Monday, November 24, 2008

Una vez por año




Como puede verse y comprobarse, el último post apareció en este blog hace casi un año. En realidad, cuando vi que se venía la coincidencia supe que tenía que escribir el siguiente post, es decir este, el mismo 22 de noviembre.
Tampoco pude.
No entiendo por qué la gente, en especial la gente que usa esta herramienta llamada blog para mostrar algunas cosas, se avergüenza tanto ante lo que no puede. Supongo que se le muestra a los otros el ritmo imbatible, la voluntad, el ingenio constante, la constancia en sí misma. Pero no sé por qué de pronto estoy hablando de los demás.
Acá estoy yo, con mis dificultades y la suma de mis no poderes, a ver en qué se convierten.
Un año entero. Da para el recuento, la crónica obesa, la desilusión temporal. El tiempo pasa. Algunos se resisten.
No es que se me haya ocurrido de antemano y como un proyecto “subvertir los modos en que nos relacionamos con el tiempo”. Al contrario, siempre estuve a punto de revitalizar este blog. Creo que el último post, dedicado a un comentario sobre la novela Igor, traía consigo la propuesta interna de usar el blog para ir guardando (y mostrando, claro) las reseñas sobre el libro. Pero quedó ahí. No obstante, a la derecha de su pantalla pueden ver un nuevo link, puesto hace algunos meses, en plena época del silencio, llamado, creo: algunas cosas sobre Igor. De eso también me cansé a mitad de camino.
Desde noviembre pasado hasta ahora pasaron muchas cosas que podría haber escrito acá, incluso varias que tuve la intención explícita de hacerlo.
Pero no.
La verdad es que, ahora mismo, me siento más constituido y delineado por mis proyectos fallidos y mis fracasos fantasmales que por todo lo que salió bien, lo que se transformó en objeto intercambiable o en fórmula fácil de decir. Me enorgullezco de las geniales cosas que nunca escribí, y de las ideas magníficas que invertí en una noche de borrachera con amigos y jamás volvieron a mi mente.
Después de aquel mítico 22 de noviembre, en el verano estuve con un grupo de escritores amigos en Neuquén, participando de una especie de festival y viviendo entre las cuchetas del albergue municipal. Una noche, después del evento y todo eso, estábamos en el centro tomando unas cervezas, una mesa larga en la vereda pero de esas un poco deformes que se arman alineando mesitas redondas con sombrilla que están claramente para otra cosa. Lucas, que estaba en otro punto de la ciudad con Luna, festejando algo, supongo que el hecho de estar vivos y juntos, llamó al celular de Paz y le dijo que nos dijera que estaban evacuando la ciudad porque un volcán había entrado en erupción (¿se dice así?) y había que huir. Paz lo dijo en voz alta y todos nos reímos. Entonces Lucas volvió a llamar y habló conmigo. Me di cuenta de que estaba asustado y me asusté. Volví a explicar lo mismo a la banda y empezaron las especulaciones conjuntas. Todavía nadie se movía. Pasaban camiones de la policía pero ninguno se acercó a nosotros. En la tele, las noticias hablaban de barrios de Buenos Aires. De a poco los más escépticos se resignaron y volvimos al albergue, después de convencer a algunos taxistas de que se venía la nube tóxica, no podían negarnos un viaje de cinco o seis personas. Cuando llegamos al albergue, Lucas estaba yendo de un lado para otro cerrando las ventanas y tapando los huecos con, creo recordar ahora, aunque puede ser que se me mezcle con anécdotas ajenas, trapos húmedos. Como hacían los norteamericanos cuando Welles transmitió en vivo la llegada de los extraterrestres.
