo inspirado en semejante poema. Así fue como mi madre, mientras me
gestaba, retomó el chiste y lo volvió parte de una tácita tradición. Tradición
que retomé al proponer el nombre “Jacinta” para Jacinta, consciente de que, como
adelfa, abrevaba en el mundo de la botánica, pero sin saber todavía que el
hermano de Juan M., el escritor maldito paranaense Nicolás J. Jozami, muerto de
tuberculosis a los 26 años, tenía, escondido en esa sombría “J” inicial, el
nombre de “Jacinto”.
Intuyo que en la
relación de mi abuelo Juan M con dos poetas, su gran amigo Juan L Ortiz y su
hermano mayor Nicolás J Jozami, hay una clave para comprender el misterio de mi
identidad como escritor, como mínimo, y probablemente el misterio de la figura
del escritor marginal sudamericano. Por un lado, la decadencia, la urbanidad y
la vida fugaz de Nicolas J, que escribía aguafuertes sobre los burdeles y la
vida nocturna de Paraná (con una ternura pasmosa). Por otro, la vida contemplativa,
bucólica, y la longevidad de Juan L. Los polos opuestos, los arquetipos
poéticos que traccionan en direcciones contrarias pero configuran de alguna
manera la imagen total del escritor. El escritor corrido del mapa, claro.
No es azaroso que
el gran tesoro legado a la familia por Juan M. haya sido una gran biblioteca en
la que había varias versiones del Tao te King, que fueron mi primer acercamiento
al taoísmo en la adolescencia, por incidencia directa de mi hermana Ayi; y las
primeras ediciones de los libros de Juanele, editados por él mismo, en los que,
recién este año descubrimos con Ayi, hay correcciones de puño y letra del
propio Ortiz.
Hay que hacer
algo con eso.
Hay que hacer
algo con eso, pensamos hace unos meses, en la casita de la Cumbre a la que
fuimos con Sere, comiendo un asado con los anfitriones, mientras tomábamos un
vino rosado cordobés de la cepa Isabella, cepa criolla por excelencia. Mientras
Sere corría con Luisa por el jardín, ya de noche, y robaban rodajas de salamín
de Colonia Caroya y jugaban con el gato Roberto, los adultos hablábamos de esas
sagradas escrituras de Juan L. Durante esos días, como suele suceder con las
escapadas fuera de la ciudad, me acordé muy profundamente por qué ya no puedo
leer a Juan L en Buenos Aires, la angustia que me provoca el contraste entre
sus palabras y la vida que hemos elegido o la que nos ha tocado (un poco y un
poco, probablemente) en esta ciudad. Durante esos días, de belleza erizada y
siestera, hablamos de Juan L y su poesía, leímos a Mary Oliver, me tiré en el
pasto para mirar el cielo desde el punto de vista de la Tierra, escuchamos
música, mucha música, con Lucía, librera y anfitriona de dulzura y eficacia
ancestral, y con él, que ya era uno de mis músicos favoritos de estos últimos
años antes de que lo conociera, y resulta que también se llama Federico, aunque
no tengo idea de por qué le habrán puesto así.
El jacinto, por
supuesto, aparece también en la obra de García Lorca, precisamente en la última
estrofa del tremendo “Pequeño vals vienés”:
En viene bailaré contigo
Con un disfraz que
tenga
Cabeza de río.
¡Mirá que orilla
tengo de jacintos!
Y así fue como,
yo que fui nombrado Federico por García Lorca y a los doce o trece años decidí
ser escritor, recién con 39 años cumplidos llegué a la obra del poeta español,
y entrando desde afuera, a través de las menciones de Leonard Cohen, quien
nombró “Lorca” a su primera hija, y que de hecho tiene una maravillosa canción inspirada
en una adaptación del pequeño vals vienés: “Take this waltz”.
Canción que, en
un noble rulo de traducciones, el músico español Enrique Morente versiona de
manera sublime, y yo ahora mismo escucho, y lloro, como hago casi siempre, a
veces unas lágrimas sueltas, a veces un llanto desatado, siempre con un sutil
estremecimiento; y nunca lloro por la misma exacta razón, el motivo del llanto
se va desplazando en la oscuridad, nunca lo encuentro en el lugar donde lo
dejé, pero de todas formas siempre tiene algo que ver con las vueltas del
destino, los rulos, los bailes inconscientes, las tradiciones tácitas y el
súbito develarse del paisaje que habitamos y nos bebemos y nos devora a la vez.
Porque no creo
que haya nada místico, digamos, sobrenatural, en el encadenarse de “casualidades”
que muchas veces dan forma a lo que termino considerando narrable, sino que es
la percepción de la naturaleza procesual de todo lo vivo.
El compost de
escritura.
Es terrenal,
absolutamente terrenal. Es sagrado solo porque se refiere al punto donde
confluye lo cósmico con lo íntimo, pero no porque implique ninguna existencia “superior”.
Por eso decimos,
los anarco taoístas, que el vino no es la sangre de ningún hijo de dios: es,
jajaja, la risa de los mortales.
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