Saturday, November 23, 2019
Una vez por año #12
Viernes 22 de noviembre, 9 de la mañana. Estoy sentado en una plaza semi
vacía, hablándome al teléfono.
“Estoy sentado” me resuena como una de las frases del año. Creo que fue en
marzo que empecé a practicar zazen; esto de sentarse en silencio en un
almohadoncito. Antes de comprar mi propio almohadoncito, también llamado
zafu, fui a un espacio, cerca de casa, en el que muy diversas personas se juntan
a hacer lo mismo, a sentarse mirando la pared. Una cosa fantástica. Aunque
debo decir que me generó fuertes sospechas que estuvieran vestidos con túnicas,
y que se hayan puestos nombres japoneses. Así que no volví a ir, pero volví a
sentarme en casa. Cada día, desde entonces. Han pasado varias cosas al respecto, cuyo
índice de transformación vital no puedo medir con claridad, pero se siente que
son muchas; o tal vez una sola, y bastante radical.
Sábado 23 de noviembre, 9 y media de la mañana. Acá está el chiste, el
texto con dos ahoras. Ahora-ahora estoy desgrabando el audio de ayer a la
mañana, con auriculares puestos, frente a la computadora, en el cuartito del
fondo. Jacinta se acerca y golpea la puerta, ahora cerrada. Hago como que no
escucho, viene Jimena e intenta guiarla hacia otro lugar de la casa. Hace un
rato Jacinta estaba acá, al lado, jugando con unos objetos inclasificables y
con las moneditas del I Ching. Estuvo a punto de darse el prodigio de ensamblaje
de yo escribiera este texto con ella jugando al lado, pero justo sonó el
timbre: el hombre que destapa la cañería de las cocinas del edificio. Así se tapó
el fluir de la situación. El hombre ya hizo lo suyo y se fue, pero Jacinta
perdió su virtuosa concentración.
Viernes 22 de noviembre, 9 y pico de la mañana. Tal vez sea ese sentarse lo
que en occidente se conoce como “sentar cabeza”. En este caso se trata de
sentar la pelvis, y sobre la pelvis el cuerpo, y lejos del cuerpo, o sobre el
cuerpo pero sin adueñárselo, la mente. Entre otras características fascinantes,
esta práctica tiene el potencial de disolver los esquemas temporales que uno
arrastra consigo minuto a minuto. Al estar sentado, no es raro estar sentado
con fantasmas. Pero no son fantasmas enteros, son fragmentos de fantasmas. Lo
que aparece cuando uno se sienta es la sensación, bastante cabal, de que el Yo,
esa construcción sólida, es el bicho que hace fuerza para mantener anundadas
las distintas partes. Que, si no, estarían flotando alegremente en el caldo del
tiempo y el espacio.
Un día estaba sentado y me encontré, en frente, a un metro de altura, la sonrisa de mi
abuela. Era la boca y los ojos. El resto de mi abuela no estaba. Ella había
muerto hacía menos de una semana. Su boca y sus ojos estaban ahí, de manera
indiscutible. No eran un recuerdo ni una construcción. O sí, una construcción,
en el sentido de algo que se proyecta y que al proyectarse gana su existencia,
independiente del proyector.
Mi abuela se apagó. Recuerdo haber leído, en el libro ese de Bergson , La
risa, que una de las fuentes del humor es que el humano se descubre máquina.
