Saturday, November 22, 2025

Una vez por año #18

 Ahora que ya no soy joven, los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos.


El mayor riesgo de la auto-ficción es el auto-aburrimiento. Este proyecto de novela autobiográfica en capítulos anuales intenta conjurar ese riesgo mediante la administración en dosis homeopáticas. Cada 22 o 23 de noviembre tengo este ataque de mismidad abierto al público, me retuerzo de mí mismo hasta la caricatura, hasta la vergüenza y me abandono; entonces resulta hasta ligeramente auto-curativo. Es lo que enseña Sicorsky sobre el cuerpomental: la caricatura es una estrategia para descubrir lo que está crispado, y una técnica para desactivar la crispación por saturación.

Así me saturo en un día y vuelvo al mundo, hasta el año que viene, pero todavía falta.

Hay otras formas de conjurar el auto-aburrimiento. Por ejemplo, me da la impresión de que “ahora que ya no soy joven, los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos” no es algo que dice Yo, sino más bien un personaje de una película o de una novela. ¿Qué personaje podría decir algo así? Como respuesta a esa pregunta, en ese vacío, aparece alguien. O sea: no sea trata de crear personajes “de cero” y después inventar “cómo hablan”, sino de buscar eso “que habla”, y descifrar qué clase de humano hace posible a su alrededor. El hablar no es una creación de la mente, lo vemos diariamente al sentarnos a meditar, sino que la menta capta, como un filtro, o un radar, las habladurías, y las procesa como puede. Ver pasar los pensamientos como si fueran nubes, es una forma de decirlo. O dejar la radio prendida e irse a la terraza. Todas estas imágenes también refieren al hecho de que el lenguaje es un virus: fíjense cómo esos bloques sintéticos se contagian y van pasando de cuerpo en cuerpo. Los más capaces, aquellos que son atentos al lenguaje e intentan no dejarse engañar por las palabras ni repetir lo que escuchan, logran hacer con esos bloques algo distinto, retorcerlos, combinarlos de formas absolutamente, digamos, personales. Por eso, en tiempo de viralidad lingüística tan extendida, es tan usual este agravio: repetís como un loro. Porque enfrentarse al hecho de que, lo que uno hace con las palabras, incluso lo que estoy haciendo ahora acá, no es tan distinto a la simpática pirueta sonora que hacen esos pajarracos improbables, puede ser muy desmoralizante.

“Ahora que ya no soy joven los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos” lo puede decir alguien parecido a mí en cuanto a la constitución general, un tipo de cuarenta y pico, con hijos, de clase media, sudamericano, pero muy distinto en lo vocacional y profesional: se dedica a una sola cosa, se ha especializado, y vive en la tibieza de la repetición, no se ve empujado por fuerzas desconocidas a cazar lo desconocido cada vez. Qué suerte. A través de esa envidia solapada, la famosa envidia sana, digamos, constructiva, lo empiezo a delinear. Esto sirve para los primeros pasos: si se mantiene la dinámica especular, esa simetría invertida entre el personaje y yo, rápidamente puedo volver a caer en el auto-aburrimiento.

Entonces, si el lenguaje es un virus, el que escribe debería comportarse como un virólogo casero, amateur, que prueba la enfermedad y diseña los remedios en su propio cuerpo.


Hoy es feriado, escribo todavía en el silencio espectral de estar rodeado de personas durmiendo. Ya me tomé el vaso de agua con limón, el primer paso. Ahora me voy a bañar. Qué largos son los días. En un rato vuelvo.

Mientras tanto, las palabras. Las palabras, las palabras.

Tanto cuando nació Serena como cuando nació Jacinta fantaseé el mismo plan: escribir en un cuaderno las palabras que van logrando decir, cada una, en orden de aparición. Parece un proyecto de realización simple, que permitiría una comprensión cabal del modo en que el lenguaje se desarrolla y articula en una persona, pero creo que es imposible. Ahora se me ocurre el mismo plan pero al revés con mi padre: anotar las últimas palabras que va teniendo a disposición, e ir tachándolas. No lo pude hacer con ellas, y ya voy viendo que tampoco voy a poder con él. Calculo que la atención al cuidado, tanto de unas hijas bebés como de un viejo demente, dificultan o quizás directamente imposibilitan un plan tan teórico. O puede que haya otra explicación.

Tal vez las palabras tengan sus mecanismos, imposibles de captar por el oído humano, para evitar dejarse capturar, para evadirse, como un bailecito. Porque los humanos, sus organismos anfitriones, intentan usarlas para algo incorrecto: para develar el Misterio. Diría: la poesía es la disciplina que en lugar de usar a las palabras para organizar respuestas o explicaciones del Misterio, las usa para presentarlo. Donde la filosofía, la ciencia, la política, la religión, intentan encontrar las palabras que respondan, la poesía muestra el modo en que las palabras recubren la pregunta, la cuidan. Entonces el estilo, la poética personal, es la actitud con la que cada quien enfrenta la presentación del Misterio: algarabía desatada, incomodidad, perplejidad, miedo, hambre. En fin.


Ya me bañé y tomé un café (recalentado). Después viene: poner ropa a lavar, aprovechando que está soleado, lavar los platos, colgar la ropa, preparar café nuevo y así sucesivamente. Este año me volví dependiente de la anotación de las tareas diarias en estos papeles rectangulares con renglones, no recuerdo cómo se llaman. Lo cierto es que todos los días lo primero que hago es anotar todas y cada una de las cosas que tengo que hacer en una de estas papeletas. Remarco que es lo primero que hago: o sea, es lo único que no entra en la papeleta, que queda afuera del índice del día. Después, por supuesto, cada tarea hecha, se tacha: satisfacción, alivio. Muchas veces, a lo largo del día, según lo que me van dando ganas de hacer, voy moviendo de lugar los puntos en la papeleta, como sucede con el índice cuando escribo libros.

