Thursday, November 23, 2023

Una vez por año #16

Dicen que todo empezó en una cortada pintoresca, de casitas de estilo inglés, en la ciudad de Rosario, llamada Pasaje Monroe. Este año (si consideramos como un año el lapso que va de un capítulo a otro de esta novela balbuceada) pasé por la puerta de esa casa con mi hermana A., cuando ella todavía vivía allá, reviviendo la mítica decisión, esa bisagra: ¿Rosario o Buenos Aires? De esa primera mudanza, de la que obviamente no me acuerdo nada con mi memoria propia, sabrá el lector atento de estas páginas, me traje el ser de Ñuls, y quien sabe qué otro eco fantasmal.

Ahora Jime me escribe que encontró un plastificador que cobra 120 solo pulido o 260 con hidrolaqueado y puede venir el sábado…; porque ayer finalmente firmamos el contrato y hoy, una vez terminado este texto, me zambulliré en otra de esas aventuras tempo-espaciales indescriptibles.

Ese primer destino fue un departamento en la calle Olazábal, del barrio de Belgrano, espacio que suele oficiar de promedio, punto medio o negociación salomónica para parejas que se juntan en Buenos Aires llegando desde puntos distantes. Pero mis primeros recuerdos son de la casa siguiente, en calle La Pampa. Ahí donde recuerdo a mi padre correr por el living y saltar y golpear el techo con los goles de Maradona en el 86. El siguiente episodio que recuerdo claro en ese escenario es precisamente el de empezar a irnos de ahí: mi madre midiendo ese mismo living con pasos largos, junto a una persona de una inmobiliaria: siente metros y medio, medía.

Yo tendría seis años, poco más que los que tiene ahora Jacinta, que escribe en papeles sueltos: “soy jacinta me voy a mudar”. Es probable que alguna imagen de estas, de cajas que se amontonan, de objetos que se cargan y descargan, se pegue en su memoria con un pegamento voraz, de adhesión total, pero es imposible adivinar cuál: qué segmento será el elegido y por qué razón, del mismo modo que aquel momento anodino de medir el living para poner las medidas del departamento en el aviso de venta del departamento se me grabó para siempre.

De ahí al departamento de Zapiola, mi habitación chiquita con el mueble lleno de juguetes que un día decidí vaciar para hacer espacio para mi estudio de transmisión de partidos de fútbol imaginados. El balcón de tercer piso contrafrente, desde el que con mi hermana V. una tarde empezamos a arrojar regalos a un niño que cumplía años en la casa de al lado. ¿Cómo se llamaba el niño? ¿Qué edad tendrá ahora? El chico festejaba su cumple con amiguitos en el patio de su casa estilo colonial, y empezaron a lloverle regalos con cartitas a nombre de Papá Noel. Creo que esta historia ya la conté en esta novela, pero como hace años que no la releo no lo recuerdo. Seré tal vez como esos viejos que empiezan a contar una y otra vez las mismas anécdotas. No deja de ser un procedimiento bastante interesante, eficaz: tal vez el aparato narrativo decanta naturalmente las dos o tres piezas sobre las que la memoria y la lengua se dedicarán a trabajar artesanalmente durante años, hasta raspar el secreto que las anima. Ahora ese chico, que nunca supo de donde venían esos regalos misteriosos, que a pedido de sus padres tuvo que gritar al cielo (por su seguridad y la del resto de los invitados) “gracias papá noel, no quiero más regalos”, debe ser un señor más o menos de mi edad.

¿A qué se dedica? ¿Se acuerda de esa anécdota? ¿La cuenta una y otra vez, puliéndola y transformándola con el correr de los años?

Tal vez Internet sea la herramienta para saberlo: podría iniciar una campaña para encontrarlo. Buscamos al niño que recibió regalos del cielo durante un cumpleaños de siete u ocho años, hace tres décadas, en una casa en el barrio de Belgrano.

¿Y qué va a pasar cuando nos reencontremos? ¿Nos devolverá los regalos? ¿Pedirá más?


Dar de baja internet en la casa de la que nos vamos, contratar internet en la casa a la que llegamos, llamar al pintor, pulir los pisos, poner los servicios a nuestro nombre, embalar.

Voy a confesar ahora que en un momento tuve la fantasía de convertir este capítulo en un relato que conectara todas las mudanzas de mi vida. Pero no se trata de eso. No funciona así.

Simplemente no sé cómo funciona, y solo entonces funciona.

Es un ritmo indescifrable: imágenes, frases, anécdotas, fragmentos, van y vuelven como el parpadeo de un bicho gigantesco visto desde adentro. No es hacer memoria, es percibir el ritmo con el cuerpo para entrar a tiempo con el canto.

Pero se puede intentar y fracasar, como siempre, y componer un estribillo simple con astillas: Pasaje Monroe, Olazabal, La Pampa, Zapiola, O’Higgins, Avenida Corrientes, Charcas, Boulogne Sur Mer, Troilo, Jovellanos, Tres Arroyos, Aristóbulo del Valle, Defensa, Perú, Piedras.

Nombres apilados, despojados de sentido.

¿Quién no ha escrito alguna vez un cuento sobre una mudanza? Habría que compilarlos todos y guardarlos en una caja de cartón.


No logro sentarme por completo ahora, a escribir esto, entonces el tiempo es todavía sólido en lugar de auditivo, y no entra todo el año en un día, y no entra todo el día en una voz.

Mientras escribía Antipartícula fui detallando en papelitos de colores que después enchinché en un corcho las distintas operaciones temporales que uso para contar el paso del tiempo al narrar.

El paso del tiempo, y disponer del tiempo necesario para intervenirlo con la escritura es evidentemente un problema. El gran movimiento, ya lo aprendimos, es tener problemas con los que uno puede convivir. Ahora, por ejemplo, tengo que salir a buscar a Sere porque la madre finalmente no llega, a Jacinta para traerla a bañarse al estudio donde yo debería trabajar, porque cortaron el gas en casa, etc. En el mismo preciso momento en que me imaginaba dejándome caer en remolinos temporales narrativos que me requieren entero. Qué problema. Primero me enojo con el problema, pataleo, busco culpables, hago berrinches. Después me acuerdo del movimiento, el arte marcial interno, de acercarme (hacer-carne?) al problema un poco más para percibir su ondulación, para codificar su información, para entrar en el baile. La escritura entonces se enrosca, se pliega, no se exhibe, porque es un arma y no tiene sentido andar exhibiendo armas en medio de la batalla. Es así, y que valga para la batalla cultural también, ahora que estamos pensando en eso: las armas se usan, no se muestran.

Admitir que “es una batalla”, en el campo de la vida con otros, es como cuando uno acepta “es un problema” en el campito íntimo de la vida psíquica física espiritual.

Es un problema: acá está. Vamos a bailar entonces.


Ahora Jime la baña a Jacinta, Sere camina a mi alrededor mientras espera su turno y yo escribo esto.

El que escribe no está parado, quieto, mientras señala un pizarrón detrás suyo donde se proyecta el paso del tiempo. El que escribe está en el remolino. Ahora mismo siento una contractura que se despliega y tironea en la cintura, sobre la cadera derecha; también ganas de llorar, dolor en los intestinos. Es el año que pasó, con todo los años contenidos en sus pliegues; es el pozo al que me asomo. Pero me asomo y no hay nada, no es algo exterior a esto que habla, es el entramado que me sostiene el cuerpo que sostiene este enunciado.


A Sere le llama la atención, le gusta la pizarra de corcho que está, efectivamente, a mis espaldas. Y donde tengo, en efecto, enchinchados los cuatro papeles con las cuatro operaciones temporales que mencioné un poco más “arriba”.

Ahora Sere se baña y Jacinta, cubierta por una toalla, con olor a jabón, está parada al lado mío y pregunta: papi, ¿estás escribiendo?


1. Suspenderse entre causa y efecto. Detenerse en medio de una cadena de eventos y contar desde ahí. Lo llamo, a veces, para saludar a mi querido amigo y maestro A.S., “la piedra que lanzaste todavía no cayó al agua”. Así, por ejemplo, recuerdo que en el capítulo del año pasado, decíamos que la Selección Argentina había perdido contra “los árabes saudíes” y ya veríamos si eso era el comienzo de un fracaso estrepitoso, o la anécdota inicial de una gesta épica. Si bien al ser leído en esos días esa oración podía vibrar solamente con la ansiedad de la incertidumbre, una vez contestada la pregunta por el tiempo, se hincha de información, de sensaciones. De gritos, del cuerpo de uno convertido en el padre que corre por el living y salta para golpear el techo con los goles de la final. Besos en los semáforos, la melodía de “Muchachos”, los días, las semanas en que estuvimos juntos; la claustrofobia y el goce combinados de estar rodeados por millones de personas eufóricas, estar eufórico. Invitar a un montón de gente a ver la final y terminar viendo la final solos, juntos en pareja, con Jacin encerrada en el cuarto viendo una película en la compu (ahora le pregunto, Jime dice que era “Frozen”, pero creo que se confunde con otro partido, Jacinta zanja la discusión: era “my little pony”); recordar su enojo desconcertado al vernos llorar agarrados a la reja del balcón, insultar a los gritos, volver a reír, abrazarnos como locos, como locos. Y después, cuando le dijimos que Messi iba a recibir la Copa, entonces sí, rendirse ante la perfección del relato épico, cerrar la compu y venir con nosotros a ver lo que estaba pasando ahí en la tele, esa coronación poética, esa descontractura masiva radical. Y los meses posteriores, durante las vacaciones de verano, los vecinos cantando “Muchachos” hasta la madrugada, los chicos y las chicas pateando penales en la playa, los arqueros haciendo sus primeros juegos psicológicos. Y después: el tiempo que pasa. Y los juegos psicológicos. Todo condensado, sin ser dicho, en un párrafo que, en lugar de mirar para atrás y evocar, se planta en el presente e invoca.

¿Pero y la ansiedad? ¿Es una fuerza que hay que canalizar, o un error a corregir? ¿Qué información viaja en esa proyección muscular hacia un futuro inexistente? Siempre estuve “en contra” de la ansiedad, intento combatirla, o frenarla, o amaestrarla. Pero ahora pienso, por ejemplo, en toda la sabiduría-narrativa derivada de la búsqueda de la adivinación. Tal vez cabría suponer ahí a la ansiedad como motor del conocimiento; la búsqueda frenética de información en el presente, de patrones de transformación a lo largo del tiempo, que permitan anticipar algo del futuro. Entonces se puede pensar el ejercicio de inyectar ansiedad en párrafos, construir oraciones con la sintaxis de la necesidad de saber, la incertidumbre urgida. Cuando se lea este capítulo en el futuro, a medida que pase el tiempo se irá transformando la textura de esta pregunta: ¿qué pasará con nuestro país, gobernado por su flamante presidente? ¿Estamos ante un nuevo despliegue del horror? ¿O solo se tratará de un gobierno fallido, cuatro años más de crisis y espiral descendente?

