Saturday, November 23, 2013

Una vez por año / 6

Otra vez, 23 de noviembre. Se ve que el ciclo biológico anual es tan poderoso en los engranajes de esta novela experimental bio política que cualquier error desplaza al resto de los elementos con suave equidistancia. Algo así como el desarreglo horario que en nuestros calendarios se resuelve con la presencia siempre sorpresiva de los bisiestos, pero hacia delante; o como emparejar la barba con una tijerita: quedó un poco más de este lado, ahora más del otro, y así hasta quedar en piel.
23 de noviembre otra vez: feliz día, querido compañero yo, soldado incansable y algo agotador (¿siempre acá, yo?).  Feliz día lector, hipotético para mí pero real para cada sí mismo. Feliz día de la lealtad al juego solitario abierto. Esto es ser en verdad leal: firme en eso que no agradece, que no verifica nada, que no se corresponde con ningún código moral ni promete, como todas las propagandas de la paciencia y la perseverancia, el éxito final. Feliz día del juego, de la seriedad amorosa, de la solemnidad inútil.

Desde el 23 de noviembre pasado hasta hace unos diez días el proceso fue de acumulación: de anécdotas, de ideas, de recetas, de semblanzas, de hitos, y siempre y cada vez, palabras, palabras y más palabras que se acercaban, rodeaban a las cosas o se les metían dentro, hinchaban cada cosa hasta el colmo de su sentido, hasta que explotaban y como un piñata: palabras otra vez por todos lados. Generosas, dispuestas, palabras como word-scouts, siempre listas a encadenarse en la musicalidad que parece poder decirlo todo. Hace diez días, más o menos, empezó el proceso inverso: las palabras comenzaron a acobardarse, a esconderse o huir del todo, sencillamente. Y hoy, ahora, esta tarde, estoy solo. Me sacaron el banquito. Solo con las cosas, las cosas desinfladas de palabras, desconectadas entre sí, o sea sin poder bailar. Y si no hay baile, claro, no hay música. Llamo a las palabras pero no hay caso. En silencio, limpio la pipa que usé ayer y cargo la que voy a usar ahora.

Es cuestión de cuidado. Cada día limpiar una antes de usar otra, para no imbecilizar el proceso, para evitar el archivado, el cajoneado, la auto-burocracia. Tener manos y hacer, para que ahora el futuro se sienta más llano, esponjoso. Hoy, que todavía es de día, corrompo un poco mi nueva tradición de no fumar pipa hasta la noche, pero modero su efecto en la boca y el ambiente: elijo el tabaco aromatizado con manzana verde, en lugar de la potente mezcla de perique y lataquia, conocida como “oriental azul”, la reina potente de los blends de Toni Petti, el samurai oculto, el rey descoronado para los pipa-fumadores de esta parte del mundo. Tengo solo dos pipas y dos tipos de tabaco porque no estoy en casa. Estoy en Domínico, en la casa de R´ío, la conocerán del capítulo anterior. Acá hay jardín en el fondo, entre otras cosas, y ahí con mi pipa, intentando sin apuro leer las tramas bio narrativas de las cuatro gatas semi salvajes, huelo el cielo y me siento personaje de una trama de otro, de uno verdaderamente adulto, me siento en el banco blanco y estoy alineado. Pienso en el futuro como si eso fuera posible, o sea, pienso en el futuro como si fuera ahora.

Es cuestión de cuidado, que no es lo mismo que defensa. Hace un buen rato que vengo pensando esto, desde que empecé tímidamente con la práctica del pakua, o incluso sin saberlo un poco antes. No confundir cuidar con defender: al defender se supone un ataque proveniente del exterior, y se emplea una fuerza proporcional para contenerlo; pero si del exterior no venía ningún ataque, cosa que suele pasar, la propia fuerza genera la caída, el choque contra lo que no se mueve. El que se defiende de nada inventa el ejército que lo ataca.
El cuidado, en cambio, implica el uso de la fuerza en la contención de lo que hay, en la concentración de lo que no se debe perder, mirando más la importancia de lo que hay adentro que la peligrosidad de lo que viene de afuera.
En fin. Los pájaros cantan siempre.

