Monday, November 22, 2010

Una vez por año, 3


Querido Océano: no te encuentro especialmente inmenso esta tarde.
Hasta hoy, pensando en la inminencia de este texto que vuelve a mí transformado una vez por año, cada 22 de noviembre (o días aledaños); hasta hoy no había pensando que la figura de enviar una carta al océano envuelta en una botella, podía leerse de esta otra forma. Enviarle una carta al mar para hablar con él. El mar no responde, o sí, a veces con otra botella, con una carta de otro, a veces con el mismo texto propio aunque corregido. Eso es humor lacañano.
También es lacañano escribir que lo importante de esta idea de las cartas al mar es que “hasta hoy nunca lo había pensado”. Conspirábamos con mis padres, en una de esas épicas sobremesas de texto colectivo semi gritado y atravesado por la familiaridad y los modos idénticos de ser distintos, imaginábamos un restaurante lacañano en que se sirvieran platos como “pizza de salsa de tomate, no sin muzzarella”.
Pero si uno vive en una isla más o menos desierta (ninguna isla en medio del océano desierta la posibilidad de tener al escritor adentro, que sigue chupando y cuando termina incluye los rastros de su lengua en la parte vacía de la botella, la parte de adentro), en ese caso uno vive la compañía del mar, su fidelidad oscilante, y no sería raro que le escribiera una carta. El mar, aunque presuntamente mudo, puede ser un destinatario y no sólo un medio para acceder a cualquier par, esa posterioridad inmediata. El mar es destinatario o destinal, se acerca el verano y yo lo empiezo a soñar. Qué ganas de un asado de tira, de comerlo, mucho vino, whisky, al final un melón y meterme en el mar cuando el sol empieza a volver. Ah.
Pero bueno, conformismo crítico, ahora tenemos este texto, vamos a vivir acá un rato.
Este texto es la carta en la botella al mar. Pero. Lo que incluye en el tejido de mis deseos es la desproporción. La divina desproporción. Entre causa y efecto, un océano. La forma de morir a la muerte. No hay proporción entre la vida y lo otro, el silencio de antes y la mudez posterior. Entonces toda la desproporción que se construya en vida sustrae del cálculo nuestros segundos, nuestros gestos, y no hay muerte ya. Aunque no se trata de ya, ni de todavía.
Nestor K se murió, pero eso no es terrible, no deja de ser un gesto. Lo terrible, si se lo quiere pensar, es que Nestor K todavía está muerto. No se quiere pensar, no hay cómo ni para qué. Entonces intervengamos el universo de cálculos y hagámoslo cagar con la desproporción. Un océano.