2. Mamushkas. El relato adentro del relato adentro del relato. Un ejemplo: yo estoy acá, puro presente. Le cuento, por ejemplo, a Serena, la historia del día en que le tiramos regalos a un niño desconocido que cumplía años. El párrafo que narra esa anécdota, en el papel, digamos, tiene el mismo estatuto de realidad que el párrafo que me narra a mi y a ella acá. Sin embargo en el segundo párrafo el tiempo puede estirarse, saltar de esa escena a una escena posterior, abarcar los días siguientes, incluso semanas o años. En ese recorrido, el narrador puede cruzarse con otro personaje, por ejemplo con el señor en que se ha convertido ese niño desconocido, y aquel contarle otra historia. Los párrafos de esa historia, igualmente reales y presentes que los anteriores, se ajustan a otra temporalidad: tal vez empiecen en aquel cumpleaños misterioso y cuenten la historia de cómo fue aquella semana, que terminó en otra sorpresa: la revelación, por parte de sus padres, de que Papá Noel no existía. Una serie de discusiones posteriores entre ellos, ininteligibles a los ojos del niño, y después una traumática separación. Puede que ahí termine su relato, pero puede también que continúe, que se adelante en el tiempo incluso más allá de la escena en la que me lo narró a mí, y de hecho que supere también el momento cronológico en que yo le estoy contando acá, a Serena, en el puro presente, la historia con la que empezó el hipotético texto.

De todos modos Serena ya no está acá, porque una vez que se bañaron las dos nos vinimos a casa, para que Jime se vaya a su clase de cerámica y mientras esperamos que pase la madre de Serena a buscarla, si es que eso finalmente sucede. Aprender a vivir, y escribir mientras tanto, aunque el futuro sea incierto, he ahí un gran aprendizaje de esta última década de mi vida. Doloroso aprendizaje, pero tan útil finalmente.

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Escribo en el cuarto del fondo de esta casa de la que ya empezamos a irnos, el espacio que era mi estudio en la época de la pandemia, donde escribí esa serie llamada El Presidente (que ayer el tipo de la inmobiliaria me dijo que la vio y le encantó), mientras Sere aprendía a leer y escribir, todo en el mismo espacio. Eso ya pasó. Ahora, justo ahora, quiero tomar una cerveza.

Algunas novelas de Pynchon tienen (y creo que incluso basan su estructura en) un manejo extraordinario de esta operación.

3. Alternar en paralelo diferentes recortes temporales. Esto es más claro cuando se da alrededor de un mismo hecho, o cadena de hechos. Por ejemplo: narrar el día en que firmamos el contrato de alquiler de la nueva casa, cómo fuimos, después de la firma, con Jime, Sere, Jacinta y la dueña, a ver la casa. Las siete cuadras de caminata al atardecer, por un San Telmo donde se siente como en ningún otro lado de la ciudad el estallido del fin de año, la destrucción del tejido social y la festiva reconquista del presente. Cómo llegamos a la casa ya de noche, y recién entonces la señora dueña confiesa que no sabe si tiene las llaves indicadas. La tensión que se disuelve cuando la llave finalmente gira en la cerradura, como en aquel legendario programa de TV. Conocemos la casa vacía, oscura, probamos las hornallas, las canillas. La dueña nos presenta a las vecinas: una extraña señora aferrada a un enorme manojo de llaves, por un lado, una joven madre soltera de dos hijos, por el otro, todo en penumbras. Finalmente, el traspaso de llaves, de la dueña a nosotros. Una última cuadra que caminamos juntos, y las lágrimas de ella, inesperadas.

Al mismo tiempo, narrar los últimos meses, desde que nos pusimos a buscar casas en Internet hasta el presente de la firma. Cuando descubrimos que casi no había lugares disponibles que coincidieran con nuestra búsqueda. El momento en que los dueños de la casa en que vivimos nos avisan que no nos van a renovar el contrato. Cuando entendimos que los pocos inmuebles potables no se iban a alquilar efectivamente porque los dueños estaban esperando la resolución respecto de la nueva Ley de Alquileres. Cuando se estableció la nueva Ley de Alquileres y creímos que se había resuelto el problema y podríamos ver y elegir y alquilar una casa donde vivir antes de tener que abandonar la casa en la que vivimos, pero nos enteramos que los dueños entonces estaban esperando las elecciones Primarias para ver que pasaba con el dólar. Y cómo después esperaron las elecciones generales, y después, cuando finalmente logramos ver una casa y nos convencimos de que era la indicada, y estábamos por firmar, la firma se pospuso, y el balotaje presidencial se interpuso, y ganó un candidato que, una vez electo, dijo que derogaría la Ley de Alquileres. De cómo pensamos que entonces se había caído la firma y nos tocaba atravesar una catástrofe práctica e inmediata, pero al final no: el martes posterior a las elecciones nos llamaron de la inmobiliaria y al día siguiente llegamos al momento presente de la firma. En paralelo podríamos contar, por ejemplo, todas las mudanzas de mi vida. O bien todos los cambios en la regulación de los alquileres en el último siglo en la Argentina. Si se intercalan estos recortes, empleando en cada uno de ellos la misma cantidad de oraciones, en caso de que sea posible la misma cantidad de “información”, es probable que se logre, si no una traducción fiel del paso del tiempo, al menos una versión honesta, de textura semejante a la del modo en que el tiempo pasa. Aunque “pasa” no es la palabra. Y una vez que se tiene ese cuerpo vivo, es cuestión de construir los vasos que comunican entre sí los planos temporales para tener una artesanía sofisticada que permitiría, llegado el caso, probar cosas respecto del paso del tiempo. Poner a prueba hipótesis. Es, digamos, la ingeniería del escenario donde poner a actuar patrones de fenómenos vivientes, donde emplear la escritura de ficción para, entre otras cosas, adivinar el futuro. Digo “ficción” por decir algo, está claro.

De todas maneras, la precariedad, la consciencia de la fugacidad y la impermanencia que se devela en cada mudanza, especialmente para los inquilinos, es uno de esos palazos que sirven para ir acostumbrándose a la naturaleza de nuestro paso por el mundo.

Así que hay que agradecer. Y seguir contando.

4. Angostar el recorte aumenta la velocidad del relato (flujo/canal). Si cuento todo lo que me pasa en el día, puedo contar, por ejemplo, un día en diez páginas. Si cuento solamente lo que me pasa respecto de la vida laboral (angosto el recorte) entonces un día me puede llevar una página. De esa manera tan simple se puede jugar con el cambio de velocidad tan propio (pero difícil de describir) de nuestra experiencia del tiempo. Alguna vez me dijeron que algo así pasa con el tránsito de la sangre por las venas, y el efecto de la constricción o dilatación de los vasos que puede generar, por ejemplo, un dolor de cabeza que imposibilite la tarea de escribir, como me pasó ayer cuando intenté escribir este texto en su fecha correspondiente. Pero también, esto de la velocidad dada por la proporción entre cantidad de flujo y ancho del canal, se estudia respecto de los métodos de riego, me contó mi amiga C., con quien nos reencontramos justamente en este capítulo. En algún capítulo de hace como diez años la debo haber mencionado porque pensamos, alguna vez, hacer de esta novela mutante un libro digital que crezca en la biblioteca del lector. Angostando el canal del relato, acelerando partículas narrativas, viajamos desde aquella hipótesis nunca concretada hasta este año, mes de agosto tal vez, en la FED. Allí, entre miles de personas comprando y vendiendo, 300 stands de editoriales más o menos independientes, nos reencontramos con C., como se reencuentran dos náufragos. No se me ocurre otra manera de explicarlo. Esa era la sensación. Nos preguntamos cómo andábamos. Hablamos de cómo y dónde estaba flotando cada uno después del naufragio. Y nos encontramos, ahí mismo, como a la intemperie, con verdadera sensación de intemperie, pensando en una editorial. Un proyecto compartido. Después nos reunimos en una cervecería de San Telmo y ella llegó desde Agronomía cargando una piedra. Una piedra real, tangible. Con su peso, su tiempo reunido, su elegancia indolente.

Hay una piedra.

Digamos, más allá de que todo pase, y que pasa de modos tan inaprehensibles, de que cada uno carga con su naufragio y sus barcos hundidos, más allá de todo esto y aquello, hay una piedra.

También hay tijeras, papeles. Hay agua, claro, como en todo naufragio, pero hay una piedra.

De pronto, muchos experimentos temporales/materiales encontraron cuerpo al abrigo de la editorial, aunque sea todavía poco más que una idea. Mucho más. Aquella investigación que incorpora a Juan L. Ortiz y sus ediciones de autor que tenemos acá, corregidas por su propia mano, y su hipotética relación con el hermano de mi abuelo, Nicolás Jozami, de la que hablamos en capítulos anteriores, podría encontrar un canal eficaz en un proyecto editorial de esta clase. Un canal de riego.


Esto es nuevo: la posibilidad de habitar imaginando un proyecto de escritura, sin estar ubicado en el lugar del escritor. Cambiando la temporalidad del creador, muchas veces ansiosa, arrebatada, urgida de llegar al final, por la temporalidad del investigador, que tiene que, sí o sí, acoplarse a la velocidad de los hechos que está investigando, sean del pasado, del presente o del futuro.

Hace poco hablé de esto con mi psicoanalista. El trabajo de encontrar caminos que den marco, que recorten el infinito de posibles de la neurosis, para desarrollar trabajos que sean con el tiempo.

Este año acuñé un talismán sintáctico que muchas veces me auto-ayuda, dice así: el tiempo pasa. Es de lo poco que sabemos: pasa. Entonces, todo plan que se vea beneficiado por el paso del tiempo, es por fuerza un buen plan; y todo plan que se arruine por el paso del tiempo, es un mal plan.

Sí, además de escribir este tipo de cosas, voy y hablo con un psicoanalista. El mismo con el que fui cuando tenía 20 años, hace más de 20. Este año “volví”. Nos sorprendimos de que yo ahora soy mas viejo que lo que era él en nuestro encuentro anterior. Esos golpes de efecto nunca fallan.

Cómo pasa el tiempo.

Sí.

Pasa el tiempo. Y cómo.

Este año, por ejemplo, tuvo también un invierno. Aunque durante los finales de noviembre en que se escribe esta novela uno tenga serias dificultades para evocarlo, lo cierto es que hay otro momento en que es invierno. Hace menos de una vuelta al sol, hizo frío.

Qué rápido se acostumbra uno a desacostumbrarse.

