Tuesday, November 22, 2016

Una vez por año #9


El Infierno es un remís
que no avanza
por las calles de Lanús
mientras disminuye
el volumen de la sirena
de una ambulancia
rumbo a Lomas de Zamora.






Una voz que empuja y se retira.
Tantos principios posibles, un estallido de comienzos: vengo pensando en este capítulo desde hace unos días, cuando me di cuenta de que faltaba tan poco, y ya no lo pude abandonar, no pude dejar de empezarlo en la cabeza; así que ahora, también de pronto, interrumpo el circuito de dudas previas, escribo.
Escribir para interrumpir la nada. Ajá. Vino con soda, suena el teléfono. ¿Hace cuanto tengo y uso wasap?
No recuerdo, escribí recién. Y lo repito: no me acuerdo (corregido) con qué criterio venía usando, diciendo u ocultando, los nombres propios de los personajes que desfilan por acá. Me asaltó la duda. Eso es algo que le pasa a los personajes de los libros, y a los que escriben los libros, aparentemente: los asalta la duda.
Ahí aparece el tono de “malicia”.

Hace poco me di cuenta de que el hecho de haber leído muchas novelas desde muy chico probablemente me haya llevado, una y otra vez, a lo largo de toda mi vida, a tomar decisiones del modo en que toman las decisiones los personajes de las novelas: no para salvarse ni para beneficiarse, sino para… mejorar la trama. Y bueno, así pasan las cosas.