Cuando hay una repetición de un error, cuando quiere seguir caminando aunque
haya un escalón en el medio, esas caídas, esos efectos rísicos derivan de
advertir que el humano es, también, una máquina. Qué risa: que mi abuela se
haya apagado y que unos fenómenos tan físicos, como el funcionamiento del
cuerpo y sus válvulas, sus entradas y salidas de aire y de fluidos, provoquen
tan inmediatamente el apagado de las máquinas intangibles, como la de
contar historias. Eso es muy impactante. Cuando estaba acostada en su
cama, ya sin registrar del todo los fenómenos más cercanos y cotidianos, la
máquina de contar historias seguía encendida; mientras le daba la energía,
mientras percibía a alguien al lado, escuchando, o tal vez independientemente
de que hubiera o no alguien escuchando, ella contaba. Ahí me enteré de su vida
en el delta del Ibicuy, donde pasó su pre-adolescencia, adolescencia, hasta que
se casó… No era ninguna de las historias que me había contado, y que yo reuní alrededor
de un personaje, en una novela, una anciana que contaba decenas de versiones
distintas sobre su origen, y ninguna parecía del todo cierta. Bueno, ninguna de
esas historias era la que me contó esta vez, estando yo sentado a su lado en la
penumbra, tocándole la manito seca pero vibrátil, eléctrica. De repente me
contó esta otra, una historia de una isla del Tigre, un escenario maravilloso
para una fábula antigua, de inmigrantes rusos, isleños enigmáticos y un
personaje que aparece de pronto por obra del azar. Ella iba y venía del Ibicuy
a Buenos Aires, a la Capital; cuando venía, paraba en la casa de su hermana
mayor. Fue ahí donde se dio ese episodio, que también siguió trayendo al
presente en los últimos días, en las últimas horas: cuando un hombre intentó
abusar de ella. La última vez que hablé con ella, ella hablaba ya con los ojos
entrecerrados, ya no tenía esa otra herramienta con la que sostenía al interlocutor
mientras le armaba la historia en el cuerpo; ya sin la mirada, soltó al aire
algo así como que ella también tenía su historia, que obviamente no le iban a
creer, por ser mujer; y él contó la suya, la que todos creían. Después agregó,
hablando de nunca sabremos qué, que era doble mérito lo de él, por ser varón;
que, viniendo de una mujer uno lo entendería como algo natural, pero él era
varón, así que era doble mérito. Claramente no hablaba del personaje masculino
del relato anterior, pero no sabemos de quién hablaba.
El humano al final era una máquina que, al final, se apaga. Antes, mientras
tanto, uno se sienta y todas las historias se sueltan y dialogan, más allá del
tiempo. Algo de los ritmos se aquieta, y algo del presente pierde peso.
Al quitar esa fuerza gravitatoria, todo lo que se mantenía orbitando alrededor, se desprende. Como se desprenden los fragmentos, las esqurilas vitales cuando se sustrae, al
menos por unos segundos, el centro gravitatorio del Yo.
Me gustaría que se entienda que la meditación es una práctica subversiva,
revulsiva para los cánones actuales. Nada que ver con esa versión de la derecha
neoliberal, el mindfullnes y sus avatares neuro-científicos. Eso es el uso
utilitario de ciertas herramientas de la meditación, en la dirección de un
mejoramiento personal para alcanzar metas. Acá no hay mejoras, no hay metas, no
hay lo personal. Por eso, la práctica a la que me refiero se opone a la
avasallante marea consumo-narcisista que configura nuestro mundo.
Al lado del zafu hay un cuaderno, en el que cada tanto copio algo que se ha
escrito durante la meditación. De ahí saco este fragmento, bastante gráfico
respecto de lo que quiero decir:
Una hora sentado.
Una hora sin trabajar ni consumir.
Una hora sin información.
¿Y si fueran dos? ¿Y si fueran seis?
En un rato estarán llegando mis amigos y vecinos, miembros del
autodenominado “colectivo impublicable”, Noya y Sodo, para practicar pakua en
esta plaza. Después de varios años de practicar solo, o bien guiado por mi
maestro, me animé agregar la posibilidad de transmitir o contagiar algo
de esta danza, esta práctica tan simple, extraña y oscuramente bella.