Algunos que habían estado en el río esa tarde recordaron haber visto una mancha luminosa atravesando el cielo, pero atravesándolo como hacia acá. Ya entonces habían tenido miedo. Se hicieron muchos chistes, estas situaciones de encierro grupal con peligro inminente del lado de afuera, más cuando el peligro es de tipo natural, son ideales para ambientar películas de terror o contar chistes, según el presupuesto que se tenga. Los más asustados se fueron a dormir casi de inmediato (al día siguiente los vimos tapados hasta las cabeza por las sábanas, y qué envidia me da la gente a la que el miedo le da sueño). El resto nos sentamos alrededor de una mesa, con todo lo que eso implica. Nuestro presupuesto daba para chistes, además de una gran cantidad de porro (se hablaba de enfrentar a la nube tóxica con otro nube tóxica, y eso no era un chiste sino una verdadera táctica), una damajuana de vino tinto que, de pronto me acuerdo el nombre como una iluminación, se llamaba “Garrón de Piedra”, y una botella de Whisky que Urman guardaba para alguna ocasión de peligro (como esa noche, y como cualquier noche en la vida de Urman).
Esa noche fue una fiesta, y una de las más raras y divertidas que haya vivido. Una fiesta quieta, encerrada. Pasaron muchas cosas alrededor de la mesa, creo que nadie cambió de lugar en toda la noche: hubo llantos, agresiones, peleas de parejas, reconciliaciones.
Encima, para colmo: éramos todos (o casi todos) escritores, así que podía salir un texto increíble de ahí adentro.
Una de las formas más tristes, aunque genuinas y espontáneas, de no ser demasiado feliz cuando se es feliz, es deslizarse al futuro e imaginar la crónica del momento presente. A mi me pasa mucho, y se que es una estupidez pero también se que me hace ser lo que soy. Un estúpido, con virtudes y defectos, con gustos y disgustos, y con ganas de escribir.
Tal vez el pico de intensidad hilarante de la noche de la nube tóxica fue cuando jugamos un juego propuesto por Urman: el tuti fruti mental. Se elaboraban una serie de preguntas tipo: qué dirías antes de ahogarte en el río Limay, qué le clavarías a Levín, qué te gustaría que te metan en el culo, cómo insultarías al repositor del supermercado, qué palabra te gustaría que se diga en tu velorio, qué le dirías a una ex pareja, etc. Después se elegía una letra mediante el sistema habitual del tuti fruti, y se respondía siguiendo una ronda en la que todos estaban obligados a ganar.
Ahora escribo apoyando un codo sobre la pila de hojas en la que está impresa la primera parte del guión de una película de terror que estamos escribiendo con Urman. No tiene nada que ver con la nube tóxica. Aunque, es cierto, la pareja de protagonistas tiene los nombres de una de las parejas que estaban esa noche en la fiesta del encierro.
Después vino el asado de fin de año, el misterio de la pata de chancho que nadie comió pero tampoco siguió existiendo, tardes en el río limay, pero esto no es una crónica. En mi última noche en Neuquén, nos íbamos a juntar (Paz y yo) con Jaramillo, pero el hígado no se lo permitió. Jaramillo es el impulsor neuquino de aquellos festivales, el que conseguía todo eso que después se ponía en movimiento. Al que le dije, el año anterior, que Neuquén era la Seattle argentina. Ahora vive en Buenos Aires, y publicó un libro de poemas en la Editorial Funesiana: Grunge.
Después, en el mismo verano pasado, todavía después del 22 de Noviembre y antes de ahora, estuve unas semanas en Valeria del Mar. Algunos días compartiendo con mis viejos en una casa demasiado grande, con una parrilla y un jardín de esos que obligan a la felicidad de un modo un tanto prepotente; hasta que ellos se fueron y me quedé solo.