¿Cada día es un libro, dice el Personaje? No, no quiero que sea escritor. Quiero que se dedique a otra cosa. Creo que se dedica a algo vinculado, cuándo no, a la gastronomía; por ejemplo, es técnico de alimentos, y se dedica a crear vermuts.

Debe haber sido este año (¿este año, recién? ¡Qué largo!) que dejé de resistirme a mi tendencia a escribir sobre asuntos gastronómicos. Recién se publicó el libro sobre el vino, del que les debo haber contado en el capítulo pasado, ahora empecé (no le digan a nadie, todavía no puede saberse), uno sobre el humo, el ahumado y los ahumadores. Creo haberme reconciliado con la idea del “kiosko”. Como quien dice: bueno, hago esto hace mucho, he pensado mucho al respecto, tengo algunas cosas para transmitir, podría darle forma al kiosko, como una especie de especialidad (pueden notar por lo trabajoso y árido que se pone el fraseo, lo que me cuesta asimilar esta idea). Pero entiendo que es el camino. Como parte de la construcción de una cierta, por fin, estabilidad, en lo laboral, económico, etc. Parece un hito de la, por fin, madurez. Ya no soy joven... Me cansa vivir continuamente a la intemperie. Y lo contrario a la intemperie es, claro, el kiosko. Un pequeño lugar-certeza a resguardo, donde vender cada día los dulces que pagan las cuentas y fijan la identidad. ¿Será posible? Así como en al amor, con la caída de la juventud, hemos pasado de lo excitante de la caza y la recolección a la delicada belleza rítmica de la siembra y la cosecha, bueno, también en lo laboral podría dar el paso a la agricultura. ¿Será que cada día cada uno recorre la historia del género humano de punta a punta? Será que por eso son tan largos los días.

Si el personaje elabora vermuts, trabaja de eso, y le dedica toda su atención, esmero, creatividad, pone en esa tarea sus desvelos y sus sueños, probablemente también use estas papeletas para guiar sus jornadas. Y cada día anote sobre estos renglones las variaciones de la receta en la que está trabajando. Para un litro de vino blanco, una cucharada de azúcar, 8 gramos de tomillo, dos gramos de ajenjo infusionado en alcohol… y así. En las papeletas pueden leerse, tachadas, las actividades del día, y sin tachar las sucesivas versiones de cada receta.

Tal vez la historia esté contada así, mediante la sucesión de recetas que van sedimentando.

¿Cómo fue que llegué a esto? Creo que en algún momento la energía que dispongo cada día para escribir lo que tengo que escribir, y la enorme cantidad de energía volcada a la resolución del enigma acerca de “qué comemos hoy”, se engancharon y produjeron un remolino que me dejó anonadado. La alianza de esas fuerzas, como parte de un diseño eminentemente económico, se volvió modélica. Si escribir y cocinar, escribir y beber, por ejemplo, dejan de competir y empiezan a empujar en la misma dirección… Lo que me sorprende es haberme sorprendido con esto recién ahora. ¿Esto es así, o me estoy engañando? Invito al lector atento a releer los capítulos anteriores para verificarlo. Igual no me voy a enterar. ¿O sí? ¿O produce en mi, de una manera inexplicable, un efecto el diálogo que estoy teniendo con vos, lector, mientras leés? ¿Podría ser que mi día, tal vez mi año, dependa de lo que estás rumiando sobre la lectura, ahora mismo? Ojo.

Ya lavé los platos. ¡Qué tarea maravillosa! Otro gran descubrimiento del paso del tiempo. Literalmente, un descubrimiento: una joya que ha estado cubierta y se va develando por el oleaje de los años. Claro, tienen que estar dadas ciertas condiciones. Hay que tener las herramientas indicadas: buen detergente, una esponja con el grado necesario tensión y retención, tal vez guantes. Esa película de Wenders sobre el tipo que limpia baños, creo haber entendido que trata de eso: de cómo cualquier tarea, realizada con las herramientas indicadas, puede propiciar un estado de presencia plena. Otro factor importante para el lavado de platos es la música de fondo: elegí un disco que vengo escuchando mucho estos días, de Sons of Kemet. Hace meses que me vengo acercando a una intuición muda y muy poderosa que me ha acompañado toda la vida: me fascina la música con raíz religiosa. Si bien no me resulta sencillo conectar con las religiones mediante el texto y su formulación conceptual, soy plenamente religioso (sea del credo que sea) en lo musical. Klezmer, gospel, el jazz afro-futurista de Sun Ra o Alice Coltrane, el Grupo Argentino de Mantras Criollos, el disco de Keith Jarret sobre composiciones de Gurdjeff, toda música que se proyecte, que se entregue al misterio de lo sagrado, me conmueve profundamente. Entonces, si suena Sons of Kemet y friego platos con las herramientas indicadas, sin apuro, sin creer que lo debería hacer otro; si friego los platos sin pensar en que podría estar haciendo algo mejor, si no intento ser el mejor lavador de platos del mundo, si no ambiciono un lavado perfecto, sublime, si simplemente friego cada plato, cada vaso, cada cubierto a la vez… Estoy acá. Íntimo y cósmico.

