Sunday, November 22, 2020
Una vez por año #13
Sí, querido lector hipotético, que abrís este archivo en tu dispositivo, dentro de cien o doscientos años y, ansioso, con afán investigador, porque sos un arqueólogo aficionado, porque te lo pidieron en la facultad, o porque sí, salteás capítulos hasta llegar acá: sí, este es el episodio 13, el número maldito, correspondiente al año 2020.
Te voy a
decepcionar y a sorprender con una reflexión que nada que ver: me resulta muy
notable como, si bien los días son todos siempre tan radicalmente distintos
unos a otros, los años, vistos en perspectiva, resultan tan parecidos.
Me imagino tu
mueca de desagrado, hipotético lector, pero no voy a hacer nada para impedirlo.
En este 2020 tan peculiar, cuando ahora me siento a escribir acá, escondido, en
un eclipse donde descanso de todo, lo último que me interesa es condicionar la
mueca del lector.
Cuando uno repite
una acción todos los días, la diferencia de los estados internos se vuelve más
evidente. Si todos los días a la misma hora dormís a una niña, o dos, leyendo
un cuento, por ejemplo; o si todos los días a la misma hora te sentás en un
almohadoncito en el piso a mirar la pared; se nota muchísimo la cantidad de
sensaciones distintas, con sus millones de matices, que uno puede estar experimentando,
aunque no esté pasando nada dramáticamente distinto.
La voz que me
sale al leer los cuentos a la noche, por ejemplo, me dice mucho de cómo estuvo
el día, aunque durante el día no haya sido capaz de notar grandes diferencias.
Pero bueno,
lector, si querés datos concretos, historias concretas sobre la pandemia, sobre
cómo se vivió este 2020 desde adentro, supongo que tendrás a disposición millones
de toneladas de información. Hoy, acá, la pandemia es esto: un leve cambio en
el horizonte. El recuerdo de unos primeros días, a donde nos quedamos a vivir
para siempre: la bomba de perplejidad y su eco.
Yo te pregunto a
vos, lector, cómo se lee esta voz contrastada con lo que, vos ya sabés, pasó
después. Cuánto tardó en llegar la siguiente. ¿La definitiva?
Tal vez, en tu
ahora, todas las novelas sean así: abiertas, escritas en tiempo real, creciendo
en tu dispositivo conforme pasan los años-capítulos.
El año pasado
también le pregunté algo al futuro, lo leí hace un rato, fíjense qué curioso
suena ahora: “Parado en este momento, en este faro del año,
pienso que en el próximo capítulo tal vez tenga un lugar extraordinariamente
importante algo que todavía no conozco. Es emocionante.”
Bueno, por ahora,
trucos. Nada más que trucos. Una pena, porque la narrativa es magia. No debería
ser necesario recurrir a trucos.
Una noche de este
año me desperté con un cuento en la cabeza. Después de varios meses de trabajar
a destajo intentando escribir al tanteo, una y otra vez, lo que otras personas
querrían que escriba, se ve que ciertos procesos creativos-narrativos se
siguieron dando de manera autónoma en mi cuerpo, sin llamarme la atención, y
una noche me desperté a las cinco de la mañana con una historia que tenía su
tono, su ritmo, su extensión, todo. Nunca me había pasado así, de manera tan
poco voluntaria. Durante varios minutos intenté seguir durmiendo, no muy
convencido de que se tratara de verdad de un relato, y no de una ensoñación
solo comprensible dentro del sueño o de la duermevela, pero me fui despertando
progresivamente, mientras canturreaba el canto del cuento, y de pronto estaba
sentado en el escritorio escribiendo a mano, con lápiz sobre un cuaderno.
¿Por qué lo
escribí en lápiz sobre un cuaderno? Ni la menor idea. No me lo había preguntado
hasta ahora, que lo escribo acá, y a leerlo me da la sensación de que estoy
inventando algo un poco demasiado inverosímil.
El cuento es una
persona, una voz que, cuenta: cada vez que mete las manos en los bolsillos,
saca papel picado. Muy probablemente provenga de algo que le escuché decir a Tom
Waits en una entrevista, algo sobre la diferencia entre los brillos de colores
y el diamante/corazón. Pero no estoy seguro. Es probable que Tom Waits haya
dicho algo de eso en inglés, y yo entendí cualquier cosa, una cualquier cosa
muy particular y precisa que se fue compostando en mi cuerpo-espíritu y, este
año, una noche… etc.
Si me preguntan
dónde pasé “la pandemia”, diría que en la terraza de esta casa. Ahí recuerdo
haber vivido realmente el cimbronazo, la onda expansiva. Adentro de la casa me
dispuse a tejer y destejer, cada día, la articulación imposible de la vida
familiar, laboral, etc. Era durante esos minutos en que estaba solo, en la
terraza, que la perplejidad me tomaba por completo. Que se me presentaba el
problema que no podía resolver con acción.