Esta vez nos fuimos de vacaciones de invierno, a la costa atlántica. La primera noche que estuvimos, se desencadenó una ola polar implacable. Hacía mucho mucho frío, y nosotros estábamos dando vueltas por el centro, temblando. Nos sentamos a comer el cualquier restaurante calefaccionado. Cuando volvimos al hotel, ya tarde, las chicas se tiraron a dormir sin sacarse ni siquiera la ropa. Estaban cansadísimas, y tenían frío. Entonces, si bien estaban cansadas y de mal humor, y hace un rato se habían peleado por alguna cosa de hermanas, se acostaron en la misma cama y se abrazaron. Para darse calor. Al verlas me pareció entender, por primera vez en toda una larga vida de pensar pavadas, que el cariño tiene que ver con darse abrigo, compartir el calor. Tan simple y básico como eso.

No tiene nada que ver con nada de lo que venía escribiendo, pero lo quería contar.


Es una pena que los fines de noviembre vengan ahora siempre acompañados de Mundiales, Elecciones, Mudanzas. Me complican mucho la tarea. Pero es lo que hay.

Ahora, ya mismo, nos estamos mudando. Estamos mudando, el equipo está activado para hacer frente a la tarea titánica de representar de manera física un caos de duelos microscópicos. El jueves que viene vendrá el camión a trasladar las cosas, pero ahora ya nos estamos mudando. Ya los días tienen otra textura. Con Jime tenemos la premisa de que ella se encarga del espacio y yo del tiempo, cada uno con su obsesión. Somos conscientes de que mudarse, mudar una familia así, es un problema que no hay que subestimar, y lo encaramos con esmero y atención, pero aún así es difícil. Después se empieza a aflojar la estructura de las horas, se abandonan todos los hábitos, los rituales, se empacan los intersticios en los que cada uno se refugia. Hasta que no queda refugio. Entonces se flota. Flotamos. Cuando uno se cansa lo sostiene el otro. Nos acompañamos, hasta dar con tierra firme. Y una vez ahí, empieza una historia nueva. Que es una historia distinta para cada uno, se multiplican los finales y los comienzos. Pero en tierra firme empiezan las historias nuevas, y el tiempo se vuelve a poner en marcha. De esa manera tan rara.

Ahora va a pasar el tiempo, y en el mejor de los casos el año que viene, a esta hora, nos volveremos a encontrar. En otra casa, en un país muy distinto, quien sabe en qué mundo.

Pero al menos tenemos la certeza de que este texto nos seguirá encontrando, para sopesar la dimensión de nuestro naufragios.


Wednesday, November 23, 2022

Una vez por año, 15

 Recién escribí en un chat con amigos que leen esta novela y esperan el capítulo del año:

Se me está resistiendo, esta vez.

Nunca me había costado tanto, creo.

Y no quiero caer en la tentación de escribir sobre cuánto o por qué me cuesta.

Esto lo escribo hoy, ya 23 de noviembre.

Ayer había empezado así:

No tengo la menor idea de cómo hacer esto. Me pusieron el Mundial, que de por sí es una gran cápsula del tiempo, el metrónomo de la temporalidad social y colectiva del país, alrededor de esta pequeña y humilde colección de cápsulas temporales, y este capítulo quedó acá, incómodo, encerrado,  y se produce este juego de ecos tan extraño…

Así, me cuesta encontrar el tono.

Salir de la emoción del día, la derrota sorpresiva contra los árabes saudíes, que el lector del futuro sabrá si significó la decepción del regreso en primera ronda o no (o, quien sabe, el anecdótico mal paso antes de una gesta épica, memorable…) Salir de hoy para entrar en el año, ese remolino. Capturar el año, en realidad, como pescar un mosquito en una nube; y a la vez salir del año para entrar en temporalidades más grandes, inexactas, imprudentes.

Pero que justo hoy 22 de noviembre haya caído el debut de Argentina en el Mundial, del único Mundial que se juega a fin de año y no a la mitad, es claramente una broma de mal gusto.

¿Pero por qué? Si el fútbol, y más aún los mundiales, sirven para jugar a este juego, ya han sido partícipes de capítulos anteriores (intuyo, no lo compruebo, mantengo el juego añadido al juego de no releer mi vida antes de escribir el capítulo del año).

Hace dos días empezó el Mundial. Esa mañana de domingo nos despertamos temprano con Sere y la llevé a la casa de su madre. Eso no sería ninguna novedad, nada digno de mención, salvo que: la llevé en auto. Por primera vez. Sin copiloto adulto ayudando y guiando, solo ella y yo. Ella, que nació el día de la inauguración del Mundial 2014, esa tarde en que Brasil empató con un equipo de los Balcanes. Ese día de 2014 yo no creía que fuera a aprender a manejar nunca en mi vida. Tenía 32 años recién cumplidos, y estaba seguro de que el manejo no sería algo que fuera a experimentar en mi vida. Sabía que el tener una hija me iba a llevar, en algunos momentos, a maldecir esa incapacidad, pero la creía a tal punto una incapacidad, una limitación constitutiva, que no podía pensar más allá.

Varios hitos sostenían esa narrativa: allá por la pubertad, mi padre, durante las vacaciones de verano, intentó enseñarme, pero me negué con el aplomo de quien conoce su destino. No puedo rastrear fácil esa convicción, de dónde venía, cómo fue que se ubicó de manera tan firme desde tan temprano. Nunca me gustaron los autos, estéticamente, como tampoco me gustaron nunca las zapatillas.

Antes aún de tener edad para sacar el registro y conducir, yo ya había resuelto que era un no-conductor, peatón puro. A esa decisión tácita, no enunciada ni compartida con nadie, le siguieron años de sueños y pesadillas abundantes donde el manejar el auto era protagonista. Ese sueño de descubrir, de pronto, en mitad de la calle, en medio de un viaje, que uno está a cargo del auto, pero no sabe manejar. Ese sueño reversionado, una y otra vez, infinitas veces.

Después hubo que sumarle el hecho de que me descubrí escritor: era entonces un artista, un ser sensible, del mundo de las ideas, y quería vivir de otra manera, en otro estado. Así, sin darme cuenta, la posibilidad de manejar alguna vez fue borrándose del horizonte hasta desaparecer por completo. Después, como si hiciera falta más, el día en que me atropelló un auto, meses antes del Mundial 2002, quedé exiliado para siempre del universo de los automovilistas. Ellos, seres híbridos humano-máquina, pasaron a ser los enemigos. Como por una súbita y quirúrgica intervención en mi percepción, desaparecieron las personas de adentro de los autos; los autos pasaron a manejarse solos, con un tipo de intencionalidad absolutamente alejada del mundo humano, impredecible, brutal.

  

Hay algo que no funciona: ¿qué clase de recorte es este? ¿Me paro en el presente y acumulo hechos que me trajeron hasta acá? ¿Y cómo puedo saber que es este el final de ese recorte? ¿Con qué autoridad? ¿Para lograr qué? ¿Y si dentro de unos capítulos muero en un accidente de tránsito, o atropello y mato a un peatón? Es audaz la tentativa de imponer un recorte que supone que esta historia que estoy contando ha terminado. Audaz por no decir ansiosa. O desconocedora de los sutiles mecanismos que narran la vida real.

 

Está áspero.

Dejé el texto inconcluso el 22 y me fui a comer y tomar vino con mi amiga N. Hablando con ella se acomodaron un poco algunas historias o impresiones que me gustaría contar acá; el viejo truco de tener un interlocutor para descubrir qué contar y cómo. Ahora, con algo de resaca, con la presión de llegar a escribir y publicar este capítulo lo antes posible, para que los hipotéticos lectores de esta saga no crean que me morí o desaparecí sin dejar rastros a la manera de Majorana; así vuelvo a teclear, casi sin pensar, intentando entregarme al remolino del año y los años.

Pero está áspero.


Vuelvo a tirar del hilo de esa imagen: freno el auto, me bajo del asiento del conductor, del asiento de atrás se baja Sere, caminamos unos metros; es domingo, son las nueve de la mañana, llovizna, la calle está casi vacía. Tocamos el timbre en la casa de su madre.

Cuando me separé de la madre de Sere, día por medio tenía que pasar por la casa en la que habíamos vivido, a unas pocas cuadras de la casa a la que fuimos este domingo, intercambiar unas palabras, etc. Cada vez era caminar con un dolor de panza patente, desagradable. Solo me aliviaba pensar que, de hacer ese camino una y otra vez, en algún momento de la historia (en un capítulo no tan lejano tal vez) la sensación habría pasado, todo se habría acomodado de alguna manera. Me sorprendí pensando, en estos últimos meses, que la misma operación (de soportamiento del dolor basado en la esperanza, o en el conocimiento de los efectos del paso del tiempo y la repetición) debería suceder con el manejar. Cada vez que me subo al auto, ese nerviosismo en la panza. Dicen que, de repetirlo una y otra vez, terminará pasando.

En ese estado de separación reciente, cuando Sere tenía menos de un año y yo tenía que viajar larguísimas horas en colectivo para verla, me sorprendí admitiendo que, tal vez sí, necesitaba un auto, saber manejarlo. Hice un curso de ocho clases, el profesor me ofreció venderme el registro, no acepté, y seguí sin manejar. No tenía auto, no pude practicar, y los dudosos conocimientos adquiridos durante la práctica con el profesor se borraron rápido. En esa época   viajamos mucho en el auto de Daniel, el remisero que me llevaba ida y vuelta de Barracas a Villa Dominico por las noches. ¿En qué andará, ahora? ¿Vivirá apaciblemente en la casa que se estaba construyendo en Rosario de la Frontera, Salta? Lo recordarán de capítulos anteriores, el tipo que dormía en la remisería durante nueve meses, y los tres restantes disfrutaba del tiempo libre y construía su casa allá, en su lugar en el mundo. Un día lo llamé para pedirle un viaje, pero su número ya no correspondía a un usuario en servicio. No volví a saber de él.

Manejar es también, entre otras cosas prácticas y funcionales, una operación que multiplica los destinos imaginables.

Una tardenoche hace no mucho, mientras picaba ajo para el pollo de los jueves, imaginé que comprábamos una casa rodante y salíamos a viajar en familia por las rutas del país. Como un cruce entre la imagen de la sólida familia burguesa y el espíritu de aventura que se resiste a morir. Sentir los cuatro al mismo tiempo, y cada uno de una manera distinta pero tal vez complementaria, esa sensación de fuga, de avance, de reconfiguración del destino a cada hora, pero desde la calidez de un hogar. Fui feliz imaginándolo. Pensé que tenía que encaminar esfuerzos en esa dirección.

Hay que decir, no es un dato menor, que también tiene un costo desprenderse de arquetipos paralizantes que uno ha aprendido a querer y defender. La épica del “padre de familia sin auto”, como dice I. Molina, se resiste a ser abandonada así nomás.

Del mismo modo, todavía a los cuarenta años, cuando tengo que concentrarme por mantener cohesionadas y en paz las diversas zonas de la vida, y con eso sonreír, recibo los cascotazos del joven vehemente y sus sueños de liberación. Los sueños de inadaptación radical vs. la discreta eficacia de la adaptación. Qué mala prensa tenía la adaptación cuando éramos jóvenes, ¿no? Y qué herramienta maravillosa resultó ser.