Terminé de lavar los platos, puse la ropa también a lavar, y como las chicas ya se habían levantado, abandoné mi estudio, en el centro mismo de la casa, y me vine al estudio de Jime, en el entrepiso. La convivencia es una gran maestra: puede enseñarnos, si nos dejamos, a pensarnos a nosotros mismo como obstáculos. Somos obstáculos en el fluir y entrelazarse de fuerzas ajenas. Suena fuerte, parece horrible al principio, pero qué más taoísta que eso. En esa consciencia está latente el wu-wei, ese no hacer activo, fundamental para acoplar nuestra fuerza, nuestro ruido, al movimiento general, sin fricción, sin gasto inútil de energía. Algo así.

Y lo del lavado de ropa tiene también lo suyo, en este caso gracias a la tecnología: ahora escribo mientras la ropa gira en el lavarropas. Ese hacer simultáneo tiene algo delicioso.


Estando en el estudio de Jime, sentado donde ella se sienta, viendo la luz como ella la ve, un poco me incorporo a su punto de vista. Otro buen ejercicio taoísta de des-simismamiento para vencer el auto-aburrimiento de la auto-ficción. Desde acá, desde el ventanal de este entrepiso, se puede ver su obra: el jardín. Que es en realidad un patio de PH con grupos de plantas en macetas y canteros. Claro, ella se levanta de esta silla junto al escritorio, se asoma a la ventana, descorre la cortina si es necesario, y lo ve. Y probablemente, al verlo, encuentre pequeños problemas, derivados del modo en que pega el sol, geometría que va variando con el paso de los días; percibe otros problemas del orden del agrupamiento de formas y colores, o de cómo se articulan las plantas (son una multitud, y en primavera llegan a tener una vibración tal que las vuelve casi animales) con el diseño del resto de las fuerzas vivas de la casa. Algo queda pensándose, fermentando en su mente, y vuelve a sus tareas. Ahora, adentro o alrededor suyo (o donde que sea que la mente se corporiza) vive también otro jardín, un jardín que dialoga con el que está en el patio de abajo.

Entiendo que al Personaje le pasa algo similar, dado que se dedica a la elaboración de vermut, por lo que no sería raro que tenga una pequeña huerta donde crecen los botánicos que va probando, el tomillo que huele, la lavanda que muerde y la salvia que succiona cada vez que pasa por ahí, yendo y viniendo, agregando información a su corazón olfativo, para poder hacer después las mezclas en la memoria. Por eso, para cocinar o hacer bebidas de manera creativa es muy importante el dominio lenguaje: al nombrar olores y sabores, quedan bio-disponibles en la memoria para ser probados, combinados. Si no fuera por las palabras, el Personaje debería conseguir y probar realmente cada vez para saber cómo funcionan sus ideas.


Corté un rato para hacer yoga, o esa serie de movimientos a la que llamo humildemente yoga, que fue mutando con el paso de los años hasta configurar una especie de coreografía íntima, un garabato muscular, una firma de carne y huesos que se flexiona y reflexiona sobre la fijeza y a la vez la mutación constante de lo que conocemos como identidad… No los quiero aburrir con esto, ya debo haberme explayado en capítulos anteriores sobre esta rutina cuerpo-mental. Eso sí: mientras me movía pensé algo que nunca antes: que la boca es una parte del cuerpo. Y las palabras son el modo en que se articula y se expresa el pensamiento de la boca. Que el intestino delgado, por ejemplo, o el músculo isquiotibial, deben articular y expresar sus pensamientos mediante otra tecnología, que desconocemos. ¿O no desconocemos?

Después me senté a meditar: zazen. No quisiera corromper el silencio de la práctica desgarrando la burbuja en la que se desarrolla para exponer sus supuestos contenidos acá, por escrito, ¿o sí? Pero debo reconocer que varias veces se formularon frases que ya venían como escritas, y tuve que reprimir el impulso de desarmar la posición y venir corriendo a la computadora a escribirlas. Sin embargo, y ese es el elemental, rústico y cotidiano “milagro” del zazen, me quedé sentado. Entonces esas frases que aparecieron como escritas (¿pero escritas por quién? ¿con qué objetivo?) siguieron de largo y fueron a acomodarse a un lugar oscuro, tibiecito y húmedo. Ahí se fueron transformando, les crecieron partes, y ahora son otra cosa. Son virus intervenidos por el compost de mi inconsciente.

Sin embargo... ¡empezó a sonar la alarma del celular que me puse para dar por terminada la meditación! O sea que, efectivamente, desarmé la posición y me vine a escribir.

La cosa se está poniendo muy rara.

Lo que si quiero contarles, porque viene a cuento, al cuento de hoy, es que durante el zazen fui, sin quererlo ni intentarlo, conectando con el vacío del estómago, sintiéndolo sin ansiedad. Al no reaccionar inmediatamente a esa sensación, como solemos reaccionar automáticamente al ataque de hambre, se fue reformulando; como todo vacío, empezó a llenarse. No YO, sino aquello que circula entre lo lleno y lo vacío de mis espacios, indagó en la memoria qué hay en la heladera, sondeó las características de este hambre particular, ficcionó de alguna forma más o menos eficaz los rasgos particulares del hambre de Jime, de Sere, de Jacin, y llegó a una conclusión: arroz con pollo. Así que ahora voy a bajar, a colgar la ropa que terminó de lavarse (esa es la medida exacta de la velocidad de este texto), y a poner una taza de arroz blanco en remojo. Ya vengo.