No quiero escribir, es raro. Quiero cocinar. Para comer hoy y que quede para el almuerzo con Serena y su tía Ayi, mañana.
Al menos estoy como hablando. Crema de remolacha, salsa de cilantro -a Sere le gusta mucho comer agregándole salsas a la cosa en sí.
Metatexto. Este programa de escritura que no puede sino radicalizar su contrato de honestidad cada vez, aprieta de vértigo y produce un efecto espiral que parecería poder terminar, sin ir más lejos, en el suicido: ¿así le habrá pasado a D.F. Wallace, como dice Lucha?
Fin del metatexto.
Pero vuelve: todo me parece mentira. Si sé que voy a escribir algo y empiezo a preparar el terreno para que se destaque, para que quede dicho, me percibo deshonesto.
Creo que lo que me resulta mentiroso es el formato de “continuidad”, de continuidades articuladas, engarzadas. Que si no creo en eso en mis días, por qué haría como que así se estructura mi vida.
Los fragmentos. Los precipicios. Creo haber encontrado, este año, y tal vez a mi pesar (pesando sobre mi Yo, un mono bailando sobre los hombros de Dr. Ego), una maquinita de goteo escritural muy atinada a mi estado de vida y a mi idea encarnada de la identidad. Si la identidad es más un collage que una cadena... para qué andar eslabonando.
Porque ahora, 22 de noviembre (en realidad 21: así como en los años anteriores me demoró la presión -depresionó- esta vez me apuró la inminencia), tengo que abandonar de repente la po ética del goteo, ese fraseo que precipita de la vida cotidiana como de una meditación errante y más o menos sórdida, en un archivo latente de google drive; ahora tengo que, debería, retomar esa lógica de escritura-embudo. Toda la energía por el mismo agujerito, toda al mismo tiempo y en la misma dirección: abandonar todo y escribir. No cocinar, no curar, no cuidar ni cantar. En una silla. Así se escriben las novelas. Qué gracioso, el otro día me reía, con mi amigo-maestro-camarada radial (lo venía nombrando o no? Sic), nos reíamos del paradigma ese de escritor, el arquetipo Pavese, y sus frases como “encadenarse a la silla y trabajar”. Es verdaderamente cómico. Para colmo: ¡a una silla! Pero… sentate en el piso, un rato! El deber ser de la escritura tiene esa moral de elevarse del piso. Y convertirse en una contractura cósmica. Estatua, bronce.
Hoy, no como el año pasado, estoy en mi casa monoambiental. Un ambiente que se llena de olores masticables por la noche, que duran todo el día de mañana: se van yendo a medida pasan las cosas. Mis libros están allá, en esa casa grande desde la que escribí el comunicado pasado. Esta es la casa de mi período portátil. Construir con solvencia sobre lo provisorio: en una baldosa. Otro tipo de desafío.
Es cierto que ya no me ilusiono tanto. Es cierto que es mejor así. Más vivido, menos excitado, no menos vibrante. Lo que no quiere decir disciplina, ni nada de eso. Construcción en su sentido más plano. Una ingeniería de los días, las semanas.
Hay que pensar en la agenda íntima, habría que pensar en eso como en un campo de batalla. Suele tomarse a la agenda personal como algo banal, y a la agenda pública como el territorio en disputa, pero: la agenda íntima es muy importante.
Cómo trabajarla, cómo usarla.
Experimentemos con seriedad, por favor.
Hace varias semanas que tiendo a pensar mi agenda como un archipiélago. Como si un Creador jugara a diseñar archipiélagos.
Hay que diseñar agendas.
Bueno, me mantengo en el presente puro y la teoría.
Porque el año…
porque el año…
Tal vez, el collage tenga también una utilidad práctica: poder recurrir a esos retazos, sembrar el camino de retazos para recurrir a ellos en momentos como este, y no tener que retroceder con todo el cuerpoespíritu, con los costos que eso conllevaría.
Si estoy bien, tomando algo, empezando a cocinar para hoy y mañana, ¿por qué debería tomar aire y zambullirme de vuelta en todos esos días?
Tal vez, porque esa es la gracia de este juego. Tal vez el Yo-Collage puede ser muy efectivo para un lector, pero este es mi juego solitario y lo que tiene que actualizarse, primero, es mi cuerpo en palabras.
En realidad, también es honesto hacer el recorrido (el remontaje y montaje narrativo), cuando es práctico en el presente, cuando se comienza a tornar imprescindible. Quiero decir: una forma de convivir con fantasmas en un monoambiente.
Fantasmas: movimientos y gestos que se demoran un poco y conquistan un espacio sin tiempo. Y yo acá, quiero decir, todos acá, enchufados, hablando. Cuando todos los fantasmas están enchufados, y todas sus bocas abiertas, y ya no se escuchan entre ellos… organizarlos es des-angustiarse. Lo vamos a llamar la “asamblea íntima”. No interna, como escribí primero y después suprimí, porque sucede afuera, esa es la gracia de la vida monoambiental.
Como me ha contado Sic acerca de la “mente holográfica”, o algo así. (Le creo tanto cuando habla que nunca escucho bien los detalles). Que cada tipo de pensamiento, o idea, o recuerdo, o conexión, digamos, cada objeto de producción mental ocupa un espacio en el.... espacio, real, físico. Que puede reconocerse (en qué parte del espacio que me circunda veo yo determinado recuerdo, hacia donde me dirijo para imaginar o proyectar, etc.) Esa idea, de por sí incontestable, gana matices inquietantes si se la despliega en la vida de una persona en un monoambiente. Todo lo que se ve está tocado, penetrado, por la mente. Todo es mente. Así, bailar o limpiar el monoambiente puede ser una sesión de terapia, o una danza ritual, o una sesión de espiritismo.
Y así se pueden recorrer zonas del espacio cargadas de pensamientos malos, maquinaciones (la caminata queda trabada entre dos cortes, no deja de ir y venir), zonas tentadoras y efímeras, zonas donde quedaron sembrados de manera imperceptible pensamientos o recuerdos que un buen día aparecen como salidos de la nada: al abrir un cajón, acomodar unos juguetes, barrer una esquina poco consciente.

La escritura como forma de limpiar, la limpieza como una de las artes efímeras.
Limpiar la casa: doble vaciamiento simultáneo. Yo - Casa. Se limpian las huellas de la actividad del yo en el espacio, el espacio se vacía de Yo. Y yo me vacío (me-olvido-de-mi) en la actividad de limpiar.
El Yo se vacía en la Casa que se vacía, y entre ambos (Yo, Casa)
son-mos ninguno.
Vaciarse.

Si me preguntan por mi monoambiente yo, diga lo que diga, voy a hacer foco, primero (inmediatamente) en el sector de la zapatilla donde se enchufa el cargador del teléfono, al lado de la cama, en el preciso instante en que llegué, alrededor de medianoche, con mi amigo Galle, que me llevó en auto desde la clínica de Lomas de Zamora en la que había entrado, recién, de urgencia a terapia intensiva, la Serenita.