Así que dos tabacos, dos pipas, la ética de la mochila que se llena con la idea de que no habrá retorno pero sabe que habrá movimiento; la mochila que ahora se frota amorosamente contra la gata tricolor de esta casa, la gata con capacidades diferentes, entre ellas la del amor (aunque su objeto de amor se trate de uno inanimado, pequeña y sabia diferencia).
También en mi casa hay gatos, ahora, por primera vez para mí; mi primera experiencia en el aprendizaje de ningún idioma. La pura lengua. Por suerte, me tomé este año de ventaja para empezar a acostumbrarme a aprender cosas desacostumbradas. Cosas sin idioma.
¿Qué es aprender? ¿Qué cuesta aprender, aprender qué? nos preguntábamos durante aquel viaje documental pre-novela que se anunciaba en el capítulo anterior. Y me monté en una bicicleta, y me caí, y me caí hasta que no. Unas vueltas en camioneta, simplemente. Se ve que no era eso lo que quería aprender, pero me enseñó que algo, no podía saberse qué era en aquel entonces, tenía qué. Difícil. Tantas cosas.

¿Pakua? Una vez di una patada. La patada siguiente, exactamente la siguiente a la última, que había dado veinte años antes. Una patada perfecta, que me abrió una puerta, como en las películas. Como esa patada que el policía da en una puerta para abrirla y entrar a un lugar peligroso, un lugar en el que no sabe qué puede llegar a encontrar, pero la patada fue al aire y la puerta estaba en mi mente: la infancia, mi infancia, mi cuerpo, el dolor y el miedo de mi cuerpo, mi miedo, la potencia de mis palabras, el cuerpo frágil, las palabras fuertes... pero el cuerpo, todavía ahí, esperándome. Con un caudal inmenso de aprendizaje, placer y experiencia potencial. Encerrado tras esa puerta, antes de la patada. Y después la patada y entrar a la casa oscura... peor que una casa abandonada, el cuerpo de un hombre abandonado.
Ahí estaba mi cuerpo, tal vez por dentro. Con sus órganos de iglesia y sus escaleras vertebrales, su escalera caracol que trepa el puente Pueyrredón y las oficinas de la burocracia como siempre en la garganta, ahora abriéndose para dejar salir aire cargado, despejando olor a encierro pero más que nada mezclándose con las bacterias contagiosas de una fuerza, una des-pereza. Una patada inicial, un maestro potencial, como todo maestro que se precie, judeoriental y amigable.
¿Hace algo? Sí, sí, patea.

En el tránsito, en el camino de regreso al cuerpo, la violencia. La violencia es siempre física. Es una constatación del cuerpo. El placer y el dolor, el amor y el odio, son matices de la violencia. (Porque el amor es una guerra, de los cuerpos enlazados, son los miembros mutilados, y las ganas de ganar. Son las ganas de ganar las que se juntan con los miedos a perder, son los párpados quemados de los tártaros sentados a la espera de la ley). Bajar o perder seis kilos, salir del cuerpo para volver a entrar. La anorexia como un arte marcial.

Hay muchas películas. Simultáneas, universos paralelos, como si me hubiera caído en una novela de mi juventud y ahora fuera un personaje construido de manera exótica, y la vida, un capricho semántico-sensorial. Igor, Gombrowicz: ¿y el balbuceo del momento que nace?

En una película, el muchacho es, como siempre de Ñuls. La muchacha es, desde hace poco y hasta hace poco, también de Ñuls. Porque ahora se separan. Lloran un domingo, a las nueve de la noche, en la vereda, plena avenida Corrientes, cerca de Callao. Se dan un beso desgarrado, despedible, es el final, y comienzan a escuchar bocinazos. Miran la avenida y ven pasar, uno, tres, diez autos con banderas azules y amarillas, hinchas sin-aliento celebrando su ascenso a primera, rumbo al obelisco. En esa parte ganan los malos. Gana la derrota.

Después de eso, los seis kilos. En medio, una imagen perpetua de la amistad. En casa de mi amigo Olv, cultivando la pena parsimoniosamente, sin saber demasiado de nada, hablando y bebiendo y sobre todo no comiendo. El me ofrece una galletita untada con una pasta de aceitunas, yo rechazo. No obstante, de pronto estoy comiendo una galletita untada con pasta de aceitunas. Tan rápido, que mi amigo Olv me acerca otra, y después otra, y un buen rato seguimos conversando como si ninguna otra cosa pasara, mientras él logra que yo coma después de varios días. Se termina la pasta de aceitunas en el frasco, Olv me pregunta si quiero comer una fruta. Digo que no. Y ahora estamos comiendo de una bandeja llena de mango, duraznos, papaya, todo cortado en cubos que viajan sin ruido entre mis manos y mi boca, volviendo a la vida de mi cuerpo, recuperando lo que no sabía perdido.