Listo. Otra tarea fabulosa para la conquista del presente: el colgado de ropa. A dos tenders, el juego consiste en ir poniendo en uno la ropa de los adultos y en el otro la de las niñas. Hoy con una dosis de sol justa. Después puse el arroz en remojo. Todo marcha según lo planeado. Vamos a tener que ser muy precisos con los tiempos para poder resolver el día, como si se tratara de una receta magistral, porque la papeleta indica: almorzar, preparar a Jacin que se va con una amiga al teatro, llevar a Sere a lo de la madre, ir a visitar a mis padres en Belgrano, de allí ir a la librería donde va a suceder algo respecto del libro, “Escribir un vino”…

En el medio me escribe mi madre, pregunta a qué hora voy a ir, y me sugiere que le lleve “otro” libro a mi padre, que está por terminar el que le llevé la última vez (el del vino). Parece ser que, si bien las palabras ya no están disponibles para la expresión de su boca, todavía tienen algún efecto cuando las lee (el menos, entiendo que sugiere mi madre, si se trata de libros escritos por mí). Pero entonces tendría que escribir otro libro, ¿yo, ya? Sería como una especie de Mil y una noches del duelo progresivo por el padre que se diluye, por parte de un personaje que, recordémoslo, dicen que habría empezado a leer, y luego a escribir, literatura, para comunicarse con él. Bueno, así es como terminan las eras, cuando la parte práctica ya no funciona y va quedando solo lo mítico.

Pero primero lo próximo: voy a desmenuzar las pechugas que sobraron del pollo que hice al horno el jueves. Voy a picar ajo y cebolla, los voy a dorar en la sartén (mezclados con la piel del pollo grasosa picadita). Voy a agregar la carne magra del pollo, y en el momento justo, un chorro de vino blanco. Después, el arroz: hoy no lo voy a hacer aparte, va a ir todo junto. Dos tazas de agua, sal, algún condimento, tal vez pimentón. En ese rato de hervor que cocina el arroz mientras hidrata el pollo, convoco al equipo para poner la mesa. Hay algo ahí de la cocina zen: lo que surgió en el vacío sentado y se despliega en la dramaturgia familiar. Ah, tengo que llevar a la librería unos ejemplares de Cocina zen/ Instrucciones al jefe de cocina, ese libro que edité y salió de imprenta hace unos meses. Cuando todo está más o menos relacionado desde el origen, es lógico que se entrelace en el camino con cierta elegancia, no es para sorprenderse.

No sé si mi padre leyó ya “La novela de los cambios”, que publicó, también este año, la Funesiana. Se lo puedo llevar. Me lo imagino leyendo y no sé qué pensar.

¿Qué hacen las palabras en el cuerpo? Lo que los virus. Pero ¿CÓMO lo hacen?

Tal vez no sea que las palabras evitan, con su baile, revelar el Misterio, sino que directamente son las encargadas de ocultarlo. Pensemos un segundo esa hipótesis: las palabras nacen con esa misión, el ocultamiento del Misterio. Entonces, tiene sentido, a medida que la vejez progresa, el cerebro se desconecta, las palabras van cayendo, y el Misterio va quedando desnudo. Hasta que no hay nada que decir, las palabras ya no pueden hacer más nada, y el Misterio nos engulle.

¿Será?

¿Y entonces qué hacemos?

¿Cuál es la receta?

La receta es para cada día, como bien sabe el Personaje con sus papeletas.

Los años son para la novela.

Cada día una receta, y nos dedicamos a atender el kiosko con esmero, como si entre sus paredes y su vidriera latiera el universo entero.

La sabe muy bien el Personaje, que cuando era joven recorría los montes cazando botánicos para sus elaborar sus jugos alquímicos, y ahora, que ya no lo es, ha aprendido a concentrar su atención en la superficie limitada, pero para nada limitante, de su jardín.

Lo sabe el Personaje y lo sabe probablemente también Jime, cuando mira su obra emplazada en el patio interno que es el pulmón, hígado y corazón de esta casa que habitamos: el jardín es una metáfora, una canción sobre domesticar la naturaleza salvaje del deseo, e integrarla en la sutil economía de los días.


Es todo. Tengo que preparar el almuerzo.

Ya pasó en estas páginas un año entero, volando.

Y todavía falta medio día. ¡Qué largo!


Friday, November 22, 2024

Una vez por año #17

Bienvenidos, acérquense, gracias por venir. Ustedes no lo saben, pero yo me los imagino: saco la cuenta de cuántos son porque he mirado las estadísticas de cuánta gente entra a leer este posteo a lo largo del año. Entonces calculo que, sacando a los que entraron pero no leyeron, o desistieron en las primeras líneas (muchos estarán abandonando el capítulo anual exactamente AHORA); son unos cinco o seis seres, de aspecto vagamente humanoide y textura gaseosa, sentados alrededor de este fogón extemporáneo, mirando lo que arde en el centro, intentando descifrar qué es.
¿Qué arde?
A ustedes les hablo entonces, que me acompañan junto al fuego de esta suerte de cronoterapia fantasmagórica a cielo abierto. Sigan-me, acompáñenme en este recorrido por el año que pasó y todos los años que se anudaron en su coyunturas. Pasen por acá: el anciano que está en esa cama es mi padre, antes conocido como el Satánico Doctor Levin, o “el doctor” a secas, ahora está ahí, apenas cubierto por una mantita blanca, medio culo al aire, desvalido, diríamos.
¿Dónde está? Cuando se lo preguntan los cómicos psiquiatras de turno, titubea, mira disimuladamente alrededor. Le dan opciones: ¿qué es este lugar, Doctor... es su casa?
En las arrugas que forman los músculos de su frente al contraerse ligeramente, se nota que algo, una zona de su espíritu, se conecta, y compone sobre la marcha: “bueno, de alguna manera, mi casa… en tanto y en cuanto yo estoy acá en este momento”. Sí, señoras y señores, ese es precisamente El Doctor. No hay nada que pueda no saber; todo saber en falta puede ser reemplazado por una composición verbal ajustada. Él no sabe que está en el Hospital Italiano, no recuerda que ha tenido una serie de ACVs, pero es capaz de componer una frase que lo excusa, relativiza la importancia de todo aquello que no sabe, y queda indemne ante los otros, aunque con medio culo al aire.
Claro, al fin y al cabo, diríamos “en el fondo”: no sabe.
Pero jamás va a mirar de frente ese vacío que arde.