Uf.

Nos habíamos quedado sin cargadores, nos quedábamos sin batería en los teléfonos, incomunicados. En el infierno, incomunicados. El cargador que tenía yo cuando todo empezó ese día, lo perdí en el remís que me llevó desde el centro médico de Avellaneda a la clínica Boedo, en Lomas.
La desesperación por el estado crítico de Serena se yuxtapuso en mi mente con la necesidad de conseguir un cargador.
Todavía sueño con cargadores.

Uf

Cualquiera puede escribir la palabra uf. Y agregar: acabo de exhalar un suspiro profundo.
Pero, hay que creer. Aunque sea verdad, hay que creer. Quiero decir: creer a propósito es algo difícil, muy preciso, puntual, agotador… más allá de que se trate de la verdad. ¿No? Creer no es creer en la verdad. Uno cree cuando no puede hacer otra cosa. Cuando no tiene otra cosa para hacer.
No hay que burlarse de la fe ajena, ni de la propia, ¿cierto?
Aparte, la fe siempre es ajena.
No tiene sentido, ni fin práctico, no favorece a nada ni desenmascara nada que esté firme y maquiavélicamente enmascarado. Un tipo anodino tirándole agua “bendita” a mi hija enferma y dormida logra producirme, al mismo tiempo: profunda vergüenza ajena y una ternura potentísima, ancestral, inexplicable.
Quiero decir: él no es nadie; ellos no son nadie. Son encarnaciones visuales, por no decir alucinaciones, de los que necesitamos creer, en el momento justo.
Es una obviedad: quien quiera aprovecharse de eso, lo hará con facilidad, y podrá considerarse fácilmente como un enemigo de la vida. Pero subestimar, o burlarse de eso, que viene a ser la doctrina en la que he sido criado, es un signo de inhumanidad no tan lejano.
Un poco de humildad, nada más.
Esto parece una guerra larguísima alrededor del cosmos por la conquista de un brevísimo espacio de humildad.
Ahí, llorando. Yo ahí, llorando, como un…
El llanto es algo efectivamente intenso. Es la definición misma de intensidad. Al menos aquel llanto. Que no busca nada, que no puede lograr nada, que no se arraiga en el pasado (el llanto por el hijo sano) ni en el peor futuro (el llanto por el hijo muerto), sino que es un presente exhausto de impotencia. Cansado de tanto no-poder. Ese llanto es, digamos, la expresión física positiva de la impotencia.    

Dios nació cuando los hijos van a la guerra.

Una de las primeras tardes fui de Lomas a mi casa en Barracas (es notable como, a pesar de que estoy ahora en mi casa, la redacción natural de esta frase se impone en sentido inverso, como si todavía estuviera allá); a buscar ropa, juguetes de Serena, pegarme una ducha. Cuando empecé a volver ya era de noche. Mientras caminaba hacia la parada del 100, se levantó el viento. No un viento, ni un par de vientos, ni cierto viento fuerte: se levantó EL viento. La poca gente en la calle se tapaba los ojos, se agarraba de estructuras sólidas para no volarse. Yo tenía presente que en ese mismo instante muchas personas que conocen a Serena estaban improvisando sus llamados, sus empujes, imponiéndole condiciones al caos para que la energía se condujera en la dirección necesaria… Algo me puso optimista.
Al día siguiente empezó a mejorar. Nos dijeron que no iba a ser necesario hacerle diálisis. Mientras dormía le explicamos que tenía adentro un bichito malo que tenía que sacar del cuerpo haciendo pis. Y empezó a hacer pis. A llenar bolsas de pis.
Después me explicaron que el viento ese es propio de la primavera, que sirve a la reproducción de las plantas. Era 23 de septiembre.
Hoy es 22 de noviembre, son las tres y media pasadas de la tarde (ya almorzamos con Sere y Ayi lo que en el párrafo que viene todavía estaré cocinando); Sere está en el jardín, y es muy fácil para mí escribir las palabras:
estoy llorando.    