Dentro de una semana voy a dar una taller llamado compost de escritura: la
idea es invitar a los participantes a darle a la escritura un lugar análogo al
que ocupa el compost en la casa: un espacio donde enfrentar cara-a-cara los
propios residuos, donde intimar con lo que tiende a descomponerse para, a la
vez, emplearlo en una nueva composición; que sea un sustrato fértil para nuevas
posibilidades. Etc. Cuando doy taller les pido a los presentes que cuenten su
día de hoy de manera tal que en ese relato uno encuentre pistas de quienes son
y de qué hacen. Que es un poco lo que estoy haciendo ahora, por la necesidad de
contar esto mientras vivo un día. Tal vez en los primeros episodios de esta
saga que lleva ya 12 años, el 22 de noviembre era el momento en que todo
se detenía y yo, tan escritor, me dedicaba de manera intensiva y febril a la
escritura de este texto; entonces se daba ahí una especie de remolino auto-gestionado,
que también le daba el tono a la escritura. Algún día voy a leer de corrido
todos estos capítulos para percibir cómo a medida que se fue transformando mi
vida se fue transformando el tono y el olor de la escritura. Hoy, no puedo
parar el día. Porque ahora los días son así: una secuencia perfecta de
actividades aparentemente indispensables y que no se pueden posponer. Así que
después de dejar a Jacinta en el jardín, estando Jacinta y Serena abocadas a
sus compromisos académicos, me vengo a esta plaza para pugnar con rebeldía por
la salud espiritual y narrativa del barrio; después, con Noya vamos a grabar
unos podcast en los que estamos trabajando.
Podcast es una palabra que, si bien ahora pronuncio, con total naturalidad,
al menos un par de veces por día, hasta el capítulo pasado creo que no la había
escuchado nunca en la vida. Es notable como…
Sábado 23 de noviembre, 10 y media de la mañana. Nunca se sabe cuánto puede
durar una interrupción. Fui a la cocina a rellenar la taza de café. Me encontré
con Jimena y Jacinta preparándose para salir a pasear. Jacinta me saludó unas
cuantas veces y dio varias vueltas antes de subirse al cochecito a pedido de su
madre. Cuando estaban por salir, apareció Serena, recién despierta. Más
saludos, de buen día, de chau, etc. Sere me pidió que le dejara en la mesa
bajita los ingredientes para prepararse su chocolatada. Lo hizo bien, con bajo
índice de intervención. Tomó la leche, encontramos un vidrio roto en el piso.
Hablamos sobre accidentes domésticos, sobre qué podía pasar si Jacinta
encontraba ese vidrio, y así. Después se acordó de otras historias de
accidentes, pero de tránsito: el mío, el de su tía Vero, y el del papá de su
mamá. Ahora está en el baño, y pienso proponerle que vea algo en Netflix, así
puedo volver a sumergirme en este texto. Estoy desarrollando una pseudo teoría
llamada “crianza por la narrativa”, para dar alivio a los xadres que se ven
obligados a compartir con los dispositivos técnicos el cuidado de sus hijes.
Listo.
Viernes 22 de noviembre. Parado en este momento, en este faro del año,
pienso que en el próximo capítulo tal vez tenga un lugar extraordinariamente
importante algo que todavía no conozco. Es emocionante.
El asunto es que el podcast no es ni más ni menos que el relato, en una
tecnología hiper básica, muy similar a la que estoy usando para grabar esto
hoy: la voz humana liberada de la institucionalidad radial, para hacer compañía
mediante piezas con el cogollo de la radio, aquello que uno va a buscar y
escuchar: la historia, la conversación, el tema. Hoy grabaremos podcast de
recomendación de libros; hemos grabado muchísimos podcast de historias de todo
tipo, de personajes inverosímiles, de descubrimientos, de momentos azarosos que
cambiaron la historia STOP (La tendencia automática al Brief, vicio laboral).
Es un poco, ahora que lo pienso, otra encarnación de la abuelita. Como si
el mundo actual permitiera que uno tomara a su abuelita para, una vez que ésta
se desintegra en el mundo físico, traerla de vuelta como una aplicación. Así
quedan disponibles sus formas, sus modos de relaciones internas, la alternancia
de sus velocidades…
Esto de apretar botones y que se escuchen historias es algo que podría
haber sido su tecnología más afín. Hace poco me encontré pensando, más bien
percibiendo, que no había dimensionado qué se había agotado al morir la
abuelita. Una madrugada de estas, al despertarme para atender un llanto de
Jacinta, mirando la calle por la ventana, me apareció esa sensación patente: que
ese surco mental que tengo, el surco del relato, esa línea donde la escritura y
la voz se enredan, es ella-en-mi-mente. Sigue fluyendo sustancia por ahí. Así
que no sé, no sé qué tipo de despedida implica su apagón.