Desde esa ecualización sutilísima de lo que se sabe y lo que no, y de cómo se convive con lo que se sabe y lo que no, los padres, madres, tutores y encargados (¡y tíos y tías!) instalan, le explica Juan Matus a un desorientado Carlos C., en la mente de la criatura, una “descripción del mundo” tan completa y exhaustiva que, en esos primeros pocos años de vida, llega a reemplazar al mundo. La criatura entonces crece y vive, va a vivir para siempre, en esa descripción del mundo. Creyendo que eso es el mundo.
Hay momentos muy precisos y preciosos en que esa descripción, ya sea por un factor accidental o por un movimiento voluntario, se suspende. 
Qué momento.
Fue este año que empecé a leer a Castaneda, después de escucharlo citado durante décadas, a veces con menosprecio, a veces con sorna, a veces con extraña convicción. Lo que no me imaginaba era que, leyendo sus libros en orden de escritura y aparición, me iba a encontrar, no con una serie de textos “espirituales”, o compilaciones de sabiduría ancestral, o apuntes acerca del conocimiento chamánico, relatos de experiencias con drogas alucinógenas, o cosas por el estilo…; sino que iba a entrar en una verdadera novela, una larga y monstruosa, fabulosa y sutil, novela de iniciación. También novela de terror, pero de terror real, terror a la realidad; una novela total, pero disimulada. Una novela que, diría si tuviera ganas de parodiar el discurso seudo académico de algunos acá alrededor, podría ser llamada “la gran novela latinoamericana del siglo XX”. Que casi nadie parece haber leído de esa forma y que ahí está, escondida a la vista, como la carta robada.
Pero la cosa se complica cuando mi padre, todavía ahí en esa camita de hospital, resistiendo con el aguante del significante el terremoto del no-saber, me pregunta, a mi que soy el único a esta hora en la habitación con él, me pregunta: “¿qué es eso?”
Lo pregunta con una mirada rara.
Me señala una pared a mi espalda, miro en esa dirección, no veo nada raro, nada destacable.
“¿Qué pasa, por qué está eso ahí?”
Le digo que no veo nada, que no hay nada ahí. Pero no lo puede entender. Le parece ridículo que yo no lo vea. Señala con un dedito flaco, un índice crujiente como una rama seca (¿siempre tuvo esos dedos así?) la pared, y me dice, con la voz temblorosa, agitado por el desconcierto: que hay agua, agua cayendo. Busco ayuda alrededor pero en todo el piso del hospital no hay nadie más, ni enfermeros ni médicos, nadie. Así que me las voy a tener que arreglar solo con esto.
Lo que está sucediendo es lo siguiente: ese señor, que me mira con sus ojos azules tono paquete de Gitanes, y la boca entreabierta de asombro, ha sido uno de los principales constructores e instaladores de la “descripción del mundo” en la que vivo desde pequeño, y ha caído en una grieta de esa descripción y me está pidiendo a mi que, de alguna manera, la repare. O algo así. Yo intento algo, improviso: le digo que, como él bien sabe, como desde chico me ha explicado, al mundo al que podemos acceder es el mundo de nuestra mente, cuyo motor es el cerebro. El lo sabe, ha estudiado eso, ha vivido en esa certeza. Y cuando el cerebro falla, por una lesión, por ejemplo, como le pasó a él hace pocas horas, la mente puede crear realidades distintas. Puede percibir cosas que, tal vez, no estén ahí.
¿Ahí dónde? No me cree. No lo puede creer. Lo entiende pero no lo cree. Tal vez capta el sentido de las palabras, pero su cuerpo no lo acepta. Entonces se me ocurre una idea que creo genial. “¿Dónde está el agua, acá?”. Me indica el lugar exacto, y yo paso la mano por la pared a esa altura. Con la mano, que debería estar mojada si hubiera agua “real”, lo toco a él. Paso mi mano por su antebrazo, toco su hombro. “¿Sentís agua?” le pregunto, calculando que la vista puede engañarlo más fácil que el tacto. Que el tacto va a ser fiel a su descripción del mundo. Pero me dice que sí, siente agua.
En fin.
La “descripción de mundo” según le dice el Nagual Juan Matus a Castaneda, ese increíble personaje, Carlitos, cuyo intelecto no acepta lo que le dicen, y sin embargo se va transformando a lo largo de ocho o nueve libros, a espaldas de su propia razón, hasta convertirse en un brujo consumado al que solo le queda lanzarse hacia la libertad total; ese mundo en el que nos han hecho creer, explica el Nagual, puede suspenderse, deshabilitarse momentáneamente, mediante ejercicios de “no-hacer”. Según entiendo, lo que quiere decir es que este mundo, que se ha superpuesto al “otro mundo” (uno que es demasiado inconmensurable para vivir en él sin enloquecer) requiere que hagamos constantemente algo para sostenerlo. O sea, vivimos activamente sosteniendo la descripción del mundo que nos han dado para reemplazar al mundo. El no-hacer es juntamente no-hacer eso, no sostener la descripción. Ahí hay una pista para entender la conexión del no-hacer de Don Juan y Castaneda, y el no-hacer del taoísmo, el Wu wei. El taoísmo también parte de un diagnóstico aparente según el cuál el mundo “real” se ha perdido, el Camino ha sido entubado, está obstruido, hemos construido en dirección contraria, nos alejamos. Por eso, en ese mundo, el no-hacer (el del sabio que “nada hace y curiosamente nada le queda sin hacer”), es de alguna manera un des-hacer.
Creo que por eso la manera más poderosa de hackear el Inconsciente (esa fuerza de la naturaleza humana de potencia insospechada), es montar o desmontar hábitos. Cuando se logra imponer un hábito nuevo, por ejemplo, se mete mano en una maquinaria mucho más sofisticada que la que usamos en el día a día para tomar nuestras humildes decisiones conscientes. Y lo mismo cuando se abandona un hábito.
A mi me pasó, por ejemplo, cuando dejé de fumar, ¿se acuerdan? Hace unos diez capítulos, un poco más. Fue tan fuerte el hackeo del centro de cómputos que me convertí en otro. Se puede comprobar leyendo los episodios de esta novela. Sí, me convertí en padre, deje caer infinitos miedos, cambié la noche por el día, el arquetipo de la aventura en tierras lejanas por el de la comida en casa, encontré un oficio inesperado, etc., pero principalmente cambié el tono. Me cambió el fraseo. Digo yo, o sea, lo dice el yo de ahora. Vaya 1 a saber.