Estuve escribiendo. Casi sin parar y sin darme cuenta, antes o después de meterme al mar, antes o después (incluso durante) de hacer un fueguito y tirar unas carnes a la parrilla. Estaba empezando a escribir la novela policial que tenía que terminar de inmediato, casi antes de que se resolviera el crimen, y eso me tenía un poco nervioso: escribir ‘a pedido’, apurado, una novela de género. Todo nuevo. Problemas éticos y prácticos demasiado entrelazados. Hasta que me hice el boludo y me puse a escribir otras cosas, y así, como sin querer, se empezó a escribir la novela. Entretanto escribí un poema, Los perros de la costa, que debe ser uno de los textos menos pretenciosos que escribí en mi vida, tal vez no en su resultado, pero seguro por el modo, fluido, en que pasaban las palabras al cuaderno desde mi cabeza, o incluso sin pasar por ahí. Un par de días vino a compartir la soledad mi amigo Romero. Él estaba escribiendo su policial. Usamos la misma computadora, él al mediodía, yo a la tardecita. Comimos un asado que sería irrespetuoso intentar describir. No se pueden describir los anillos de chinchulines crocantes porque las tripas no están para eso. Algunos escritores dicen escribir “con las tripas”. Durante esos días, había que escribir hacia las tripas. Una noche terminamos ridículamente borrachos en el único bar nocturno de Valeria del Mar, El Balero. Está ubicado sobre una barranca, a una cuadra de la playa. Ahí un pibe de pelo largo, que entonces trabajaba en una de las pizzerías de la zona, nos contó que el año anterior había alquilado El Balero con su primo, y habían vivido ahí, entre la barra de licores importados y antiguos, la soledad del intervalo y el viento frío del mar azotando los ventanales de vidrio. Con Romero nos miramos pensando que eso era algo para hacer. Esa noche Romero, que si disfruta algo y no lo enseña se pone triste o se inquieta, me enseñó a tomar cervecitas Corona con una medida de Tequila. Varios meses después, pero todavía antes que ahora, me dejé convencer por él, sin que él tuviera que intentarlo, de entrar en los libros de Bolaño. En 2666, creo, había un par de personajes que tomaban todo el tiempo sus “jaiboles”. Investigando en internet entendí que se refería al “Highball”, un trago compuesto, básicamente, de Ron y Ginger Ale, que es lo que estoy tomando en este preciso momento y uno de los descubrimientos que más alegría solitaria trajeron a mi vida.
Cuando el micro estaba caracoleando para entrar por fin al purgatorio de Retiro, en ese momento corrupto en que el nombre Retiro se vuelve contradictorio (después de haber sido hermosamente atinado) me encontré pensando que todo eso que había pasado era algo para hacer. Para repetir, para estructurar como un ritmo.
Esa es otra de las cosas tristes. Cuando la felicidad (o al menos la intensidad, que puede ser de angustia) no entra en el presente y se la dosifica imaginándola partida hacia el futuro. El ritmo, la rutina que, siempre supuesta, o presupuesta, aligera de la carga de tener que leer algo en la realidad. Imagino a un chico escuchando por primera vez una canción que le resulta dolorosamente bella y, al minuto cuarenta, decide que va a escuchar esa canción todos los días a las siete de la tarde. Durante el minuto cuarenta restante hace oídos sordos e intenta hacer entrar el proyecto en su vida cotidiana: entonces no voy a poder ir a jugar al fútbol, si mi chica quiere ir al cine, si los pibes me invitan a… Fin del tema.
Los proyectos fracasan porque uno no termina de comprender la materia con la que se arman. La materia, esa iluminación momentánea, o esa serie de ideas que terminan por engarzarse en un momento específico que nadie propuso, o ese chiste que explotó y duró un segundo más en la realidad de la mente, la materia tiene la gracia de expandirse pero como tal, como lo que es. Entonces lo que fracasa en sí es la idea de proyecto. El terror ante esa materia, demasiado vital o demasiado decisiva, que lo lleva a uno (me lleva a mi) a agarrarla y maniobrarla para que sobreviva, que actúe en el tiempo, que tenga su ritmo, que sea. Porque parece que ser es el modo en que el ritmo te escribe la biografía en vivo.
Epa. Nos vamos para el lado de los tomates teóricos.