Ahora, cuando los movimientos se leen en términos de plasticidad y adaptación, un montón de batallas sangrientas se revelan de pronto como un número de clown.

 

Tenía que terminar el trabajo sobre un guion, el último capítulo de la temporada, y ese pendiente, creo ahora, también me descolocaba. Me aboqué a la tarea, resolví con esa última escasa energía de este fin de año anticipado, y acá estoy. Así empieza a terminarse la serie que escribimos con mi amiga M. y equipo durante buena parte del año. La serie sobre un personaje oscuro y mágico… del que no puedo contar nada aún, aunque este texto no sea leído por prácticamente nadie. En el capítulo que viene se develará el enigma.

 

También debo decir que en años pasados recuerdo haberme sentado a escribir este texto en escenarios turbulentos, bajo emoción violenta, entre copas de vino, madrugadas profundas… ahora lo escribo en mi estudio, durante mi “horario” laboral.

¿Será todo esto entonces una triste canción de normalidad? ¿Por eso me cuesta? ¿Porque lo que hay para contar es la caída de las ilusiones y el ascenso final de la norma, la aceptación de todo aquello que la vida tenía preparado para mí y de lo que no pude escapar?

Ja.

 

Otra tardecita, picando ajo o cebolla, exprimiendo limones tal vez, o condimentando con pimentón, comino,  oregano y sal un pollo despanzurrado sobre la asadera; mientras escuchaba un disco de Prietto y tomaba una copa de vino rosado, pensé: podría recorrer el país contactando a pequeños productores de vinos libres; como hice en marzo, que fui a la finca del Guainmeiquer en San Rafael, y estuve una semana compartiendo la vida con él, su ritmo de producción, probando sus vinos en proceso, yendo a buscar uvas, consultando y escuchando al I Ching, embotellando, y demás. Así pero con distintos productores de diversas zonas, e ir escribiendo un libro sobre ellos. Tal vez un libro de perfiles, o no, nada que ver, mejor una ficción: tomarlos de modelo para crear con ellos una banda de super-anti-héroes anarco taoístas que tienen que salvar alguna especie de uva criolla de la extinción, o algo así. Esa es una vida que merece la pena ser vivida, pensé, con la alegría y la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Tendría que poner manos a la obra.

En el año del Mundial de Rusia, el 2018, nació Jacinta. La familia más grande y sólida, la belleza de ir viendo como se construye la relación entre hermanas (lo más profundo y hermoso que me ha tocado ver, y dudo que sea superado por otra historia); la experiencia común del equipo, el equilibrio económico, todo condujo a la compra de un auto. Un Clio rojo. Jime aprendió a manejar, y así nos convertimos en una familia con movilidad propia. Las puertas de la Normalidad se abrieron para nosotros, toda la gente conocida y sus mandatos históricos nos aplaudían al vernos entrar, con algo de sorna. De ahí a programar unas vacaciones en la costa atlántica con todos los condimentos clásicos, hay un solo paso. 

Pero entonces, a esto venía, ahora que teníamos un auto a disposición, lo tenía servido, y no se sabía cuántos otros trenes irían a pasar en esa dirección, valga el enchastre de metáforas vehiculares.  

Volví a contratar clases en una “academia de manejo2. Ocho clases con el excéntrico F., que me hablaba de su vida pasada de excesos y rocanrol mientras iba desgranando semblanzas vitales destiladas del oficio de conducir. En una de esas clases, una tarde de lluvia, me habló, mientras me hacía probar cuánto patinaba el auto por el asfalto mojado (acelerá acelerá acelerá… frená), me habló de El Campeón. Así llamaban, en Alcohólicos Anónimos, a… El Campeón. Para qué nombrarlo de otra forma.

La metáfora me caló hondo. Pero no la limitaría a una sustancia. No se trata del alcohol, me parece. Está el Campeón, nadie se mide con él, nadie le gana. Cada uno sabrá qué cara y qué gusto tiene El Campeón en el teatro de su vida.

 

Fui a sacar el registro. La primera vez fallé, me eliminaron en la primera prueba. No pude conciliar la marcha atrás. Ese día coqueteé con la idea de abandonar. Pero volví. Tres semanas después, acompañado por mi amigo N., finalmente saqué el registro. A la mañana siguiente salí con toda la familia para llevar a las niñas al colegio, para aprovechar el envión. Fue una experiencia absolutamente estresante, caótica, dramática, en el mejor de los casos irrepetible.

 

Otra tardecita, tomando un naranjo conmovedor, vinificado por el Guainmeiquer, me di cuenta: tenía que viajar a Entre Ríos a hacer una investigación de campo sobre Nicolás J. Jozami, sobre Juanele Ortiz y sobre la hipotética relación entre ambos, para empezar ese proyecto de novela (que ya mencioné en algún capítulo pasado) con una reconstrucción real, en tono de non-fiction. Realmente, salir a la ruta para elaborar algo de mi pasado, o de mis antepasados, para inventarme un futuro. Era eso...

Entonces tenía el registro de conducir, la P de principiante, pero no estaba todavía preparado para conducir en la calle. Así pasaron los meses, y el empuje de las clases y de haber sacado el registro empezó a desaparecer. Me empecé a desesperar. Lo comenté en un chat que comparto con J. y N. y surgió la idea salvadora: salir a manejar de noche. Usar las noches, con menos tránsito y sin competencia de agenda, para ganar confianza. Mi amigo N., que ya lo conocerán de capítulos anteriores en sus más diversas encarnaciones, se ofreció a acompañarme como maestro / copiloto. Así empezamos a salir, una vez por semana. Después de un par de meses, me sentí seguro para volver salir a la calle de día, con Jime al lado y las niñas atrás. Después quedaba solamente animarme a salir solo, sin copiloto. Y así llegué con Sere el domingo a la casa de su madre. El día de la inauguración de Mundial. Ecuador 2 – Qatar 0.

 

Así que desde acá escribo hoy: desde la oficina de un señor serio, estable, disciplinado. Cuando comenté en el chat mis dificultades para encarar el texto este año, J. sugirió que tal vez haya llegado la hora del silencio, y recordó que este año, en mi cumpleaños, que festejé con una terraza llena de amigxs después de años de pandemia y ostracismo, a la hora de soplar velitas, comer una horma de queso brie tibia a la manera de torta, al tener que decir unas palabras las cambié por un rato de silencio. Me había olvidado. Fue un momento risueño y subterráneamente estremecedor.

No sé. No sé si ya estoy preparado para el silencio. Me parece que el trabajo sigue siendo mantener la llama encendida de esta broma interminable, desde lugares siempre cambiantes. De hecho, esa tarde de cumpleaños, después del silencio, canté. Creo que cantar y escribir son formas de hacer silencio. De interrumpir el ruido, la dispersión, el caos. Finalmente, la aventura de la calidez, ese hogar escondido muy adentro.

Eso se puede aprender por ejemplo de la práctica de la meditación, que a priori parecería tan distinta a la de la escritura: a veces se escribe con furia, a veces con resentimiento, a veces con urgencia, a veces con desborde, a veces con cautela, a veces con serenidad, a veces con alegría, pero siempre se escribe.

Por otro lado, el remate de esta fabulita que vengo preparado y una lectura atenta reclama, es que por momentos, en esos ratos de depresión  y sinsentido (ahí donde acecha El Campeón, mi Campeón) pienso que está todo mal, que soy incapaz, porque no puedo arremeter sobre mi deseo de viajar por el país en casa rodante, ni de visitar pequeños productores de vino, ni de investigar sobre mis poetas muertos de Entre Ríos, ni irme a vivir a otro país en otro continente, ni de poner una librería-vinoteca para meditar y leer y beber, ni ninguna de todas esas cosas que fantaseo, porque puedo, mientras cocino y tomo un vinito al principio de la noche.

Pero cuando me recompongo un poco recuerdo qué feliz que soy cuando lo imagino. Y entiendo lo que me quiere decir el rulo de esta parábola taoísta: ese es el espacio que tengo. Ese es mi lugar en el mundo, mi Rosario de la Frontera, el que tengo que cuidar y cultivar.

Ese rato epifánico, donde los destinos se multiplican y se disparan.

Un lugar donde cocinar tranquilo, mientras las chicas pintan, pegan figuritas en el álbum o ven la tele.

 Después comemos. Y después nos vamos a dormir. Y mañana es siempre otro día. 

  


Monday, November 22, 2021

Una vez por año #14


Ese intervalo de silencio en medio de un llanto infantil, ese ahogo entre un estallido y el siguiente: lo que pasa entre un año y otro.

Esta vez escribo en “mi estudio”, un monoambiente que empecé a alquilar a cuatro cuadras de casa. Ahora voy y vengo, tengo a donde ir, y en el medio de cada ida y vuelta atravieso el mercado de San Telmo, como si fuera una especie de máquina, un puente tecno-espiritual que conectara los dos polos de mi doble vida: acá medito y escribo. (Escribo, entre otras cosas, la novela de la joven científica que abandona la ciencia después de participar de la investigación que demuestra por primera vez la existencia del fermión de Majorana, apremiada por una sensación de desasosiego inexplicable; vuelve a su país, a la casa de su abuela, y después de quedar fatalmente conectada a la existencia de Antony Bourdain, primero, y Gabo Ferro, después, y atravesar la muerte de ambos, se pone en campaña, contactando con grupos de magia del caos en una Buenos Aires tomada por el regreso fatal del Covid, para dar con el misterioso paradero del mismísimo Ettore Majorana, el genial científico italiano que desapareció sin dejar rastros en 1938. Me faltan un par de capítulos para terminar de escribirla por primera vez, después vendrá un proceso de reescritura, imagino.) Así que acá escribo y medito, solo, después atravieso el mercado y me convierto en el Yo que paterna y cocina, lee cuentos antes de dormir y demás. Un acuerdo sensato, cercano a cierto equilibrio. Inestable, claro. Y en el medio, un mercado. Se podría decir, en chiste y en serio: la tensión entre el oficio y el arte, de un lado, del otro, la alimentación y la familia; y en el medio el Mercado.

No es tan gracioso como chiste, así que deber ser cierto.

Por debajo de estas palabras, un silencio de aire acondicionado y el rumor de Avenida Independencia, un lunes feriado de 35 grados.

Los años se arman con meses que se arman con semanas que se arman con días. Cada mes aporta una capa de sentido novedoso, una que por sí sola no parece gran cosa, pero al sumarse doce capas el año toma una forma insólitamente distinta a la del anterior. Y entonces, en un esfuerzo denodado, de orfebrería, me siento frente a la computadora y voy tanteando para obtener alguna clave que me permita captar el ritmo secreto de los años. Supongo que al escribir y leerme los hechos concretos me distraen y no puedo hacer foco en lo que, probablemente, termine siendo lo más interesante: el cambio del humor, tal vez, del índice de esperanza.