Fue desde ese no-hacer que logramos, finalmente, con los Levin Hermanos, sacar un disco. Siempre nos consideramos (o al menos yo nos consideré) un experimento de anarco-taoísmo. Durante muchos años nuestro wu-wei estuvo perfectamente ubicado en no hacer nada que no fuera necesario para que se haga ese hacer nuestro: tomar algo, cocinar y comer, conversar y sonar, vociferar las melodías que nos habitaban juntos, y listo. Los años siguieron pasando, y ese habitar conjunto se fue dificultando cada vez más. Con mucha paciencia, y mucho esmero en desarticular los embates de la neurosis (la neurosis es lo contrario al no-hacer, o sea: uno hace mucho, de todo, para que nada quede hecho); con suave-suave trabajo encontramos un camino para volver a encontrarnos de otra manera, dándole un lugar en el mundo a esas canciones. Dejamos de retenerlas. Creo que mañana mismo sale el disco en Spotify, mirá vos qué sincronía, como una suelta de palomas mensajeras con mensajes que ya no recordamos. Ahí lo pueden escuchar.
Pienso ahora que: tal vez es por esto que hay tantas bandas de hermanos (?).
Porque la música, si se le desmonta toda la parafernalia fantasmática de la fama, el estrellato, etc. es algo para hacer en casa. Una forma de compartir la casa. Con Lauri empezamos escribiendo canciones en la cocina grande de la casa familiar, cuando todavía vivíamos juntos ahí. Después se sumó Noya, y en una casa que se volvió nuestra tocábamos dentro del marco temporal de la cocción semanal de un guiso. Después nos quedamos sin cocinas. Cocinamos un disco. Esperen hipo-lectores a los próximos capítulos para ver en qué se convierte esta historia.
Tiene tanto potencial el vínculo de hermanos, ya sea de sangre o de vino, que si se lo despliega temporalmente en el linaje crea el vínculo del tío o la tía, que son los personajes más decisivos, radicales y transformadores que tiene la novela familiar, aunque hasta ahora casi nadie se haya a puesto a escribir novelas ni películas sobre este asunto.
Y ¡cuánto más poderosamente hermanas y hermanos se vuelven! cuando son las tías y los tíos de las hijas. Hermanos y hermanas de mi patria, en esta cocina se puede fundar todo movimiento: una editorial, una banda, una religión sin líderes.
Sospecho que la palabra “familia” es la que más ha cambiado de signo en lo que va de esta novela.

Por lo pronto, este año, para no enojarme con Lauri y Noya cuando no están disponibles para hacer música, tomé una decisión insólita, inesperada, y totalmente revolucionaria para mis días: empecé a tomar clases de guitarra. Es un modelo de decisión, ¿no? Buscar independencia para poder volver al encuentro con otros sin tanta desesperación, sin esa necesidad.
Fue muy difícil de encontrar ese paso, porque estaba demasiado cerca. Durante demasiados años estuve canturreando canciones encima de guitarras cada vez que sonaban cerca mío. Escucho música todos todos los días, todos los días le canto encima a las guitarras. Con Levin hermanos me familiaricé con el hecho musical, lo viví desde adentro a pesar de mi ignorancia técnica y conceptual, y de esa manera, renga y dependiente, llegué a componer música en grupo. Por qué me estaría vedada la música en la intimidad, en soledad, la música auto-suficiente, es un misterio. Tal vez, dice el robot narrador, la Inteligencia Artificial que todos llevamos dentro (¿toda la inteligencia es artificial, no?), en clave de bio-drama: desde chico, muchos de mis amigos tocaban la guitarra, casi todos mis amigos eran músicos de alguna manera o de otra; yo, en ese escenario, era el que no: era escritor. Mantuve ese personaje por décadas; la fuerza de mi amor por la música fue tanta que logré inventar un formato de “escritor que canta”, y empecé a cantar en casa, con mis hermanos. Con Lauri volvimos a vivir juntos por un tiempo en la adultez, en una casa en calle Troilo (lo dejo anotado para los amantes de las coincidencias); fue un momento crucial en la historia de Levín hermanos. También Noya vivió ahí una vez que se separó, también yo viví en casa de Noya una vez que me separé.
Siempre sentí una mezcla de envidia y vergüenza ajena por esa gente que, ya adulta, le llama “casa” a la casa en la que vivía con su familia de origen, que suele ser una casa que sigue existiendo y funcionando como tal. Como no tengo tal cosa, pero todos necesitamos una “casa” así, elaboré ese espacio simbólico y puedo llamar “casa” al lugar que estas personas tan cercanas me abren para caer muerto, cuando es necesario hacerlo. Ahí donde se muere para renacer. Porque la quietud es la matriz de todo movimiento, como dice Sicorsky, y lo dice justo cuando el que lo escucha está acostado en el piso, con los ojos cerrados, y no puede hacer nada para evitar que ese estribillo se convierta en una verdad en acción.