Debería escribir sobre al año que pasó.
Todos los 22 de noviembre, tercer capítulo:
Es como un cumpleaños elegido, impuesto de manera artificial. Funciona también como una cicatriz rítimica, fatal. Entonces el texto.
Suena el teléfono.
Era mi hermana Laura. Llamó para que yo le pidiera una foto para el texto de este año. Eso forma parte del ritmo. De paso va a pasar por acá: viene a buscar el libro de Proust para llevarle a nuestra hermana Ayi que vive en Alemaña y anda en busca del tiempo perdido.
(Soy irreparable: para encontrarse con la palabra “nuestra” mi cerebro recorrió opciones como “mi-y-su”).
Lo que tengo de este año, en el cuerpo, es lo que tengo de ayer, la resaca de la fiesta de ayer. Cumpleaños de Caro-mi-novia, Agustín-mi-amigo, y, según sus palabras en el mail de invitación, Rodrigo-mi-compañero.
Los días previos a la fiesta estuve interrogándome al respecto (Rodrigo nombrándome “compañero”), preguntándome si tenía o no que hacerle algún comentario.
No llegué a ninguna conclusión y lo dejé librado al alcohol. El mensaje que las botellas, la parte llena de las botellas, quisiera enviar a la posteridad. Obviamente el alcohol lo dijo. Sus respuestas fueron más que satisfactorias. La más verosímil (o la que yo sospechaba): se trató de un problema literario, estilístico: no quería repetir la palabra “amigo” en una sola línea. Así es como la literatura nos enfrenta a las palabras (en el sentido de que nos enemista) y el estilo consiste en (nos obliga a) darles batalla hasta terminar diciendo eso que las palabras no pueden decir por completo.
Cómo nos reímos.
Me acuerdo muy bien de la fiesta de ayer. Además de bailar, hablé con amigos: con casi todos y cada uno elaboré algún proyecto vital o laboral, algo de la vida en común. La puesta en común de la alegría de estar vivos al mismo tiempo y con amor. Es la manera que tenemos muchos de tallar los vínculos, de habitar el paraíso desproporcionado de la amistad: la puesta en futuro. Vivir la felicidad presente de imaginar el futuro en común. Este año me dediqué básicamente a eso: imaginar proyectos con otros. Me encantaría que sucedan, pero más me gusta imaginarlos. Como el imposible asado al mediodía al final del viaje a Rosario. Los proyectos conjuntos, los posibles y los imposibles, vibran con la misma frecuencia en el lugar del cerebro en que se aloja el espíritu (el mío). El taller de composición literaria y musical con Facu, el restaurante a puertas cerradas con mis hermanas, la telenovela con el Colo, el taller de radio con Ariel, los libros con mi padre, el servicio gastronómico con Loren, los asados salvajes en la casa de Oliverio, la casa en el tigre con Romero y Agustín, y todos los que me olvido ahora mismo. Y los que nunca comenté a mis ya futuros compañeros.
Tuve una duda, interesante: pensé en no incluir el párrafo de acá arriba, adhiriendo a la idea de que los proyectos que se mencionan en sus vísperas al final fracasan, en el sentido de que no se cumplen. Pero estos ya se cumplieron en su fracaso natural, y si llegan a participar de la realidad fáctica no tendrá que ver con supersticiones de la lengua. Interesante superstición: lo que se dice no pasa. O sea que la magia (la fe en lo que no hay) se atribuye la capacidad de decir lo que hay y lo que no, y dice que el decir no existe y que lo que existe nace en un segundo, sin palabras. No me hagan reír. Se podría invertir la estructura de la superstición, y proponer que lo que se dice, por ejemplo esto que escribo, fracasa porque va a haber no pasado. Cuando la escritura es lo que hace que haya pasado. La puesta en fracaso de la comprobación fehaciente, la puesta en fracaso que da existencia presente a lo que ha pasado. ¡Esa!
De hecho, hoy me puso triste no haberle propuesto nada a Ariel. Tenía ganas de proponerle algo para el futuro, aunque todavía ayer no sabía qué. No hubo ocasión de imaginarlo, una pena. Mañana lo llamo y le propongo proponernos algo.
Gran fiesta, me acuerdo y me divierto solo.