Me pregunto cómo será mañana vivir la feria de vinos naturales/libres/de baja intervención, con estos calores; y como justo estoy adentro de esta máquina sin tiempo, advierto que la pregunta no tendría ningún sentido, ninguna razón de ser, de no haber sido porque el 1 de mayo de este año, el día del trabajador, después de mi tradicional abril sin alcohol, me junté con un amigo (que no voy a nombrar para proteger su integridad) a tomar unos vinos y me contagié de Covid. Vale aclarar, para los lectores del futuro, que tuve un Covid leve, nada más grave que un cansancio profundo y sostenido y un muestreo muy breve de toda la sintomatología asociable, un ataque de tos una noche, dolor de cabeza unas horas, pérdida de olfato para empezar. Cuando recuperé el olfato decidí premiarme, darme un estímulo para soportar el aislamiento en casa, los días encerrado en el estudio (que todavía era adentro de la casa), saliendo con barbijo, interactuando con las niñas sin poder besarlas y abrazarlas y estrujarlas. Era una noche muy fría, y como había decidido no cocinar durante el aislamiento (un poco para reducir el riesgo de contagiar al resto de la familia, también porque cocinar con barbijo puede ser muy desmoralizador: imaginen desmenuzar un pollo para una salsa y tener que reprimir constantemente el movimiento de llevar un bocado a la boca) me puse a buscar un delivery satisfactorio. Se me ocurrió pedir unos buenos guisos a la pulpería Quilapán. Mirando la carta en la página web vi que también ofrecían unos vinos que yo desconocía pero que me tentaron. Pedí un “Criollaje” de Finca las Payas. Llegó el pedido, me encerré en el estudio con mi bandeja de locro, abrí el vino, tomé un trago…

El estado de conmoción que me generó bien puede asociarse, tal vez, con haber sido el primer trago de vino después de haber recuperado el olfato. Pero no fue solo eso. Me pareció escuchar el vino, valga la sinestesia (recurso recurrente, valga la redundancia, para hablar de vinos); sentí que me llegaba un mensaje de la tierra a través del vino, sin las mediaciones que acostumbraba a percibir. Como si algo se hubiera soltado, des-codificado. Me llenó la boca, todo el cuerpo, en realidad, de un estremecimiento, algo eléctrico. Mi memoria, estimulada de pronto, me llevó de la mano, con cuidado, a aquella tarde de primavera de 2017, en el Valle Marga Marga, en Chile, con Jime (y Jacinta todavía fermentando en la oscuridad), en las viñas de los Herrera Alvarado. No recuerdo si está escrito en el capítulo de ese año, no me quiero fijar ahora, perdonen si me repito, los lectores atentos. Esa tarde, después de tomar unos vinos con Arturo y Carolina, sus hacedores (recuerdo particularmente un blanco que me llegó en una copa servida directamente del tanque de aluminio) pensé, digamos que se me ocurrió, pero no como uno imagina algo nuevo y sorprendente sino como si recordara, como si recordara una verdad muy simple hace mucho tiempo olvidada, que no hay nada más preciado que la posibilidad de volverse parte de un paisaje. Y que tomar vino, olerlo y saborearlo, ser alterado por sus efectos, que esa alteración sea risa, o ira, o inspiración o lo que fuere, procesarlo, metabolizarlo, finalmente sudarlo, mearlo o, en el peor de los casos vomitarlo, tal vez vomitarlo en esa misma tierra donde crecen las uvas que serán el vino del año que viene, y donde en algún año futuro se esparzan las cenizas de ese mismo organismo bebedor; tomar vino, entonces, es una forma sagaz y sagrada de volverse parte del paisaje.

Esa verdad muy simple volvió de pronto a mi cuerpo aquella noche de mayo. Ardiente de curiosidad me puse a buscar en internet más información sobre la Finca Las Payas, y me encontré con una gran cantidad de etiquetas que expresaban una mezcla inesperada de sabiduría satírica y anti marketing honesto, todo medio caído del mapa, como suelen gustarme las cosas a mí, una causa perdida con alegría y tenacidad. Me compré online una caja de seis vinos distintos. Los fui tomando día a día durante los últimos días del mi Covid y los primeros de la recuperación. Cuando los hube tomado todos, le escribí un mail a Santiago, el autor de esos vinos. Nunca había hecho algo así. Le hablé de mi emoción al beber sus vinos, y le conté que me habían hecho pensar mucho en términos de anarco-taoísmo.

A Santiago le llamó la atención el término, más aún porque en esos mismos días otra persona con la que había estado hablando lo había usado también. Ahí entra la casualidad: esa persona era Martín, a quien yo estaba desde hacía algunos meses ayudando con la escritura de un libro sobre vino y filosofía. Yo no tenía idea de que él andaba por ahí. Martín me contactó el año pasado y me invitó a participar de una charla que tenía preparada sobre “taoísmo y vinos de baja intervención”, lo cual implicaba de por sí una casualidad grande, digamos, un encuentro muy poco probable. Después las casualidades siguieron haciendo lo suyo, y terminamos imaginando, con Martin y Santiago una serie de acciones para pensar desde el anarco taoísmo esta forma de hacer y vivir el vino. Junto con Rosalba hicimos un fanzine llamado, sencillamente, Anarco Tao Vino. Una experiencia que me permite acercarme al mundo del vino desde un lugar lúdico y amoroso, y vaya a saber uno en qué dirección me lanzará. Por lo pronto, quiero escribir lo que me vaya pasando en esta investigación, tal vez acuñando el seudónimo de LeVin.

Lo cual no sería un hecho aislado sino parte de toda una tendencia: este año también resolví, después de un largo y fructífero e inquietante diálogo con mi amigo Lucas (también llamado Funes), que se convirtió también en estos meses en el editor de La novela de los Cambios, el libro con el que volveré al ruedo después de varios años de no publicar (de no publicar literatura “adulta” y con mi propio nombre, en marzo de este año salió “Una niña con un lápiz”, pero es para niñxs, y hace unos años salió… no lo pienso decir…); resolví empezar a firmar como Levín.

Todo, después de estos años de silencio, tiene la textura y la musiquita de algo que vuelve a empezar. O más bien que empieza otra vez, distinto.

Y para esta nueva largada creo haber decidido desprenderme de la partícula “Federico” de mi seudónimo autoral. ¿Por qué? No estoy del todo seguro, pero tiene que ver con, pensando en la identidad y la autoría, hacer un sutil movimiento que me permita empezar a des-identificar a mi supuesta “persona real” del supuesto autor que publica las cosas que se escriben acá.

Rarísimo.

Pero va por ahí.

Chau, Federico.

Justo este año, cuando nos fuimos a una casita en las afueras de Mercedes, hablando con mi amiga Jun, me enfrenté por primera vez al hecho, bastante obvio por cierto, de que mis padres me pusieron “Federico” por Federico García Lorca, y que finalmente (o bastante desde un principio, en realidad), soy escritor. Nunca lo había asociado, aunque parezca ridículo. Para mí siempre fueron dos anécdotas absolutamente disociadas. Lo burdo de esa desconexión, agravada por mi tendencia casi patológica a conectar todo con todo y a buscar y develar enigmas narrativos de la existencia, ya sea mía o de quien sea, agiganta lo sintomático de su ocultamiento.

Pero no vamos a hablar de psicoanálisis, no un 22 de noviembre. Aunque estemos hablando, de alguna manera sí, de papá y mamá. Porque mi primera reacción, esa mañana en Mercedes, durante un desayuno que se estiraba y se estiraba, mientras caminaba por la galería con la taza de café en la mano, y sentía en el talón el pegote de unos granos de arroz yamanó de la noche anterior, mientras escuchaba a las niñas saltando en la cama elástica, la parte de mi mente que no barruntaba acerca de si tenía que interrumpir el juego para ponerles protector solar o todavía no, se paralizó de angustia por un instante: cómo podía ser que, si bien me había sentido un ser libre, y había tomado decisiones tan independientes como a veces inesperadas, ahora, a los 38 años, estuviera tan tan tan cerca del punto de partida. Escalofriante. Pero se me pasó rápido, porque de un tiempo a esta parte me entrené muy bien para eludir esos caminos de la angustia.

Y después pensé que era un poco raro, sospechoso, que me hubieran puesto Federico por García Lorca, dado que ni mi padre (más bien lector de novelas, además de psicoanálisis) y mi madre (más bien lectora de Lacán y, a lo sumo, Humberto Eco) eran lectores de García Lorca.

Le pregunté a mi madre. Después de intentar hacerme creer que en algún momento de su vida había sido muy lectora de poesía y de la obra de García Lorca en particular, dejó caer, como al pasar, la verdad última del caso. Había sido una suerte de homenaje a su padre (a sí misma, en realidad, a través de su padre) que la había nombrado a ella “Adelfa”… por un poema de García Lorca:

Me miré en tus ojos

Pensando en tu alma

Adelfa blanca.

Me miré en tus ojos

Pensando en tu boca

Adelfa roja

Me miré en tus ojos

¡Pero estabas muerta!

Adelfa, negra.

Bueno, una clara demostración del sentido del humor de mi abuelo Juan M., que no solo nombró a su hija con el nombre de una planta venenosa (era ingeniero agrónomo) sino que lo hizo inspirado en semejante poema. Así fue como mi madre, mientras me gestaba, retomó el chiste y lo volvió parte de una tácita tradición. Tradición que retomé al proponer el nombre “Jacinta” para Jacinta, consciente de que, como adelfa, abrevaba en el mundo de la botánica, pero sin saber todavía que el hermano de Juan M., el escritor maldito paranaense Nicolás J. Jozami, muerto de tuberculosis a los 26 años, tenía, escondido en esa sombría “J” inicial, el nombre de “Jacinto”.

Intuyo que en la relación de mi abuelo Juan M con dos poetas, su gran amigo Juan L Ortiz y su hermano mayor Nicolás J Jozami, hay una clave para comprender el misterio de mi identidad como escritor, como mínimo, y probablemente el misterio de la figura del escritor marginal sudamericano. Por un lado, la decadencia, la urbanidad y la vida fugaz de Nicolas J, que escribía aguafuertes sobre los burdeles y la vida nocturna de Paraná (con una ternura pasmosa). Por otro, la vida contemplativa, bucólica, y la longevidad de Juan L. Los polos opuestos, los arquetipos poéticos que traccionan en direcciones contrarias pero configuran de alguna manera la imagen total del escritor. El escritor corrido del mapa, claro.

No es azaroso que el gran tesoro legado a la familia por Juan M. haya sido una gran biblioteca en la que había varias versiones del Tao te King, que fueron mi primer acercamiento al taoísmo en la adolescencia, por incidencia directa de mi hermana Ayi; y las primeras ediciones de los libros de Juanele, editados por él mismo, en los que, recién este año descubrimos con Ayi, hay correcciones de puño y letra del propio Ortiz.