Lo cierto es que la materia no quiere repetirse. Quiere, a lo sumo, que se la recuerde y en el recuerdo se le de forma. Tal vez entonces las dos corrupciones de la realidad presente, la de la escritura y la del ritmo, sean puras enemigas.
Es por eso que leer blogs suele ser una tarea de auto flagelo que consiste en ver la manera tristísima, de esfuerzo ansioso y pose fatigada, en que varias docenas de personas intentan apuntalar su nombre y su apellido clavando una bandera en el desierto del ritmo.
Basta.
Juro que esto no pretende ser una crónica ni un balance, pero un par de días después de haber pisado Retiro, cuando cumplíamos tres años de noviazgo, me separé. Sólo el prodigio de la separación puede conseguir, sin fallar a la gramática ni a la sintaxis, empezar una oración en plural y terminarla en singular. Y La Fecha, ahí, herida ponzoñosa. Es que ninguna cosa de las grandes puede pasar entera en un día. Por eso esos días son tan difíciles, y hay que tomar lo que se derrama por los bordes como esa noche yo tomé en la casa de mi a migo Agustín. La fecha nos enseña que en un día no pasa nada, aunque es posible que algunas cosas terminen, por fin, de pasar. Por eso se festejan, las fechas.
Feliz día de la fecha.
La casa de Agustín, después, se fue armando como lugar, y casi lo pongo con l mayúscula. Los dos trabajamos “desde casa”, o “free lance”, y gracias a la naturaleza portátil de la notebook cada tanto me voy para allá y compartimos unas jornadas laborales, siempre apuntaladas por charlas y entretiempos que se van agrandando como el hambre después de una picadita, o la sed después de una cerveza. Últimamente implementamos unos micro asados laborales en su balcón que convierten al trabajo de escritura en un modo sereno y sincrónico de acompañar el hacerse del fuego.
La notebook, ahora que lo leo, es un elemento decisivo en este post de aventuras, aunque recién ahora se la nombre por primera vez. Mi único otro objeto de valor es un acordeón de cuarenta y ocho bajos, que viene a ser, según cuenta la historia del instrumento, como la notebook de un piano.
Si un genio me ofreciera dos deseos, pediría ser portátil en el espacio y dócil en el tiempo. ¿Se puede así? ¿Se puede intentar?
Ahora bien, cuando me separé incubé también el proyecto de ir escribiendo algunas cosas al respecto en este blog. Nada.
Eso sí: el termino ‘separarse’ es un poco ambicioso. Para que se separe la piel de la carne de un morrón, después de quemarlo por fuera con todo el fuego que se tenga a mano, hay que encerrarlo en una bolsa de plástico (vacío, falta de oxígeno) y dejar que el tiempo pase. Entonces, supuestamente, la piel ‘se separa sola’. Pero nadie se separa solo.
De qué estoy escribiendo.
Quiero decir, una separación exacta y simultánea implicaría la existencia previa de dos unidades homogéneas, sólidas. Y no hay nada de sólido en todo esto. Casi lo único que me mueve y me llena, o de lo que me vacío y por donde me muevo, es líquido. El problema es que el amor se ritmiza en la pareja, la pareja requiere de la fantasía de reciprocidad y equidistancia, uno termina por creerlo y entonces cuando se separa piensa que va a ser de la misma manera, con esa misma “mecánica armada” por usar una expresión espantosa. Pero no. Imposible.
Algunas veces nos vimos, desde entonces; una vez, incluso, nos vimos dos veces.
Entonces compuse uno de esos slogans con los que me azoto para despertarme o mantenerme despierto: lo que importa es estar a la altura de los propios deseos.
Recién hace unas semanas, en una de las interminables y míticas noches en el Club Cultural Pachamama (que son míticas en el presente, como sólo el lenguaje de las pesadillas lo permite) me encontré, con mi amigo Simón y algunos otros que no termino de recordar, estableciendo la conexión entre la figura del ‘genio’, que es entre otros el de la lámpara, y la idea de los ‘deseos’. Sólo un genio es capaz de hacer entrar a los otros en la dimensión de sus deseos.