Meses después, él muchacho festeja, en el obelisco, el gran título del inolvidable Ñuls del Tata Martino, con más de mil amigos nuevos, otros leprosos del exilio, leprosos de la diáspora espiralada. Después, toma un par de colectivos, trepa como un caracol el puente Pueyrredón (ya se olvidó de su casa, “ahora mi casa sos vos”) y llega una vez más a Dominico, para el festejo íntimo.
Hay otras películas, menos lineales, más extrañas y profundas (porque lo más extraño más adentro está, ¿cierto?): una en blanco y negro, la película de un poroto que se mece en su infinito portátil y repiquetea. Cine mudo musicalizado por un baterista de heavy metal (iba a poner  “baterista con doble bombo” pero me amedrenté).

Ayer en el colectivo, avanzando lento y sudoroso por la avenida Mitre, le cedí el asiento a una mujer casi vieja y bastante gorda. Cuando me paré, vi que había otro asiento disponible, uno que ella había rechazado (creo que porque pensó que no entraría). El último asiento, junto a la ventanilla, de la fila del fondo. Ahí me senté, y quedé virtualmente encerrado, como un rey de ajedrez después de un enroque, entre dos parejas de sordomudos. Habían dejado libre ese asiento para poder acomodarse de modo tal de verse las palabras. Ahí quedé yo. No tenían cosas sencillas y apacibles para decirse, estaban a los gritos con las manos.
Eso. Volví con una contractura que no me dejó escribir el texto en el día que correspondía.

El fracaso es lo que hay para construir un estilo. El éxito siempre confunde, solo el fracaso obliga a usar lo más genuino (por único, personal, ético-inmediato) del propio repertorio nacido junto a la contingencia. El fracaso no es la derrota. Tampoco el éxito. Es lo contrario de ambas cosas. Creo que ya lo escribí en un capítulo anterior, pero lo vuelvo a pensar cada año por primera vez.

Fracasar, o no, pero siempre tener a mano un cuaderno. Eso es vida. Eso me enseñó R´ío. A vivir, supongo.
Tengo muchísimas páginas de un cuaderno escrito bajo el nombre de “diario de dejar de fumar”. Así dejé de fumar puchitos, así abandoné el goce de la servidumbre voluntaria: escribiendo.
Ya no, necesariamente, libros: ya no necesariamente para todos. Para uno, para un otro. Ese reencuentro fue... cómo decirlo... Mi abuela diría: ¡amerita un brindis!
Salud, abuelita. Ella, que decidió mudarse, porque se aburrió de su casa de las últimas tres décadas, este año. Después de casi nueve décadas, con ganas de volver a tener miedos nuevos.
Eso es vida.
Anotar.

¿Será la casa de Jovellanos, en Barracas? ¿Será llano ser joven? ¿Cuánto más empinada es la adultez? Lo sabremos en el próximo capítulo.

Hasta ahora lo inmobiliario, despegado de lo hogareño (ver capítulo pasado) había adquirido cierta liviandad, primero más o menos satisfactoria, poco después un tanto insípida. Ahora volvió la potencia decisiva, el sabor fuerte, volvió la alegría. ¿A dónde?

Parece que fue hace mucho que vino mi hermana L a vivir conmigo y yo empecé a ir a trabajar (o escribir), a una gran habitación de la casa de la Paternal conocida como el Castillito en algún capítulo anterior. Pero no, fue este año. Nací este año, y este año, alguna vez, forzosamente, se va a terminar. Creo que me voy a poner triste, creo que viviría por siempre encerrado en este año, rebotando de un borde a otro, de arriba a bajo, como rebotaba ella en la colchoneta elástica que un par de ex payasos habían montado en la plaza principal de la localidad de Los Toldos. Ahí donde, con Mr.o y Nya, y también R`ío, conocimos a Juan y Reinaldo, dos policías aficionados a la cocina, etcétera. Ahí donde con Nya, bastante director de todas estas películas, enterramos un gatito muerto en el suelo de una plaza. Para siempre este año, rebotando contra las cuerdas de cada uno de los lados del cuadrilátero, recibiendo los golpes que sean necesarios, pero contenido en ese ir y venir, esa sensación de aprendizaje inevitable, constante.
La idea filo-boxística de que “la experiencia es un peine que te dan cuando te quedaste pelado” es certera, pero su sonrisa amarga es mezquina: la propia experiencia puede enseñar qué hacer con un peine cuando uno es(tá) pelado.
Por ejemplo, regalarlo a alguien con cabello. O hacer un instrumento musical.
La experiencia sirve para pasar de un modo más fluido y musical a un nuevo territorio de ignorancia.
Venga ese peine.