Hay que hacer algo con eso.

Hay que hacer algo con eso, pensamos hace unos meses, en la casita de la Cumbre a la que fuimos con Sere, comiendo un asado con los anfitriones, mientras tomábamos un vino rosado cordobés de la cepa Isabella, cepa criolla por excelencia. Mientras Sere corría con Luisa por el jardín, ya de noche, y robaban rodajas de salamín de Colonia Caroya y jugaban con el gato Roberto, los adultos hablábamos de esas sagradas escrituras de Juan L. Durante esos días, como suele suceder con las escapadas fuera de la ciudad, me acordé muy profundamente por qué ya no puedo leer a Juan L en Buenos Aires, la angustia que me provoca el contraste entre sus palabras y la vida que hemos elegido o la que nos ha tocado (un poco y un poco, probablemente) en esta ciudad. Durante esos días, de belleza erizada y siestera, hablamos de Juan L y su poesía, leímos a Mary Oliver, me tiré en el pasto para mirar el cielo desde el punto de vista de la Tierra, escuchamos música, mucha música, con Lucía, librera y anfitriona de dulzura y eficacia ancestral, y con él, que ya era uno de mis músicos favoritos de estos últimos años antes de que lo conociera, y resulta que también se llama Federico, aunque no tengo idea de por qué le habrán puesto así.

El jacinto, por supuesto, aparece también en la obra de García Lorca, precisamente en la última estrofa del tremendo “Pequeño vals vienés”:

 En viene bailaré contigo

Con un disfraz que tenga

Cabeza de río.

¡Mirá que orilla tengo de jacintos!

Y así fue como, yo que fui nombrado Federico por García Lorca y a los doce o trece años decidí ser escritor, recién con 39 años cumplidos llegué a la obra del poeta español, y entrando desde afuera, a través de las menciones de Leonard Cohen, quien nombró “Lorca” a su primera hija, y que de hecho tiene una maravillosa canción inspirada en una adaptación del pequeño vals vienés: “Take this waltz”.

Canción que, en un noble rulo de traducciones, el músico español Enrique Morente versiona de manera sublime, y yo ahora mismo escucho, y lloro, como hago casi siempre, a veces unas lágrimas sueltas, a veces un llanto desatado, siempre con un sutil estremecimiento; y nunca lloro por la misma exacta razón, el motivo del llanto se va desplazando en la oscuridad, nunca lo encuentro en el lugar donde lo dejé, pero de todas formas siempre tiene algo que ver con las vueltas del destino, los rulos, los bailes inconscientes, las tradiciones tácitas y el súbito develarse del paisaje que habitamos y nos bebemos y nos devora a la vez.

Porque no creo que haya nada místico, digamos, sobrenatural, en el encadenarse de “casualidades” que muchas veces dan forma a lo que termino considerando narrable, sino que es la percepción de la naturaleza procesual de todo lo vivo.

El compost de escritura.

Es terrenal, absolutamente terrenal. Es sagrado solo porque se refiere al punto donde confluye lo cósmico con lo íntimo, pero no porque implique ninguna existencia “superior”.

Por eso decimos, los anarco taoístas, que el vino no es la sangre de ningún hijo de dios: es, jajaja, la risa de los mortales.  


Sunday, November 22, 2020

Una vez por año #13


(...)

Sí, querido lector hipotético, que abrís este archivo en tu dispositivo, dentro de cien o doscientos años y, ansioso, con afán investigador, porque sos un arqueólogo aficionado, porque te lo pidieron en la facultad, o porque sí, salteás capítulos hasta llegar acá: sí, este es el episodio 13, el número maldito, correspondiente al año 2020.

Te voy a decepcionar y a sorprender con una reflexión que nada que ver: me resulta muy notable como, si bien los días son todos siempre tan radicalmente distintos unos a otros, los años, vistos en perspectiva, resultan tan parecidos.

Me imagino tu mueca de desagrado, hipotético lector, pero no voy a hacer nada para impedirlo. En este 2020 tan peculiar, cuando ahora me siento a escribir acá, escondido, en un eclipse donde descanso de todo, lo último que me interesa es condicionar la mueca del lector.

Cuando uno repite una acción todos los días, la diferencia de los estados internos se vuelve más evidente. Si todos los días a la misma hora dormís a una niña, o dos, leyendo un cuento, por ejemplo; o si todos los días a la misma hora te sentás en un almohadoncito en el piso a mirar la pared; se nota muchísimo la cantidad de sensaciones distintas, con sus millones de matices, que uno puede estar experimentando, aunque no esté pasando nada dramáticamente distinto.

La voz que me sale al leer los cuentos a la noche, por ejemplo, me dice mucho de cómo estuvo el día, aunque durante el día no haya sido capaz de notar grandes diferencias.

Pero bueno, lector, si querés datos concretos, historias concretas sobre la pandemia, sobre cómo se vivió este 2020 desde adentro, supongo que tendrás a disposición millones de toneladas de información. Hoy, acá, la pandemia es esto: un leve cambio en el horizonte. El recuerdo de unos primeros días, a donde nos quedamos a vivir para siempre: la bomba de perplejidad y su eco.

Yo te pregunto a vos, lector, cómo se lee esta voz contrastada con lo que, vos ya sabés, pasó después. Cuánto tardó en llegar la siguiente. ¿La definitiva?

Tal vez, en tu ahora, todas las novelas sean así: abiertas, escritas en tiempo real, creciendo en tu dispositivo conforme pasan los años-capítulos.

El año pasado también le pregunté algo al futuro, lo leí hace un rato, fíjense qué curioso suena ahora: “Parado en este momento, en este faro del año, pienso que en el próximo capítulo tal vez tenga un lugar extraordinariamente importante algo que todavía no conozco. Es emocionante.

Bueno, por ahora, trucos. Nada más que trucos. Una pena, porque la narrativa es magia. No debería ser necesario recurrir a trucos.

Una noche de este año me desperté con un cuento en la cabeza. Después de varios meses de trabajar a destajo intentando escribir al tanteo, una y otra vez, lo que otras personas querrían que escriba, se ve que ciertos procesos creativos-narrativos se siguieron dando de manera autónoma en mi cuerpo, sin llamarme la atención, y una noche me desperté a las cinco de la mañana con una historia que tenía su tono, su ritmo, su extensión, todo. Nunca me había pasado así, de manera tan poco voluntaria. Durante varios minutos intenté seguir durmiendo, no muy convencido de que se tratara de verdad de un relato, y no de una ensoñación solo comprensible dentro del sueño o de la duermevela, pero me fui despertando progresivamente, mientras canturreaba el canto del cuento, y de pronto estaba sentado en el escritorio escribiendo a mano, con lápiz sobre un cuaderno.

¿Por qué lo escribí en lápiz sobre un cuaderno? Ni la menor idea. No me lo había preguntado hasta ahora, que lo escribo acá, y a leerlo me da la sensación de que estoy inventando algo un poco demasiado inverosímil.

El cuento es una persona, una voz que, cuenta: cada vez que mete las manos en los bolsillos, saca papel picado. Muy probablemente provenga de algo que le escuché decir a Tom Waits en una entrevista, algo sobre la diferencia entre los brillos de colores y el diamante/corazón. Pero no estoy seguro. Es probable que Tom Waits haya dicho algo de eso en inglés, y yo entendí cualquier cosa, una cualquier cosa muy particular y precisa que se fue compostando en mi cuerpo-espíritu y, este año, una noche… etc.

Si me preguntan dónde pasé “la pandemia”, diría que en la terraza de esta casa. Ahí recuerdo haber vivido realmente el cimbronazo, la onda expansiva. Adentro de la casa me dispuse a tejer y destejer, cada día, la articulación imposible de la vida familiar, laboral, etc. Era durante esos minutos en que estaba solo, en la terraza, que la perplejidad me tomaba por completo. Que se me presentaba el problema que no podía resolver con acción.

Pero qué preguntas tan concretas me hacés, hipotético. Por qué debería contestarte semejante cosa. Intentar hablar de esto dentro de cien o doscientos años es como cuando volvías de un viaje y te pedían que cuentes algo… Imposible. Lo que hay para contar solo va a aparecer de a poco, cuando una pregunta aparezca justa. ¿Existirán todavía los viajes, Hipo?

Me siento pesado, hoy las frases tienen algo denso, opaco. Fue un año muy hablado, está claro. Y lo que yo podría venir a buscar acá es otra cosa, una suspensión momentánea en lo imposible. Escuchar, debajo de las toneladas de pedidos y preguntas ajenas, exteriores, una pequeña pregunta mía.

Hace calor. Suenan unos mosquitos. No está fluyendo.

Me vengo a la terraza. Un cierto vientito, ladridos vecinos. El olor de las plantas, el bicherío. Algo que me saque esta rara imposición de conectar, de hilvanar.

No quiero narrar, concluir ni reflexionar. Quiero dejarme estar.

Y si se extinguen los viajes, ¿es un problema? ¿No es cierto que puedo sentir en la boca la tierra húmeda del viñedo mendocino donde crecen las uvas petit verdot con las que hacen este Chikiyam que estoy tomando? ¿Y?

Voy a prender la luz. Estaba escribiendo a oscuras para no molestar a los vecinos. Soy un vecino modelo. Y pienso también en ponerme Off. ¿Puede ser que tenga que hacer tantas cosas para sentarme por fin a escribir? ¿Qué está pasando? De pronto es como ir a la playa en familia (caminando). (¿Hay que viajar? ¿Es necesario?)

La verdad es que el artefacto este llamado “año” está muy bien hecho. Fue en este mismo “año” que decidí, después de tantos años de negación, o inhibición, o reacción, empezar a usar redes sociales.  Muy poco tiempo después recibí un llamado, de esos que marcan dónde cortar el pastrón, dónde empezar la anécdota: cierta antigua amiga, a la que no veía desde hacía una década, me propuso escribir guiones de una serie. Nótese, en los capítulos anteriores, hace cuántos años que había abandonado yo la idea de trabajar de guionista. El llamado inesperado en el momento justo. El único problema del trabajo era que tenía que viajar todos los días hasta la otra punta de la ciudad, para trabajar de manera “presencial”.

Pocos días después, la pandemia llegó al país. Primero la suspensión de las clases, y entonces el enfrentamiento con el tabú: la certeza súbita y masiva de que hemos armado una vida que no somos capaces de vivir.

Y después, todo lo demás.

De alguna manera siempre me hice la pregunta, en los últimos capítulos, de si lo que estaba eligiendo realmente lo elegiría aún si tuviera que vivirlo en condiciones de “isla desierta”. Un lector atento podría haber advertido una concienzuda preparación para el naufragio: la cocina, la meditación, la escritura.