Sábado 22 y viernes 23 de noviembre, a coro. A veces (ahora) doy vueltas
por la casa, sintiendo con la mente de los pies. Llego a la terraza. Claro, en
el 22 de noviembre pasado no vivía en esta casa con terraza. Y me encuentro con
la imagen que me golpea el pecho -la sensación es realmente de algo que corta
la respiración: el florecimiento. Una rosa china, unos jazmines, otras flores cuyos nombres desconozco.
Nunca antes había tenido una relación íntima con las plantas. Hay una
verdad oculta ahí, tan demorada. No sabría qué decir al respecto. Hay un efecto
corporal, una entrada en proceso, una solidaridad orgánica. Otra danza,
disimulada, oscura y extraña. Cómo se buscan y cómo se alejan (nos buscamos y alejamos) sin explicar
demasiado. Esto también es parte de este capítulo de esta historia. Algo simple
y banal, entiendo que no estoy contando una historia extraordinaria, ni un hito
fabuloso en una trama, no parece ser un punto de giro, como dirían los
profesores de guión, ni un drama ni un camino heroico. Es solo que un día me
encontré afectado por la vida vegetal. Se trata de puntos de apoyo para el
giro, el giro no viene solo. Unos lenguajes sutiles, empujes. El lenguaje de la vida
construyendo su estilo en la subsistencia, el fraseo de una planta estirando un
brazo larguísimo para pasar su mano sobre el hombro de otra, buscando calor, aire, compartir un trago, la gestión de la
amistad a distancia.
Viernes 22, 10 y media de la mañana. Vamos a ver cómo sigue el día, esto no termina acá. Pero ya
deben estar por llegar los muchachos, y hay que concentrarse para la práctica.
Después será grabar los podcast, después ir a buscar a Sere al jardín, llevarla
a yoga. Tal vez cuando la deje en yoga y me vaya a esperarla al bar de al lado, pueda escuchar esto y agregar algo, quién sabe, ya con otro 22 de noviembre casi encima.
Sábado 23 de noviembre, 11 de la mañana. Acá termina la desgrabación. Me
saco los auriculares. Jacinta y Jimena volvieron de su paseo, en la casa
comienza a sentirse la inminencia de la preparación del almuerzo. La Gran
Pregunta: ¿Qué comemos?
Está claro que estas incisiones no agregan nada, pero están acá, las dejo.
Que se vea la textura de la composición, aún sin destellos ni hallazgos; así se
componen los capítulos de esta novela anual, jugando con los presentes
superpuestos. La vida cotidiana, la Gran Historia. Un tejido, como cualquier otro. Al final, ayer Sere no quiso ir a
yoga, así que no tuve aquel rato para escribir que había imaginado a la mañana.
La idea es mantenerse, a pesar de todo, en estado de escritura, dejándome caer
en los intersticios, y aprovechar las oportunidades. Una de las mejores cosas
de lectura de este año es un libro ilustrado que leemos con Sere, llamado “Las
interrupciones”, escrito por Nicolás Schuff e ilustrado por Mariana Ruiz
Johnson. Trata de un escritor que intenta escribir cuentos que se van
transformando por las sucesivas interrupciones.
Lo que pasó ayer, una vez que dejé de hablarme al teléfono, fue que se me
acercó una señora que se presentó como la cuidadora de la plaza (que no es
exactamente una plaza: se llama “patio porteño” y está adentro de una manzana
de Barracas, separada de la vereda por una puerta de reja). La señora Sonia me preguntó
si yo era el que había estado dando una clase de algo, el otro día.
Sí, le dije,
una clase de pakua… es un arte marcial…
Me explicó que le tenía que avisar, porque ella tiene el deber de reflejar
por escrito todas las actividades que se llevan a cabo en el lugar.
Me pareció un oficio fabuloso.
Hasta el año que viene.
Subscribe to Posts [Atom]