Esa habitación en el Castillito ya forma parte del museo de mi vida, o sea, de las cosas presentes por su importancia, aunque tal vez ya no por su funcionalidad. ¿Tan rápido? Dios mío, ¿cómo funciona esto? Es una máquina con los botones en otro idioma.

Una vez soñé, en medio de una seguidilla de pesadas angustiosas, una iluminación que me explicó que: el ídolo de mi infancia era He-Man. Él vivía en un castillo (en el balcón de la casa de Zapiola) , junto a She-ra. Yo este año viví con mi hermana, y aparte habité el Castillito. En suma, fui el héroe de mi infancia.
No es poco. Ni lindo ni feo, es bastante.
En medio de una caminata entre el templo-cueva de los tabacos de T.P. y la casa de mi amigo Galle, en su función maestro de piano, tomé un contra-atajo y pasé por el frente de la casa de Zapiola. Fue la experiencia más parecida a soñar de las que he tenido con los ojos abiertos. Antes me había comido, caminando, una empanada de carne frita. Adopté la costumbre (de las veinte costumbres nuevas por día que inventé después de dejar de fumar puchos) de comprar y comer empanadas fritas siempre que una caminata más o menos extensa me presente la oportunidad.

Dejar de fumar es sacar un tapón, el tiempo es una bañera y uno es el agua que se arremolina.

(Todavía es de día, lo cual confirma matemáticamente una antigua sospecha sentimental: escribir es mucho más fácil que no escribir. Se puede escribir en menos de dos horas lo que ha tardado años en no escribirse)

Entre mi casa y el Castillito, el mundo: eso aprendí. Ir de un lugar a otro abre un paraíso topológico, que pone límites (tienen que ser al menos dos, claro) al infinito. En el medio, todo: caminatas, caramelos de jengibre y miel, plazas, tabacos argentinos de exportación, sánguches de bondiola y latas de cerveza bajo la llovizna, la reinvención del mediodía, un cuaderno que no deja de escribirse.
Y la cuestión de inventar un héroe, de ser el propio juguete que toma vida y monta la película necesaria. Un mes y medio, dos meses, yendo todas las noches al Castillito y volviendo a la madrugada a mi casa, en el 24 de Carlos, el de las 5 de la mañana. Durante: la escritura, El Sapo, Dionisio, Nina, Claudio, Juan el policía, los viajes, la vejez, las separaciones, la muerte, el dolor, la distancia, la libertad, el desarraigo. Una novela final. El final de una saga que empezó hace muchos años (¿al mismo tiempo que empezó esta novela anual? Revisar) y termina, justo, cuando empieza todo.

Si mi preguntan ahora mismo, a esta hora de la tarde,  sobre la belleza, sobre la vida, sobre qué le diría a un hijo mío acerca de la belleza y la vida, diría que no hay sensación más bella y vital que la de perder un miedo.
Yo cuando era chico, cuando era hijo, tenía miedo de que se cayera el techo del lugar en que estaba, tenía miedo de que entrara un familiar mío a la noche en mi cuarto para matarme con un hacha, tenía miedo de olvidarme cómo caminar y me ponía a pensar en eso y me caía. Miraba hacia la puerta para enterarme, justo antes, de quién era ese que me iba a matar. Todo a la noche. Desde entonces, decidí quedarme vigilando por las noches. El soldado agotador, el agitador soldado.
Recién ahora, este año,  empecé a tener sueño en lo oscuro. Recién en estos días volví a entregar la oscuridad a la oscuridad, sin taaaaanto miedo.

Diría que el miedo es un asesor sabio pero un gobernante estúpido.
Y es tan emocionante y enseñador cuando después de un miedo cae otro, y después otro, y así. Porque recién entonces, cuando el dominó termina de recostar su última ficha, uno puede inventar un miedo nuevo. Y sacar de adentro la fuerza para dejarlo caer. Diría mi abuela, ¿cierto?: inventar miedos es una tarea reservada para esos grandes genios que nacen de siglo en siglo, de milenio en milenio, adentro de uno, cerca de la región de los deseos, al menos, a la altura de los deseos.
Más arriba que eso, está lo otro.
O por acumulación de eso nace lo otro, quiero decir, no sé: lo sagrado, lo sublime.
Si tuviera que decirle algo, desde ese lugar, a un hijo nuestro, primero debería inventar un idioma, con ella. Después del idioma, inevitable, la religión.
Y después, solo después, me quedaría callado.      

   






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