De todas las casa en las que viví, esta de ahora (recién noto que este es el primer capítulo que escribo acá, en este PH en Barracas), con sus deformidades, sus goteras y humedades, sus puertas que no se abren ni se cierran del todo, con su piso sinuoso, con sus fantasmas que me visitan en pesadillas, que me hablan y me hacen hablar incluso antes de quedarme dormido, cuando intento nombrar y renombrar la formación de Newells para lograr conciliar la realidad y por lo tanto la confianza en el mundo como para poder dormir…; con todo, es la primera que se parece a una “casa” de esas, un espacio así, mitológico, a donde imagino que se puede venir a caer quieto, donde cualquiera de esta orquesta inestable que nos rodea puede venir a echarse una siesta cuando necesite un paréntesis de eternidad, o una buena matriz con la que reformular el movimiento que sigue.
Es solo una parecer, por supuesto, por encima está la cuestión de los aumentos del alquiler, el país, etc. etc.
¿El país?
Ja.
Es posible que el lector arqueológico, que viene a estas páginas dentro de un siglo, haya venido a este capítulo del 2024 para encontrar alguna referencia al “país”. La cosa pública, digamos, la política partidaria. Bueno, va a tener que agudizar el ingenio para entenderlo desde la omisión.
Solo voy a decir que hubo un momento en que pude pensar algo sin angustia, y fue cuando hice, me obligué a hacer, un ejercicio impactante: pensarlo sin mi opinión. Pensar ubicando las ideas de mi Yo como parte de un mapa más grande. Algo así: qué pasa si pienso en el país más allá de mis ideas, mi contexto cultural y económico, mi cultura política o ideologica o lo que sea; más allá, es decir, ubicándolo como una de las fuerzas en pugna en un cuerpo. El juego es este: pensar en “el país” como un cuerpo, y ponerle distintas fuerzas que lo tensionan. Ahí donde dos fuerzas antagónicas tironean, se produce la contractura. Después el anegamiento de la energía, la hinchazón, la enfermedad. Si por un segundo (no se asusten, se puede hacer el ejercicio un segundo y después cada uno vuelve a su Yo Mismo para seguir el día) intentamos pensar en un cuerpo que se enferma por esa relación entre las fuerzas, olvidando que una de las fuerzas es una opinión a la que 1 está identificado, ¿se podría pensar de otra manera? ¿Se podría imaginar una alternativa distinta, sorprendente? La idea sería, montados en la metáfora, pensar cómo curaríamos a este cuerpo. Pensar, por ejemplo, qué clase de cuerpo es ese, y si quiere sanarse. Cuando logré por unos segundos encajar ese ese espacio de la enunciación, sentí un cosquilleo poderoso en la consciencia, en la carne. Pero bueno, no dura mucho. Rápidamente vuelvo a mi YO retentivo, y me cuento el cuento: pocas semanas después del capítulo pasado fueron las elecciones que ganó el Presidente Actual, días después algunos aventuraron que pudo ser esa la causa del ACV de “el doctor”, por ejemplo. Teníamos que dejar el departamento en que vivíamos, habíamos pagado la seña por el único PH en alquiler en toda la parte sur de la ciudad antes de las elecciones, y supusimos que nos iban a cambiar el precio, y que tal vez no podríamos pagarlo. Afortunadamente la dueña de esta casa tuvo un gesto de nobleza y mantuvo el número aún después de un par de devaluaciones, y caídas todas las leyes que regían sobre la vida inmobiliaria. La señora, de todas formas, estaba contenta con el triunfo del Presidente Actual. Nos dijo, al firmar el contrato, que se necesitaba un cambio. Nos clavó de todas formas con la casa en obra durante un mes, pintores distraídos que olvidaron en el medio del patio un andamio durante un par de semanas; un día vino y casi se agarra a piñas con la vecina esquizoide del piso de arriba, pero finalmente nos hicimos amigos. Me contó que su tío, el que hizo la casa, trabajaba en el taller que yo uso ahora para escribir. Y que en el patio se juntaba con la familia y amigos, cocinaba, comían, tocaban el acordeón, bailaban.
En este mismo patio que me da la posibilidad de prender un fuego acá nomás, en el suelo,
¿es eso lo que arde?
Quemar carbones y leñas, y ahumar. Este año también fue que me entusiasmé con el tema del ahumado: investigué, hice un curso muy lindo, me compré un ahumador para mi cumpleaños, y esta tarde pienso ahumar unos pescados, unos cerdos y unos hongos para rellenar empanadas e invitarlas a los que vengan mañana a la presentación del disco. Así se cuela, como siempre (es el momento que algunos lectores hipotéticos están esperando), el día de hoy y se enrosca en el aire con el año que se encaja y se solapa con la vida toda. Ponele.
Todavía me queda hacer unas compras para eso, y antes también tengo que llevar a Sere a la pediatra. Aparentemente empiezan a surgir preguntas respecto de la pubertad, esa metamorfosis íntima de alcance masivo. Sí, ella no existía cuando empezó esta novela, y en este capítulo es mi hija de 10 años que se pregunta acerca del uso de desodorante. (Perdón por la indiscreción, Sere). “Cómo pasa el tiempo” podría ser el nombre de este proyecto si fuera un libro con un nombre. O sin tilde: “Como pasa el tiempo”.
Al verlo desde acá, al acelerar la velocidad de los procesos, se ve la naturaleza bailable de este fenómeno. Como cambian los cuerpos, como florecen y se marchitan en común, como una doble hélice de ADN. Es gracioso, parece incluso lindo.
Bailemos.
Porque hace unos pocos capítulos, hace pocas horas para el hipo-lector que lee un capítulo tras otro de corrido, yo era una personaje indescifrable, lleno de energía lanzada en ninguna dirección, pura vehemencia creativa sin editar, que decidió empezar esta aventura sin sentido, y hoy soy un señor, editor, padre de dos hijas, que se limpia los anteojos con un producto comprado en Farmacity antes de continuarla escribiendo.
Porque, esto no lo he dicho: ahora uso anteojos. Como cuando era chico. Recuerdan esa historia, probablemente, la debo haber contado en tres o cuatro capítulos previos, seguro. Yo tenía unos diez años, como Serena ahora. Vivía con la dificultad de tener que ir corriendo hasta el pizarrón, memorizar la frase entera, y volver a mi banco a escribirla, porque desde mi posición, desde ninguna posición en la clase, llegaba a ver absolutamente nada.
Mis padres no me creían, o no les parecía relevante.
Hasta que un día, en una pizzería… creo que esta parte la podemos cantar todos, a coro.
En una pizzería de Belgrano, empapelada con pósters de equipos de fútbol, mi papá me señala algo en la pared.
Yo no lo veo.
El insiste. Los ojos azules, no diría de paquete de Gitanes porque en esa época yo no había empezado a fumar. Pero era un color muy frío. Con la misma mirada helada con la que me paralizaba por completo cuando se enojaba, ahora me mira sin entender.
¿No ves eso?
Señala con un índice flaco, crujiente.
Tengo que acercarme a la pared.
No es agua cayendo, es un póster de Newells. Es reciente: es el que sacó el Gráfico por el título en la final contra Boca en 1991.
Ahora estamos en 1992, y no hay agua cayendo por la pared: lo que hay ahí, en cambio, es el plantel de Newells.
Lo que nombro y renombro antes de dormirme. Porque, como me dijo un chamán amigo y estaba en lo cierto, para aprender a dormir hay que estar despierto.
Ahí está La Realidad.
Eso que está ahí, ¿ves?
Dura un momento nomás.