Qué calor que hace. Hace un rato, en la cama, me preguntaba por el rol del clima en los recuerdos. Al parecer, cuando el relato del recuerdo se construye, se retira delicadamente el clima que reinaba en los hechos; a no ser que el clima sea el protagonista principal del relato del recuerdo. "Qué frío que hacía esa noche en Purmamarca, Caro". ¿Y con los sueños y el clima, qué pasa? ¿Alguien pensó en eso? Vamos genios, no sean vagos.
O sea que, entre amigos, la proyección de un futuro en común es como el momento de cortejo que se eterniza, la tensión específica de lo previo. Como la espera ansiosa y afantasmada por la carne que se asa en la parrilla, la espera ansiosa e infantil de los cuerpos que tienden a trenzarse en garche. La ansiedad tiene mala prensa, pero está: en el placer, en el deseo, en el placer de desear, y así. Porque es esa ansiedad, en esa espera, la que define el estilo de las cosas. La identidad de la ansiedad cicatriza, y el modo de la espera queda para siempre grabado en el gusto de la cosa que finalmente llega a la mesa o se sirve en la cama.
La proyección del futuro en común es el cortejo de los amigos. La realización de uno de esos proyectos viene a ser el instante sublime, el orgasmo (mal llamado acabar).
El sostenimiento en el tiempo de ese proyecto, la habitación conjunta con el amigo de ese proyecto puesto en la realidad, es equivalente al momento de dejarse caer de lado, cerca del cuerpo deseado y sudado, respirar en la semi oscuridad y que justo, justo, justo empiecen a caer la primeras gotas de una lluvia sobre el techo de chapa de los vecinos. Eso es vida.
Eso pasó esta tarde, más temprano. Justo, justo: una gota, dos gotas, la lluvia. Me sentí como un niño consentido por el universo y el azar. Como cuando todo se anuda en un relato, y esa sensación tan perfectamente opuesta a la angustia te electriza el bocho. Esa euforia de que hay una verdad aparente pero esta vez es buena, o al menos propia. Y uno desciende de un lado a otro del océano varias veces en un segundo. Tomar el océano entero de fondo azul, y dentro de la botella en la que estaba el océano anotar un deseo por escrito, tomarlo otra vez de un trago, y al leerlo encontrar perfectamente redactada en castellano del Ríodelaplata la biografía de ese segundo que no ha terminado.
Eso me pasa cuando puedo escribir. Es lógico que no me salga todos los días.
Este texto debería terminar acá, pero voy a seguir porque se me acaba de ocurrir algo fascinantemente estúpido, a saber: “no todo lo que escribo en este texto es verdad (¿?)”.
Uno de mis peores defectos, le diría a D’s si existiera con la forma de un encargado de Recursos Humanos, y el paraíso fuera la empresa en la que yo quisiera hacer carrera, “mi peor defecto es que no aprendo de mi mismo”.
No todo en este texto es la verdad, por la sencilla razón de que es un texto; los nombres intentan nombrar personajes que están vinculados con personas que nadie, ni cada uno de ellos mismos, conoce por completo, en su verdad. Por otra parte, por el carácter público e impúdico de esta novela en capítulos anuales, el mismo texto puede afectar a la vida “Real”, con mayúsculas porque refiere al Reino de los hechos, con su corte y sus palacios. Así que hay que ir midiendo la oscilación dialéctica (ahí faltaría una palabra más exacta) de esta novela y mi vida. Para que no queden demasiado mal ninguna de las dos. No me interesa que ninguna de las dos sea perfecta, mi vida y esta novela, pero quiero que se lleven bien. Es todo lo que quiero.
Entonces el surfeo literario entre la Verdad y el Verosímil, en este caso está signado por intereses puntuales, y el pacto con sus lectores, y el estilo que de todo esto deriva, no proviene de una sesuda decisión literaria sino de todo lo contrario: una necesidad indefendible de tan tangible.