Pero qué
preguntas tan concretas me hacés, hipotético. Por qué debería contestarte
semejante cosa. Intentar hablar de esto dentro de cien o doscientos años es
como cuando volvías de un viaje y te pedían que cuentes algo… Imposible. Lo que
hay para contar solo va a aparecer de a poco, cuando una pregunta aparezca
justa. ¿Existirán todavía los viajes, Hipo?
Me siento pesado,
hoy las frases tienen algo denso, opaco. Fue un año muy hablado, está claro. Y
lo que yo podría venir a buscar acá es otra cosa, una suspensión momentánea en
lo imposible. Escuchar, debajo de las toneladas de pedidos y preguntas ajenas,
exteriores, una pequeña pregunta mía.
Hace calor.
Suenan unos mosquitos. No está fluyendo.
Me vengo a la
terraza. Un cierto vientito, ladridos vecinos. El olor de las plantas, el bicherío.
Algo que me saque esta rara imposición de conectar, de hilvanar.
No quiero narrar,
concluir ni reflexionar. Quiero dejarme estar.
Y si se extinguen
los viajes, ¿es un problema? ¿No es cierto que puedo sentir en la boca la tierra
húmeda del viñedo mendocino donde crecen las uvas petit verdot con las que
hacen este Chikiyam que estoy tomando? ¿Y?
Voy a prender la
luz. Estaba escribiendo a oscuras para no molestar a los vecinos. Soy un vecino
modelo. Y pienso también en ponerme Off. ¿Puede ser que tenga que hacer tantas
cosas para sentarme por fin a escribir? ¿Qué está pasando? De pronto es como ir
a la playa en familia (caminando). (¿Hay que viajar? ¿Es necesario?)
La verdad es que
el artefacto este llamado “año” está muy bien hecho. Fue en este mismo “año”
que decidí, después de tantos años de negación, o inhibición, o reacción, empezar
a usar redes sociales. Muy poco tiempo
después recibí un llamado, de esos que marcan dónde cortar el pastrón, dónde
empezar la anécdota: cierta antigua amiga, a la que no veía desde hacía una
década, me propuso escribir guiones de una serie. Nótese, en los capítulos
anteriores, hace cuántos años que había abandonado yo la idea de trabajar de
guionista. El llamado inesperado en el momento justo. El único problema del
trabajo era que tenía que viajar todos los días hasta la otra punta de la
ciudad, para trabajar de manera “presencial”.
Pocos días
después, la pandemia llegó al país. Primero la suspensión de las clases, y
entonces el enfrentamiento con el tabú: la certeza súbita y masiva de que hemos
armado una vida que no somos capaces de vivir.
Y después, todo
lo demás.
De alguna manera
siempre me hice la pregunta, en los últimos capítulos, de si lo que estaba
eligiendo realmente lo elegiría aún si tuviera que vivirlo en condiciones de “isla
desierta”. Un lector atento podría haber advertido una concienzuda preparación
para el naufragio: la cocina, la meditación, la escritura.
Recién hace unos
días, después de varios meses, conocí “en persona” a esa decena de compañeres
de este trabajo que me tuvo absorbido todo el año de la pandemia. Un shock.
¿Cómo pensar que uno conoce a alguien al que no le conoce el andar? Somos
capaces de reconocer por su andar, de espaldas y a muchos metros de distancia,
a una persona que no vemos desde la infancia. Lo he comprobado viviendo con
balcón en primer piso en Corrientes y Angel Gallardo. La cara de las personas
tiene menos importancia de lo que imaginamos. La nuestra, muchísimo menos aún.
Y el tema
económico, claro está. Un “milagro”, se diría, en estos tiempos. Es rara la
nostalgia que surge cuando uno deja de tener problemas económicos. La nostalgia
de las cosas concretas es consistente, elaborable; la nostalgia del vacío es
otra cosa. Merecería otro término para nombrarla.