Recién hace unos días, después de varios meses, conocí “en persona” a esa decena de compañeres de este trabajo que me tuvo absorbido todo el año de la pandemia. Un shock. ¿Cómo pensar que uno conoce a alguien al que no le conoce el andar? Somos capaces de reconocer por su andar, de espaldas y a muchos metros de distancia, a una persona que no vemos desde la infancia. Lo he comprobado viviendo con balcón en primer piso en Corrientes y Angel Gallardo. La cara de las personas tiene menos importancia de lo que imaginamos. La nuestra, muchísimo menos aún.

Y el tema económico, claro está. Un “milagro”, se diría, en estos tiempos. Es rara la nostalgia que surge cuando uno deja de tener problemas económicos. La nostalgia de las cosas concretas es consistente, elaborable; la nostalgia del vacío es otra cosa. Merecería otro término para nombrarla.

El tema del vacío, siempre. Llega un momento, parece, que se empieza a administrar. Ahora creo haber entendido que es necesario dejar un espacio vacío, que hasta se puede diseñar su presencia de manera más o menos voluntaria. Por ejemplo, clasificar esos pensamientos referentes al futuro, con estatus de presente. O sea, que haya pensamientos “oficiales” para dedicarle a todo aquello que “todavía no”. Voy a intentar aclarar, porque creo que puede ser importante, aún para vos, hipotético lector del futuro. Cuando uno tiene, por ejemplo, problemas económicos, tiene de algún modo “resuelto” el problema del futuro: o sea, ya sabe qué tiene que hacer en el futuro; el futuro es el momento donde, finalmente, se consigue plata. Cuando desaparece esa carencia, de pronto el futuro se vuelve más complejo de descifrar, porque de todos modos siempre algo falta, ¿no? No sé qué va a pasar, pero me di cuenta de que me conviene tener a mano pensamientos de futuro que no me generen ansiedad sino que calmen. Por alguna razón, cuando pienso que en el futuro podría dedicarme a un emprendimiento gastronómico (¿?) me pongo ansioso; en cambio cuando pienso en una editorial artesanal, me invade un sosiego cósmico. Intento tener, al menos una vez por semana, al menos veinte minutos de caminar por la casa sin ton ni son, viviendo en el futuro. Es parte de mi economía energética-temporal. En cualquier caso (gastronómico, editorial, monacal, vengativo, inesperado, punk, etc.) cada tanto encuentro la llave para acceder a cierta sensación: de todas formas no lo necesito. No necesito saber.

Eso es maravilloso. No necesitar saber.

Este año, el año de la pandemia, tuvo lugar una suerte de “corrida de saberes”; como cuando todos corren al banco a cambiar o retirar su plata, cuando apareció entre nosotros la pandemia, y la certeza de lo poco que sabíamos sobre lo que podía alterar por completo nuestras vidas, de pronto todos los saberes, sobre lo que sea, se inflaron como burbujas. Hubo un momento, cerca de mitad de año, en que casi todas las personas daban y recibían talleres sobre algo. A mi me tocó dar un taller llamado “compost de escritura”. Por supuesto, un experimento de no-saber en práctica. Pero igual cada tanto me sentía tentado de impartir mis sabercitos.

La escritura tiene una relación rara con el saber. Puede conciliar el no-saber, está dentro de sus gracias, pero en un tire y afloje bastante complejo. Creo que la escritura permite conciliar la posibilidad de vivir sin saber, pero mediante el movimiento de estar yéndolo a buscar.

Es lo que pasa con la identidad o el espíritu ¿no? Hoy pensaba, hablando con mi madre sobre la serie acerca del caso García Belsunce (???) que el espíritu (a ella le hablé de la identidad porque es psicoanalista, para que no se asuste) está tramada como un relato policial. Un montón de cualidades evidentes, mezcladas de manera confusa, sostenidas por un hilo conductor oculto.

En cambio el cantar… es otro cantar. Aun cuando se trate de cantar lo escrito, de escribir-cantar.  Qué ganas de cantar. Creo que es de las pocas formas activas de no-saber que puede adquirir la voz. Pudiendo escribir y cantar, realmente no veo la necesidad de hablar, que tantos problemas genera.

Qué cantidad de bichos que viven en esta terraza. Cada uno con su velocidad y su sombra.

La voz tiene a la vez la evidencia y el misterio. Y la duración.

Como mínimo, una familia de lagartijas cada vez menos tímidas. Y los pájaros, ¿qué hacen los pájaros de noche? Durante el día se llena. Muchos vienen en parejas, las palomas con rastas que cagan sobre la medianera, el de panza color polvo de ladrillo, el picaflor que levita. Me gusta que esta terraza les sirva de hogar, como la fonda que recibe a todos los seres porque es una reproducción del cosmos en miniatura. También me da un poco de miedo. El síndrome de la invasión... ¿no habrá que hacer algo?

Como buen lector de Levrero, durante toda la vida me ha pasado (considerando a “la vida” como el lapso desde que empecé a leer a Levrero hasta hoy) que se me aparecieran aves representando algo o alguien en los momentos cruciales. Ante los nacimientos y las muertes, de personas físicas o de vínculos, siempre aparecía algún pájaro actuando la situación, cual performance, en las inmediaciones de la casa de turno.

Bueno, ahora parece que vinieron todos. Que se baraja y se da de nuevo. No parecen actores, o sea, no parecen ser los términos de una metáfora, no refieren a otra cosa; se ven más bien como encarnaciones, parciales, fugaces, pero de plena realidad, de lo que pasó o de lo que habría pasado. Como si los pájaros fueran… antenas. Antenitas metafísicas inalámbricas, que registran todo lo que no se cuenta, que le dan cuerpo a lo que no está pasando pero existe.

Y ahora están todos acá, formando mensajes para avisarme de la que se viene, desesperados por hacerse entender, desesperados o no, cagándose de risa de que los miro y no me doy por aluddido.

Así cantan: ¡Huí! ¡Huí! Huiiiiiiiiii

Huí mientras puedas, me cantan. Desaparecé, dicen. Antes de que la verdad estadística te trague, hacete invisible. Como hizo el italiano, el físico ese. Como hizo ETTORE MAJORANA.     