Agosto, madrugada, en la cama de un hostel de Purmamarca con Caro, alrededor de veinte grados bajo cero, yo estoy tomando un licor de Arca, digo que me cura todo, que me hace bien, me saca el frío y me pone cosas mejores, y digo “qué lindo va a estar el 22 de noviembre”. A eso me refiero. Vivir para reaparecer sincero sin esfuerzo en un texto que se quiera escribir.
Cuando se viaja se sueña, y cuando se sueña se viaja (literalmente, se sueña que se viaja). Antes y después, se escribe. Nunca durante.
Volvimos del viaje con los bolsos llenos de papas de todos colores, maíz, maní… Ya en Buenos Aires cociné para el cumpleaños de mi hermana Vero una traducción desesperada de una sopa de maní entre alucinante y alucinógena que comí lejos. Mis padres habían comprado unos platos bien grandes, supongo que para agasajar mi entusiasmo culinario. Para esos platos cociné de otra forma, con otro sentido. Creo que esa misma noche me dije que si no le daba a mi gusto por cocinar un lugar más ancho en mi vida, no estaba a la altura de mis propios deseos. Así nació el deseo del restaurante a puertas cerradas. Qué manera de desear. Cómo me gusta imaginar ese lugar, esa cocina. No hay avances en su materialización, pero por las dudas se lo cuento a todo al mundo, a ver si alguien tiene la otra parte de la cosa. La que viene a acoplarse como un acorde del big bang.
Tal vez me estoy contestando una pregunta perturbadora que se me instaló en todas las escapadas de este año y sus respectivos regresos. ¿Hay alguna forma sensata/legítima de traducir esa sensación extraña y magnífica de los viajes en la vida urbana cotidiana? ¿Hay formas de que eso no se pierda al volver al ritmo cotidiano, al mundo de las certezas y las explicaciones? ¿Son esos pensamientos en viaje como las frases perfectas que aparecen en los sueños y nunca se pueden recordar con precisión? Queda esa sensación, la sensación “algo”, lo que bordea esa verdad poética inmensa que hace tambalear todo lo que se pueda pensar de uno mismo, fragmento exegético que se acuartela en el rincón del Yo al que no se puede acceder. ¿Qué hacemos con eso? ¿Hay forma de…? ¿De qué?
Esa es la respuesta. Supongo que hay que oficiar de traductor denodadamente malo. Dejar que eso inaprensible se convierta en cualquier otra cosa. No hay manera de aprehender esa lección como si fuera universitaria, hay que dejarla explotar y que sus esquirlas apadrinen lo diverso.
¿Cómo se traduce…? La belleza y la muerte rimando un gospel en el trayecto de Humahuaca a Iruya. ¿Cómo se dice? No se dice, se canta. Cantemos esa canción. Todos los días, entre los edificios y los espejos, cantemos esa canción como si la entendiéramos, como si no la supiéramos perdida. Habitemos el desgarro con desproporción, con bizarría. Nombremos “pachamama” a un cubículo lleno de humo en el centro mismo de la ciudad. Escribamos un texto. ¿Alcanza? No, no alcanza… ¿y?
Adelante. Relatemos la parte gruesa de los sueños e interpretémoslos con un doctor. Pero atrapemos al pez dorado y dejémoslo en una botella enterrada en la montaña que se muere de sed pero no se muere. Pero no al océano, porque el pez Dorado es un pez de río. Eso es un chiste. Que me dio hambre.
Tengo una pechuga de pollo cortada en cubos y marinándose en una mezcla de yogurt, ajo, cilantro y demás. Cuando venga mi hermana lo voy a mezclar con un arroz. Se está marinando porque lo preparé para comer hace un par de días pero al final me fui de joda. Mi dispersión, mi inconsistencia hecha estilo, forma de hacer. Pollo marinado dos días. El estilo es la forma particular de atravesar las dificultades, ¿cierto?