Buena parte de la bondiola va al horno, la otra al freezer. Me he inventado el siguiente sistema: cada vez que compro una pieza de carne más o menos grande, saco una parte y la freezo. Entonces, cuando es necesario descongelar la heladera (esta heladera grandota y antigua que por la noche imita el canto de los grillos en la llanura) tengo el incentivo de ver cómo el inmenso bloque de hielo va cediendo y permitiendo descubrir, en su interior, secretos cárnicos que van a parar, ahí mismo, a mi parrilla de balcón.
Es, en parte, como algo que debo haber contado en algún capítulo antiguo de esta novela: aquella costumbre de guardar, al final de cada temporada, billetes en los bolsillos de pantalones que ya no voy a usar por unos meses, para tener la sorpresa de encontrármelos después.
Son las estaciones.

Ahora también: un seudo chucrut, con repollo, manzana, cebolla, vinagre… A llenar el ambiente de olor! a saturar, a saturar!
A celebrar este día de repliegue y ensimismamiento y des-simismamiento.

En la esquina de la clínica Boedo abrió un boliche de sandwiches a la parrilla justo el día en que internaron a Serena. Fueron dos semanas. Probando cada uno de los sandwiches. Cada vez, una isla: una perspectiva panorámica. Primero el infierno, después el encierro incierto, después incomodidad, esperanza, ansiedad, alivio. Cada estación con sus condimentos.
Ante la explicación de Sic acerca de que lo sagrado es el punto exacto en que se cruzan lo íntimo y lo cósmico, mi nuevo amigo Vasco, de-morador de la casa de Li To, cuenta que encuentra ese punto exacto en la comida, o en el comer.
Busque cada uno su punto exacto.

El monoambiente es como si el cuerpo fuera transparente y la temporalidad, flexible. La ropa del invierno y el verano, los juegos de Serena y los instrumentos de trabajo, la música posible, los libros seleccionados, para grandes y para chicos, los tamaños: la mesa grande y la mesa chica, la silla grande y la silla chica, el tiempo estacionado.

Es un momento de incertidumbre y crisis, como todo momento. Pero ahora, esta vez, estoy seguro de algo: mañana va a ser mañana. Voy a cruzar un par de veces el puente Pueyrredón, una de ellas con Serena.
Siempre cantamos la canción del caracol que lo trepa. Ella ama el puente Pueyrredón. Nos preguntamos seguido, en esos viajes, qué pasaría si lo sacamos y lo traemos a casa. Por momentos parece una mala idea: los autos se caen.
Pero no deja de ser una posibilidad.   
Yo siempre miro, me pongo de repente extremadamente perceptivo, o perceptivo de otra manera, como si yo, en efecto, fuera otro.
A veces el riachuelo está crecido, a veces está bajito.
Mirá, está alto, mirá, está bajando.
A veces huele mal, a veces peor.
Es mi relación precaria, recuperada sobre la nada, con la naturaleza entre ciudades en la que vivo.

Me río de mí; me gustaría reírme de mí hasta no ser más: hasta no poder más. Pero es arduo: el diosito que me dieron, el diosito escéptico y pendenciero de los ateos que me armaron de chico y todavía hoy me-me-rodea, es difícil de eludir.

Este año volví a escribir los sueños, gracias al trabajo con mi amigo Guga; los anoto en un cuaderno chiquito; cada sueño no debe ocupar más de una página, así que tienen un formato muy particular.   
Un día soñé esta idea:
un problema muy grave de la inmortalidad,
si se dieran las condiciones genéticas para la inmortalidad,
es que la muerte accidental sería algo
tremendamente, infinitamente peor.
Si un accidente provocara una muerte
interrumpiría una vida “interminable”; sería demasiado.
Ningún inmortal admitiría
jamás
correr ningún riesgo.
Ninguno viviría en absoluto.

Capaz que eso de evitar el collage respecto de lo ya escrito y basar todos estos capítulos en la escritura más o menos espontánea de este día, no deje de ser una moral autoinventada.
Basho, el maestro del jaiku japonés, siglo XVII, escribió un único libro narrado: un relato de un viaje por los caminos hondos de su país; cada capítulo es un fragmento de itinerario que suele terminar con el poema que escribió en el momento.
Entonces me despido así hasta el año que viene.

La vida es una pausa de guerra
en un desierto de paz
Dentro de la vida, la paz es una pausa
entreguerras.
Una demora santa
que arrastra.
Recuerdos del desierto.

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