Wednesday, June 13, 2007

Desde el exilio

En los grandes edificios pálidos, digo los edificios de trabajo y transacción de cuerpos, recursos humanos y técnicos, no hay nada que se escuche con la melodía del que duerme, despierta, duerme. Me concentro y no la escucho. Perdí el centro, no se oye nada.
Así que se escribe así.
“Así”: el ritmo es una secuencia encriptada de interrupciones, ruidos ritualizados. Bailemos la danza del orden, bailemos.
Los edificios, acá, son grandes y pálidos y no se ubican en el paso del tiempo. Lagunas. Son, por decirlo de una manera romántica, inescribibles. No tengo nada para decir sobre el edificio que me contiene: es invisible, inaudito. Para eso disponen esta musiquita, otra, infantil en el mal sentido. Sin progresión. Sin la mugre de lo que se acumula, lo que crece - que siempre es basura.
No hay manera de: escribir una crónica sobre un día de trabajo en un edificio grande y pálido. Los días se presentan (siempre presentes) como una sutil repetición. Todas las veces es como la primera vez, todas son la primera vez. No hay representación. Por eso es tan complejo ubicar el cuerpo cuando es, en efecto, el primer día, la primera semana: las conexiones entre recursos humanos, los recorridos, sólo pueden hacerse como si siempre hubieran sido hechos.
Escribo chiquito para que no me lean alrededor, pienso que me espían. Escribir abochornado es una experiencia de una intensidad aletargada pero profunda, como perdida.
Hay tiempo para escribir, en el escritorio, hay horas, minutos y segundos. Pero no hay lo qué, no hay materia. No hay tiempo para escribir.
Excepto que se desmonte algo de la estructura, como ahora, acá. Como escribir ahora, acá.
Este ejercicio, este desmontaje, me devuelve algo estimulante, un espacio de la escritura ligado a la necesidad. Inventar un ahora, un acá, es necesario aunque no terapéutico: es una forma de hacer tiempo.
El montaje de los edificios pálidos apunta a evitar, o al menos amortiguar, el golpe de los recursos humanos contra el tiempo. Como esos lugares de juegos de niños conocidos como “salas blandas”; barrios privados edificados en goma espuma. El sueño de la seguridad total, la ciudad que no necesita evitar la colisión porque los elementos colisionantes se vuelven inofensivos. Acá, con su musiquita de repeticiones, su escenografía pálida y las máquinas de dispensabilidad, acá con, pretenden un tiempo blando, pretenden volver inofensivo al tiempo. Una niñez (otra vez, en el peor sentido) maniquizada, congelada.
Claro, no lo había pensado: Walt Disney.

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