Mi hermana ya había comido, y ya se fue con los libros. O sea que tal vez el pollo extienda su marinada, quizás hasta pudrirse. Ese es el problema de las personas reales: aún cuando uno no las nombra andan existiendo por ahí.


Ayer, charlando con Dani, evoqué un momento muy intenso de mi vida. Tenía cuatro años. Esto lo se exactamente porque me fijé en Wikipedia. Fui con mi familia a algún lugar para ver pasar el cometa Halley. 1986, como este, año de mundial. El cometa Halley pasa cada 74 años, y yo esa tarde estaba disfrazado de El Hombre Araña. El traje completo. Recuerdo que la parte de la máscara me daba calor (en el sentido social), y sólo me la puse cuando algunos (que, ahora que lo pienso, debían ser habitantes de planetas anteriores) empezaron a vocear que se venía, se viene se viene el cometa.
¡¡¡¡¡AH!!!!!!
“Barrilete cósmico, de qué planeta viniste…”. 1986. Es por esto que a Víctor Hugo Morales se le ocurrió esa metáfora el día del gol de maradona a los ingleses. Escribo maradona con minúscula a propósito, ojo, aunque no sé cuál es el propósito. O sea que vamos a volver a salir campeones del mundo dentro de aproximadamente cincuenta años. Voy a pedir que me entierren con el traje de El Hombre Araña, para estar bajo tierra pero a la altura de los acontecimientos.
En esa época ya era relator de fútbol. Me encerraba en mi cuarto y relataba partidos de Ñuls mientras los imaginaba. Dos tiempos de cuarenta y cinco minutos. Podría mentir y decir que mi modelo de relator, mi primer ídolo, fue Víctor Hugo Morales, pero. Mi modelo era un relator de una radio de Rosario que llegaba, a duras penas y haciendo malabares con la antena de la radio, a Buenos Aires. Aprendí de la distancia y las interferencias.
Este año estuve en Rosario, en el final de una cadena de sucesos. Agustín me pidió que escribiera algún ensayo sobre fútbol. La escritura a pedido tiene mala prensa, supongo que porque los que la desprecian no son escritores y son unos cretinos. Es genial que te pidan que escribas. ¿Qué más podría pedir que me pidan? Escribí un ensayo sobre los jugadores borrachos, y otro sobre Ñuls. Dos de mis pasiones irracionales (por lo tanto) sentimentales más grandes. Armamos y publicamos el libro de ensayos sobre fútbol junto a varios otros, y fuimos a presentarlo a Rosario. Esa noche, charlando con Juan, uno de los compiladores del libro, que horas antes me había prohibido leer el texto de Ñuls en la presentación (haciendo honor al apodo de “canalla” con que ellos nombran a su cluBcito), le conté de esta pasión mía de la infancia, y resulta que él hacía exactamente lo mismo. No lo podíamos creer. Hinchas de los equipos enemigos, en distintas ciudades, compartíamos el juego solitario y sus rituales. Algún día debemos haber relatado un clásico rosarino al mismo tiempo, aunque con resultados opuestos. No pude sostener la fuerte intención de no quererlo que había engendrado hacía unas horas.
Obviamente durante ese fin de semana Ñuls jugó en Buenos Aires. Nuestro amor se gesta en la distancia, la dificultad y las intrincadas bromas del azar. Lo curioso es que, por primera vez en años, tampoco vi el partido por televisión, ni lo escuché por radio. Sólo fui interpretando el resultado, apasionadamente mientras simulaba hacer otra cosa, por los gritos callejeros.
Ganamos.
Lo que recuerdo ahora mismo de esos días: caminando por la ciudad, con Dani, Ana y Loren, pateando una pelota. En silencio. Armando jugadas, dialogando con los pies. Cruzando la calle para patear un centro desde la vereda de enfrente. Los caminantes desconocidos que venían de frente sumándose al juego. El zen en el arte del fútbol callejero. El zen sudaca, argentino, rosarino. Cuatro casi-adultos compartiendo respetuosamente un juego solitario, con una pelota real reemplazando a la habitual pelota imaginaria.
Ganamos.
Y también recuerdo ahora mismo el río. El río, que había aparecido como un chiste en este texto, vuelve. Nunca hay subestimar al río. El río que vuelve, y las miradas en el río. Todo ahí.
Cuando tuve que mandar una foto de mi cara, para una revista, mandé una en la que estoy en Rosario, mirando el río. Algo de lo inexplicable, algo de lo que no puedo no ser, creo que está ahí. Mucho más que en un espejo.
Oliverio escribió algo al respecto en una novela magnífica que leí hace poco, algo así como que el sufrimiento de cada persona se revela en su modo de mirar el paisaje, y solo los que son familiares pueden mirar el río con la misma expresión. Me conmovió, y me hizo evocar miradas frente al río. Esos silencios que se hacen de pronto para mirar al (o el) río, silencios mágicos y absurdos como los que se arman en los “recitales de pintura” de Lula.
Recordé las miradas de aquella vez en Rosario, planeando un asado que nunca sucedería, y las miradas otra vez, en el delta del Tigre. Estábamos con Agustín en un muelle, esperando nada. Era una época complicada para él y muy incierta para mí. En un momento le miré la mirada que miraba el río. Fue como un pavor emocionante, el descubrimiento de una fatalidad agraciada. Esa mirada no se parecía en nada a lo que yo podía imaginar de mi mirada, ni a ninguna otra mirada que hubiera visto jamás. Eso era él, irremediablemente otro, y justo por eso cercano. Cercano en su distancia. Un amigo.
Ahí pasa el cometa, otra vez. Qué ritmo loco.
Ayer Dani me dijo “Claro, sabías que era una ocasión muy especial y te vestiste con tu mejor traje”.
Yo tenía cuatro años, era el Hombre Araña, y me pareció justo incluirme en el ritmo cósmico, empezar una broma pesada sin fecha de vencimiento.

Intervine en la historia secreta, en el caos, tan chiquito y para siempre, como cuando me disfracé de Romina Yan y puse una piedra encima de otra entre lo inmenso de un cerro de la Quebrada de Humahuca. Intervine, y a mi lado Caro entendió algo, se disfrazó de ella misma y me entendió, para siempre, como un casamiento silencioso que es el amor que se festeja a sí mismo consigo mismo, una desproporción, total,
¡No hay propoción sexual!, gritan mis padres, disfrazados de Lacán en el aeropuerto de Ezeiza cuando uno de los dos vuelve de Venezuela y el otro lo busca con un auto nuevo, y recién entonces (¡tanto tiempo!) yo empiezo a existir en un relato,
total desproporción de perderse ante lo inmenso de la Historia de una Montaña, de los ritmos del universo en caos, y venir a encontrarse en lo más pequeño, un disfraz de piedra,
y otra piedra que se le pone encima,
dos juntos, somos piedras, para siempre esa vez,
a la vista de nadie, sin vernos ni siquiera
nosotros mismos
que somos dos
piedras.

barrilete cósmica
yo sé
de que planeta viniste.








Si seguimos vivos, nos vemos el año que viene.

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