Monday, April 23, 2007
Boulogne Sur Mer
Este es un fragmento del texto que leí el viernes en la lectura de El Quinteto, en el Pachamama. Texto que, a su vez, es un fragmento de (Rafael), una novela que avanza rauda hacia su final, y que se muestra semi disfrazada un viernes por mes en la consabida fiesta de la narrativa en vivo.
En la calle Boulogne Sur Mer, cuando empieza la tarde de hoy,
mientras Rafael avanza inmerso en su fútbol solitario,
Marina lo sigue un poco abandonada,
Papá abre el candado que protege su almacén de alimentos Kosher,
el tío Ab prepara un café para compartir con La Chica mientras lee el diario;
en la calle Boulogne Sur Mer la humedad destaca las biografías parciales de cada perfume puntual hasta completar el olor total que escribe en silencio una historia universal a cada segundo.
La soja del Asia milenaria entra en combustión y se hermana con el cilantro, la secreción secreta de Latinoamérica
que encuentra en la delicada densidad del jengibre su llave genealógica;
se absorbe en la grasa de un bife vacuno crepitante, en la cantidad dispuesta por la legislación que regula el carneado anual de terneras, y ese cálculo exacto y coyuntural toma vida, se hace olor y se expande y mancha,
donde el puerro, el apio, la cebolla, la zanahoria y los morrones viajan
como piedrazos, o como pájaros en picada
desde los cinco continentes para fundirse en un concepto aromático trasversal, armónico, que todo lo contiene,
todo lo significa en la acumulación,
sin dejar afuera el rábano picante y la remolacha rallada con carne de osobuco
que se estofa y se hace densa en Europa oriental,
y convive con el despertar de la menta y el sésamo sefaradíes que habitan una guerra, guerra carnal sólo como la de los amantes,
con el yogur cuando se vuelve salado, lácteo y picante
y el garbanzo que inventa su aroma hasta la ridiculez cuando se tritura su carne;
y la masa conseguida detona en cada olfato según los olores propios y allegados,
y la historia universal encaja en la biografía:
el sudor que es de hombres que transportan objetos
y mujeres que friegan,
que se llama transpiración cuando es blanca por el terror o el nervio
y se desprende de los sobacos y las coyunturas
de los estudiantes y los comerciantes inseguros;
el aliento recién despierto que se funde en una bocanada amarilla de nicotina,
en un verde de marihuana que llena la boca del que está sentado,
el sudor cristalino del ciclista,
y el alcohol que retorna ácido en un eructo a los presos de ayer;
y las secreciones que abultan las sábanas, y el semen rebelde que gotea en los pantalones púberes
y se identifica al coliflor que hierven Las Chicas,
y en las polleras y los pantalones,
y bajo las barbas largas y las patillas de los anteojos y bajo el humo culposo de los colectivos y la fiesta de humanidad subterránea de las cloacas, y en cada cuerpo, el ajo, inconmensurable y voluptuoso, universal: frito, caramelizado, recién mordido, se alinea y perfecciona el gramo intrascendente de aliento con el que cada cual infla el globo eterno de la historia.
En la calle Boulogne Sur Mer, cuando empieza la tarde de hoy,
mientras Rafael avanza inmerso en su fútbol solitario,
Marina lo sigue un poco abandonada,
Papá abre el candado que protege su almacén de alimentos Kosher,
el tío Ab prepara un café para compartir con La Chica mientras lee el diario;
en la calle Boulogne Sur Mer la humedad destaca las biografías parciales de cada perfume puntual hasta completar el olor total que escribe en silencio una historia universal a cada segundo.
La soja del Asia milenaria entra en combustión y se hermana con el cilantro, la secreción secreta de Latinoamérica
que encuentra en la delicada densidad del jengibre su llave genealógica;
se absorbe en la grasa de un bife vacuno crepitante, en la cantidad dispuesta por la legislación que regula el carneado anual de terneras, y ese cálculo exacto y coyuntural toma vida, se hace olor y se expande y mancha,
donde el puerro, el apio, la cebolla, la zanahoria y los morrones viajan
como piedrazos, o como pájaros en picada
desde los cinco continentes para fundirse en un concepto aromático trasversal, armónico, que todo lo contiene,
todo lo significa en la acumulación,
sin dejar afuera el rábano picante y la remolacha rallada con carne de osobuco
que se estofa y se hace densa en Europa oriental,
y convive con el despertar de la menta y el sésamo sefaradíes que habitan una guerra, guerra carnal sólo como la de los amantes,
con el yogur cuando se vuelve salado, lácteo y picante
y el garbanzo que inventa su aroma hasta la ridiculez cuando se tritura su carne;
y la masa conseguida detona en cada olfato según los olores propios y allegados,
y la historia universal encaja en la biografía:
el sudor que es de hombres que transportan objetos
y mujeres que friegan,
que se llama transpiración cuando es blanca por el terror o el nervio
y se desprende de los sobacos y las coyunturas
de los estudiantes y los comerciantes inseguros;
el aliento recién despierto que se funde en una bocanada amarilla de nicotina,
en un verde de marihuana que llena la boca del que está sentado,
el sudor cristalino del ciclista,
y el alcohol que retorna ácido en un eructo a los presos de ayer;
y las secreciones que abultan las sábanas, y el semen rebelde que gotea en los pantalones púberes
y se identifica al coliflor que hierven Las Chicas,
y en las polleras y los pantalones,
y bajo las barbas largas y las patillas de los anteojos y bajo el humo culposo de los colectivos y la fiesta de humanidad subterránea de las cloacas, y en cada cuerpo, el ajo, inconmensurable y voluptuoso, universal: frito, caramelizado, recién mordido, se alinea y perfecciona el gramo intrascendente de aliento con el que cada cual infla el globo eterno de la historia.
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