Saturday, November 23, 2019

Una vez por año #12


Viernes 22 de noviembre, 9 de la mañana. Estoy sentado en una plaza semi vacía, hablándome al teléfono.
“Estoy sentado” me resuena como una de las frases del año. Creo que fue en marzo que empecé a practicar zazen; esto de sentarse en silencio en un almohadoncito. Antes de comprar mi propio almohadoncito, también llamado zafu, fui a un espacio, cerca de casa, en el que muy diversas personas se juntan a hacer lo mismo, a sentarse mirando la pared. Una cosa fantástica. Aunque debo decir que me generó fuertes sospechas que estuvieran vestidos con túnicas, y que se hayan puestos nombres japoneses. Así que no volví a ir, pero volví a sentarme en casa. Cada día, desde entonces. Han pasado varias cosas al respecto, cuyo índice de transformación vital no puedo medir con claridad, pero se siente que son muchas; o tal vez una sola, y bastante radical.  
Sábado 23 de noviembre, 9 y media de la mañana. Acá está el chiste, el texto con dos ahoras. Ahora-ahora estoy desgrabando el audio de ayer a la mañana, con auriculares puestos, frente a la computadora, en el cuartito del fondo. Jacinta se acerca y golpea la puerta, ahora cerrada. Hago como que no escucho, viene Jimena e intenta guiarla hacia otro lugar de la casa. Hace un rato Jacinta estaba acá, al lado, jugando con unos objetos inclasificables y con las moneditas del I Ching. Estuvo a punto de darse el prodigio de ensamblaje de yo escribiera este texto con ella jugando al lado, pero justo sonó el timbre: el hombre que destapa la cañería de las cocinas del edificio. Así se tapó el fluir de la situación. El hombre ya hizo lo suyo y se fue, pero Jacinta perdió su virtuosa concentración.
Viernes 22 de noviembre, 9 y pico de la mañana. Tal vez sea ese sentarse lo que en occidente se conoce como “sentar cabeza”. En este caso se trata de sentar la pelvis, y sobre la pelvis el cuerpo, y lejos del cuerpo, o sobre el cuerpo pero sin adueñárselo, la mente. Entre otras características fascinantes, esta práctica tiene el potencial de disolver los esquemas temporales que uno arrastra consigo minuto a minuto. Al estar sentado, no es raro estar sentado con fantasmas. Pero no son fantasmas enteros, son fragmentos de fantasmas. Lo que aparece cuando uno se sienta es la sensación, bastante cabal, de que el Yo, esa construcción sólida, es el bicho que hace fuerza para mantener anundadas las distintas partes. Que, si no, estarían flotando alegremente en el caldo del tiempo y el espacio. 
Un día estaba sentado y me encontré, en frente, a un metro de altura, la sonrisa de mi abuela. Era la boca y los ojos. El resto de mi abuela no estaba. Ella había muerto hacía menos de una semana. Su boca y sus ojos estaban ahí, de manera indiscutible. No eran un recuerdo ni una construcción. O sí, una construcción, en el sentido de algo que se proyecta y que al proyectarse gana su existencia, independiente del proyector.
Mi abuela se apagó. Recuerdo haber leído, en el libro ese de Bergson , La risa, que una de las fuentes del humor es que el humano se descubre máquina. Cuando hay una repetición de un error, cuando quiere seguir caminando aunque haya un escalón en el medio, esas caídas, esos efectos rísicos derivan de advertir que el humano es, también, una máquina. Qué risa: que mi abuela se haya apagado y que unos fenómenos tan físicos, como el funcionamiento del cuerpo y sus válvulas, sus entradas y salidas de aire y de fluidos, provoquen tan inmediatamente el apagado de las máquinas intangibles, como la de contar historias. Eso es muy impactante. Cuando estaba acostada en su cama, ya sin registrar del todo los fenómenos más cercanos y cotidianos, la máquina de contar historias seguía encendida; mientras le daba la energía, mientras percibía a alguien al lado, escuchando, o tal vez independientemente de que hubiera o no alguien escuchando, ella contaba. Ahí me enteré de su vida en el delta del Ibicuy, donde pasó su pre-adolescencia, adolescencia, hasta que se casó… No era ninguna de las historias que me había contado, y que yo reuní alrededor de un personaje, en una novela, una anciana que contaba decenas de versiones distintas sobre su origen, y ninguna parecía del todo cierta. Bueno, ninguna de esas historias era la que me contó esta vez, estando yo sentado a su lado en la penumbra, tocándole la manito seca pero vibrátil, eléctrica. De repente me contó esta otra, una historia de una isla del Tigre, un escenario maravilloso para una fábula antigua, de inmigrantes rusos, isleños enigmáticos y un personaje que aparece de pronto por obra del azar. Ella iba y venía del Ibicuy a Buenos Aires, a la Capital; cuando venía, paraba en la casa de su hermana mayor. Fue ahí donde se dio ese episodio, que también siguió trayendo al presente en los últimos días, en las últimas horas: cuando un hombre intentó abusar de ella. La última vez que hablé con ella, ella hablaba ya con los ojos entrecerrados, ya no tenía esa otra herramienta con la que sostenía al interlocutor mientras le armaba la historia en el cuerpo; ya sin la mirada, soltó al aire algo así como que ella también tenía su historia, que obviamente no le iban a creer, por ser mujer; y él contó la suya, la que todos creían. Después agregó, hablando de nunca sabremos qué, que era doble mérito lo de él, por ser varón; que, viniendo de una mujer uno lo entendería como algo natural, pero él era varón, así que era doble mérito. Claramente no hablaba del personaje masculino del relato anterior, pero no sabemos de quién hablaba.
El humano al final era una máquina que, al final, se apaga. Antes, mientras tanto, uno se sienta y todas las historias se sueltan y dialogan, más allá del tiempo. Algo de los ritmos se aquieta, y algo del presente pierde peso. Al quitar esa fuerza gravitatoria, todo lo que se mantenía orbitando alrededor, se desprende. Como se desprenden los fragmentos, las esqurilas vitales cuando se sustrae, al menos por unos segundos, el centro gravitatorio del Yo.
Me gustaría que se entienda que la meditación es una práctica subversiva, revulsiva para los cánones actuales. Nada que ver con esa versión de la derecha neoliberal, el mindfullnes y sus avatares neuro-científicos. Eso es el uso utilitario de ciertas herramientas de la meditación, en la dirección de un mejoramiento personal para alcanzar metas. Acá no hay mejoras, no hay metas, no hay lo personal. Por eso, la práctica a la que me refiero se opone a la avasallante marea consumo-narcisista que configura nuestro mundo.
Al lado del zafu hay un cuaderno, en el que cada tanto copio algo que se ha escrito durante la meditación. De ahí saco este fragmento, bastante gráfico respecto de lo que quiero decir:
Una hora sentado. 
Una hora sin trabajar ni consumir. 
Una hora sin información. 
¿Y si fueran dos? ¿Y si fueran seis?
En un rato estarán llegando mis amigos y vecinos, miembros del autodenominado “colectivo impublicable”, Noya y Sodo, para practicar pakua en esta plaza. Después de varios años de practicar solo, o bien guiado por mi maestro, me animé agregar la posibilidad de transmitir o contagiar algo de esta danza, esta práctica tan simple, extraña y oscuramente bella.
Dentro de una semana voy a dar una taller llamado compost de escritura: la idea es invitar a los participantes a darle a la escritura un lugar análogo al que ocupa el compost en la casa: un espacio donde enfrentar cara-a-cara los propios residuos, donde intimar con lo que tiende a descomponerse para, a la vez, emplearlo en una nueva composición; que sea un sustrato fértil para nuevas posibilidades. Etc. Cuando doy taller les pido a los presentes que cuenten su día de hoy de manera tal que en ese relato uno encuentre pistas de quienes son y de qué hacen. Que es un poco lo que estoy haciendo ahora, por la necesidad de contar esto mientras vivo un día. Tal vez en los primeros episodios de esta saga que lleva ya 12 años, el 22 de noviembre era el momento en que todo se detenía y yo, tan escritor, me dedicaba de manera intensiva y febril a la escritura de este texto; entonces se daba ahí una especie de remolino auto-gestionado, que también le daba el tono a la escritura. Algún día voy a leer de corrido todos estos capítulos para percibir cómo a medida que se fue transformando mi vida se fue transformando el tono y el olor de la escritura. Hoy, no puedo parar el día. Porque ahora los días son así: una secuencia perfecta de actividades aparentemente indispensables y que no se pueden posponer. Así que después de dejar a Jacinta en el jardín, estando Jacinta y Serena abocadas a sus compromisos académicos, me vengo a esta plaza para pugnar con rebeldía por la salud espiritual y narrativa del barrio; después, con Noya vamos a grabar unos podcast en los que estamos trabajando.
Podcast es una palabra que, si bien ahora pronuncio, con total naturalidad, al menos un par de veces por día, hasta el capítulo pasado creo que no la había escuchado nunca en la vida. Es notable como…
Sábado 23 de noviembre, 10 y media de la mañana. Nunca se sabe cuánto puede durar una interrupción. Fui a la cocina a rellenar la taza de café. Me encontré con Jimena y Jacinta preparándose para salir a pasear. Jacinta me saludó unas cuantas veces y dio varias vueltas antes de subirse al cochecito a pedido de su madre. Cuando estaban por salir, apareció Serena, recién despierta. Más saludos, de buen día, de chau, etc. Sere me pidió que le dejara en la mesa bajita los ingredientes para prepararse su chocolatada. Lo hizo bien, con bajo índice de intervención. Tomó la leche, encontramos un vidrio roto en el piso. Hablamos sobre accidentes domésticos, sobre qué podía pasar si Jacinta encontraba ese vidrio, y así. Después se acordó de otras historias de accidentes, pero de tránsito: el mío, el de su tía Vero, y el del papá de su mamá. Ahora está en el baño, y pienso proponerle que vea algo en Netflix, así puedo volver a sumergirme en este texto. Estoy desarrollando una pseudo teoría llamada “crianza por la narrativa”, para dar alivio a los xadres que se ven obligados a compartir con los dispositivos técnicos el cuidado de sus hijes. Listo.
Viernes 22 de noviembre. Parado en este momento, en este faro del año, pienso que en el próximo capítulo tal vez tenga un lugar extraordinariamente importante algo que todavía no conozco. Es emocionante.
El asunto es que el podcast no es ni más ni menos que el relato, en una tecnología hiper básica, muy similar a la que estoy usando para grabar esto hoy: la voz humana liberada de la institucionalidad radial, para hacer compañía mediante piezas con el cogollo de la radio, aquello que uno va a buscar y escuchar: la historia, la conversación, el tema. Hoy grabaremos podcast de recomendación de libros; hemos grabado muchísimos podcast de historias de todo tipo, de personajes inverosímiles, de descubrimientos, de momentos azarosos que cambiaron la historia STOP (La tendencia automática al Brief, vicio laboral).
Es un poco, ahora que lo pienso, otra encarnación de la abuelita. Como si el mundo actual permitiera que uno tomara a su abuelita para, una vez que ésta se desintegra en el mundo físico, traerla de vuelta como una aplicación. Así quedan disponibles sus formas, sus modos de relaciones internas, la alternancia de sus velocidades…
Esto de apretar botones y que se escuchen historias es algo que podría haber sido su tecnología más afín. Hace poco me encontré pensando, más bien percibiendo, que no había dimensionado qué se había agotado al morir la abuelita. Una madrugada de estas, al despertarme para atender un llanto de Jacinta, mirando la calle por la ventana, me apareció esa sensación patente: que ese surco mental que tengo, el surco del relato, esa línea donde la escritura y la voz se enredan, es ella-en-mi-mente. Sigue fluyendo sustancia por ahí. Así que no sé, no sé qué tipo de despedida implica su apagón.
Sábado 22 y viernes 23 de noviembre, a coro. A veces (ahora) doy vueltas por la casa, sintiendo con la mente de los pies. Llego a la terraza. Claro, en el 22 de noviembre pasado no vivía en esta casa con terraza. Y me encuentro con la imagen que me golpea el pecho -la sensación es realmente de algo que corta la respiración: el florecimiento. Una rosa china, unos jazmines, otras flores cuyos nombres desconozco.
Nunca antes había tenido una relación íntima con las plantas. Hay una verdad oculta ahí, tan demorada. No sabría qué decir al respecto. Hay un efecto corporal, una entrada en proceso, una solidaridad orgánica. Otra danza, disimulada, oscura y extraña. Cómo se buscan y cómo se alejan (nos buscamos y alejamos) sin explicar demasiado. Esto también es parte de este capítulo de esta historia. Algo simple y banal, entiendo que no estoy contando una historia extraordinaria, ni un hito fabuloso en una trama, no parece ser un punto de giro, como dirían los profesores de guión, ni un drama ni un camino heroico. Es solo que un día me encontré afectado por la vida vegetal. Se trata de puntos de apoyo para el giro, el giro no viene solo. Unos lenguajes sutiles, empujes. El lenguaje de la vida construyendo su estilo en la subsistencia, el fraseo de una planta estirando un brazo larguísimo para pasar su mano sobre el hombro de otra, buscando calor, aire, compartir un trago, la gestión de la amistad a distancia.
Viernes 22, 10 y media de la mañana. Vamos a ver cómo sigue el día, esto no termina acá. Pero ya deben estar por llegar los muchachos, y hay que concentrarse para la práctica. Después será grabar los podcast, después ir a buscar a Sere al jardín, llevarla a yoga. Tal vez cuando la deje en yoga y me vaya a esperarla al bar de al lado, pueda escuchar esto y agregar algo, quién sabe, ya con otro 22 de noviembre casi encima.
Sábado 23 de noviembre, 11 de la mañana. Acá termina la desgrabación. Me saco los auriculares. Jacinta y Jimena volvieron de su paseo, en la casa comienza a sentirse la inminencia de la preparación del almuerzo. La Gran Pregunta: ¿Qué comemos?
Está claro que estas incisiones no agregan nada, pero están acá, las dejo. Que se vea la textura de la composición, aún sin destellos ni hallazgos; así se componen los capítulos de esta novela anual, jugando con los presentes superpuestos. La vida cotidiana, la Gran Historia. Un tejido, como cualquier otro. Al final, ayer Sere no quiso ir a yoga, así que no tuve aquel rato para escribir que había imaginado a la mañana. La idea es mantenerse, a pesar de todo, en estado de escritura, dejándome caer en los intersticios, y aprovechar las oportunidades. Una de las mejores cosas de lectura de este año es un libro ilustrado que leemos con Sere, llamado “Las interrupciones”, escrito por Nicolás Schuff e ilustrado por Mariana Ruiz Johnson. Trata de un escritor que intenta escribir cuentos que se van transformando por las sucesivas interrupciones.
Lo que pasó ayer, una vez que dejé de hablarme al teléfono, fue que se me acercó una señora que se presentó como la cuidadora de la plaza (que no es exactamente una plaza: se llama “patio porteño” y está adentro de una manzana de Barracas, separada de la vereda por una puerta de reja). La señora Sonia me preguntó si yo era el que había estado dando una clase de algo, el otro día. 
Sí, le dije, una clase de pakua… es un arte marcial…
Me explicó que le tenía que avisar, porque ella tiene el deber de reflejar por escrito todas las actividades que se llevan a cabo en el lugar.
Me pareció un oficio fabuloso.  


Hasta el año que viene.

This page is powered by Blogger. Isn't yours?

Subscribe to Posts [Atom]