Eso vendría a ser escribir.
Qué lindas y qué largas son las noches del Pacha. Largas no sólo hacia delante, porque por cada minuto de blablás etílicos y lúdicos en avance se consolidan dos minutos del pasado, en los que el blablá se vuelve ya mitológico, una voz, o cientos de voces hablando a cientos de multitudes entrecruzadas, y hablando sobre algo que es siempre lo mismo pero cada vez más, como un secreto. Tal vez, porque el Pachamama es una zona de juegos solitarios que se encuentran y cada cual piensa lo que puede al respecto, tal vez para mi las noches de ahí se reduzcan a: una banda soporte de espectáculo cultural que da paso a una gozosa conversación coral que se va limando y puliendo hasta devenir en la charla con Simón, y ahí quedamos, haciéndole el aguante al sol que llega y el tiempo que pasa. Es que ese lugar (también me tienta la mayúscula) es especial, porque es abierto para los de afuera y hermético para los de adentro, o sea: una vez que estás, nada de lo de afuera te puede alcanzar. Es lo contrario a internet. El Pacha es una casita en la ciudad que está vedada a los hipervínculos. Ahí uno se puede sentir verdaderamente separado, esa entelequia. Uno puede descansar porque sabe que nadie lo necesita, que no es parte de la trama de las ansiedades de ningún otro que no se apersone ahí, con su jeta, sus superpoderes y sus debilidades.
Eso es una separación consumada.
Si se acepta la muerte como a una separación consumada, el paso del tiempo se llena de una alegría misteriosa.
Por lo pronto, ahora es 24 de noviembre, y hace tengo calor. Mi vecino de abajo, el señor que arregla las cosas con el carsima y además compra-vende y arregla aires acondicionados, me dijo una cosa muy pertinente a lo que se viene escribiendo: “La gente es idiota. Yo les digo, comprámelo en invierno y te va a salir la mitad de la plata, con la instalación incluida. Pero no hay manera, esperan a cagarse de calor, como si no supieran que después del frío va a volver el verano”.
Cuando llegan los primero calores, guardo billetes en los bolsillos de la ropa abrigada y me olvido al instante.
Hay algo que me conmueve en esa lógica de los juegos solitarios. En esas leyes de uno mismo para uno mismo, que no se pueden romper porque si se rompen se termina el juego. Eso debe ser le ética. Así me gusta pensar la escritura, la mía en particular y la del universo de escritores en general: como un mapa de juegos solitarios que se cruzan, se tocan, se encuentran. Escribir es un juego solitario, una aventura personal, lo cual no quita nada de la existencia de la literatura en el mundo real, ni le roba un ápice de presencia militante: al contrario, la militancia se ensancha cuando cada uno escucha de verdad lo que le dicta su historia y así compone su ética, desde una separación consumada (inevitable también) y sólo entonces puede encontrarse, si el azar y la revolución lo permiten, con los otros.
Entonces se me arma un quilombo, porque sólo puedo derivar en algo que parece contradecir todo lo anterior.
Esto es: una vez por año. Con el olvido en el medio, un olvido periódico. Masticando cada vez cada intervalo. Eso es un juego solitario, un chiste interminable. Y eso es lo que me conmueve, cuando un chiste (o un cuento, como dice Landricina), se vuelve una cosa tan grande, rara e inmanejable, que se caga en el cajón en que lo pusieron, inventa su propia lógica, su propio ritmo, y sale arando para el infinito.
Así que entonces, esto puede ser el primer capítulo de una novela, seguramente corta, que voy a ir escribiendo cada vez que se acerque la última decena de noviembre.
Como no puedo asegurar que voy a estar para el próximo, cada capítulo debería prefigurar la estructura entera de la novela, y contener, a su vez, un final posible.





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