El tema del
vacío, siempre. Llega un momento, parece, que se empieza a administrar. Ahora
creo haber entendido que es necesario dejar un espacio vacío, que hasta se
puede diseñar su presencia de manera más o menos voluntaria. Por ejemplo,
clasificar esos pensamientos referentes al futuro, con estatus de presente. O
sea, que haya pensamientos “oficiales” para dedicarle a todo aquello que “todavía
no”. Voy a intentar aclarar, porque creo que puede ser importante, aún para
vos, hipotético lector del futuro. Cuando uno tiene, por ejemplo, problemas
económicos, tiene de algún modo “resuelto” el problema del futuro: o sea, ya
sabe qué tiene que hacer en el futuro; el futuro es el momento donde,
finalmente, se consigue plata. Cuando desaparece esa carencia, de pronto el
futuro se vuelve más complejo de descifrar, porque de todos modos siempre algo
falta, ¿no? No sé qué va a pasar, pero me di cuenta de que me conviene tener a
mano pensamientos de futuro que no me generen ansiedad sino que calmen. Por
alguna razón, cuando pienso que en el futuro podría dedicarme a un
emprendimiento gastronómico (¿?) me pongo ansioso; en cambio cuando pienso en
una editorial artesanal, me invade un sosiego cósmico. Intento tener, al menos
una vez por semana, al menos veinte minutos de caminar por la casa sin ton ni
son, viviendo en el futuro. Es parte de mi economía energética-temporal. En
cualquier caso (gastronómico, editorial, monacal, vengativo, inesperado, punk,
etc.) cada tanto encuentro la llave para acceder a cierta sensación: de todas
formas no lo necesito. No necesito saber.
Eso es
maravilloso. No necesitar saber.
Este año, el año
de la pandemia, tuvo lugar una suerte de “corrida de saberes”; como cuando
todos corren al banco a cambiar o retirar su plata, cuando apareció entre
nosotros la pandemia, y la certeza de lo poco que sabíamos sobre lo que podía
alterar por completo nuestras vidas, de pronto todos los saberes, sobre lo que
sea, se inflaron como burbujas. Hubo un momento, cerca de mitad de año, en que
casi todas las personas daban y recibían talleres sobre algo. A mi me tocó dar
un taller llamado “compost de escritura”. Por supuesto, un experimento de
no-saber en práctica. Pero igual cada tanto me sentía tentado de impartir mis
sabercitos.
La escritura
tiene una relación rara con el saber. Puede conciliar el no-saber, está dentro
de sus gracias, pero en un tire y afloje bastante complejo. Creo que la
escritura permite conciliar la posibilidad de vivir sin saber, pero mediante el
movimiento de estar yéndolo a buscar.
Es lo que pasa
con la identidad o el espíritu ¿no? Hoy pensaba, hablando con mi madre sobre la
serie acerca del caso García Belsunce (???) que el espíritu (a ella le hablé de
la identidad porque es psicoanalista, para que no se asuste) está tramada como
un relato policial. Un montón de cualidades evidentes, mezcladas de manera
confusa, sostenidas por un hilo conductor oculto.
En cambio el
cantar… es otro cantar. Aun cuando se trate de cantar lo escrito, de
escribir-cantar. Qué ganas de cantar. Creo
que es de las pocas formas activas de no-saber que puede adquirir la voz. Pudiendo
escribir y cantar, realmente no veo la necesidad de hablar, que tantos
problemas genera.
Qué cantidad de bichos
que viven en esta terraza. Cada uno con su velocidad y su sombra.
La voz tiene a la
vez la evidencia y el misterio. Y la duración.
Como mínimo, una
familia de lagartijas cada vez menos tímidas. Y los pájaros, ¿qué hacen los
pájaros de noche? Durante el día se llena. Muchos vienen en parejas, las palomas
con rastas que cagan sobre la medianera, el de panza color polvo de ladrillo,
el picaflor que levita. Me gusta que esta terraza les sirva de hogar, como la
fonda que recibe a todos los seres porque es una reproducción del cosmos en
miniatura. También me da un poco de miedo. El síndrome de la invasión... ¿no
habrá que hacer algo?
Como buen lector
de Levrero, durante toda la vida me ha pasado (considerando a “la vida” como el
lapso desde que empecé a leer a Levrero hasta hoy) que se me aparecieran aves
representando algo o alguien en los momentos cruciales. Ante los nacimientos y
las muertes, de personas físicas o de vínculos, siempre aparecía algún pájaro
actuando la situación, cual performance, en las inmediaciones de la casa de
turno.
Bueno, ahora
parece que vinieron todos. Que se baraja y se da de nuevo. No parecen actores,
o sea, no parecen ser los términos de una metáfora, no refieren a otra cosa; se
ven más bien como encarnaciones, parciales, fugaces, pero de plena realidad, de
lo que pasó o de lo que habría pasado. Como si los pájaros fueran… antenas. Antenitas
metafísicas inalámbricas, que registran todo lo que no se cuenta, que le dan cuerpo
a lo que no está pasando pero existe.
Y ahora están
todos acá, formando mensajes para avisarme de la que se viene, desesperados por
hacerse entender, desesperados o no, cagándose de risa de que los miro y no me
doy por aluddido.
Así cantan: ¡Huí!
¡Huí! Huiiiiiiiiii
Huí mientras
puedas, me cantan. Desaparecé, dicen. Antes de que la verdad estadística te
trague, hacete invisible. Como hizo el italiano, el físico ese. Como hizo
ETTORE MAJORANA.
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