Thursday, November 23, 2023

Una vez por año #16

Dicen que todo empezó en una cortada pintoresca, de casitas de estilo inglés, en la ciudad de Rosario, llamada Pasaje Monroe. Este año (si consideramos como un año el lapso que va de un capítulo a otro de esta novela balbuceada) pasé por la puerta de esa casa con mi hermana A., cuando ella todavía vivía allá, reviviendo la mítica decisión, esa bisagra: ¿Rosario o Buenos Aires? De esa primera mudanza, de la que obviamente no me acuerdo nada con mi memoria propia, sabrá el lector atento de estas páginas, me traje el ser de Ñuls, y quien sabe qué otro eco fantasmal.

Ahora Jime me escribe que encontró un plastificador que cobra 120 solo pulido o 260 con hidrolaqueado y puede venir el sábado…; porque ayer finalmente firmamos el contrato y hoy, una vez terminado este texto, me zambulliré en otra de esas aventuras tempo-espaciales indescriptibles.

Ese primer destino fue un departamento en la calle Olazábal, del barrio de Belgrano, espacio que suele oficiar de promedio, punto medio o negociación salomónica para parejas que se juntan en Buenos Aires llegando desde puntos distantes. Pero mis primeros recuerdos son de la casa siguiente, en calle La Pampa. Ahí donde recuerdo a mi padre correr por el living y saltar y golpear el techo con los goles de Maradona en el 86. El siguiente episodio que recuerdo claro en ese escenario es precisamente el de empezar a irnos de ahí: mi madre midiendo ese mismo living con pasos largos, junto a una persona de una inmobiliaria: siente metros y medio, medía.

Yo tendría seis años, poco más que los que tiene ahora Jacinta, que escribe en papeles sueltos: “soy jacinta me voy a mudar”. Es probable que alguna imagen de estas, de cajas que se amontonan, de objetos que se cargan y descargan, se pegue en su memoria con un pegamento voraz, de adhesión total, pero es imposible adivinar cuál: qué segmento será el elegido y por qué razón, del mismo modo que aquel momento anodino de medir el living para poner las medidas del departamento en el aviso de venta del departamento se me grabó para siempre.

De ahí al departamento de Zapiola, mi habitación chiquita con el mueble lleno de juguetes que un día decidí vaciar para hacer espacio para mi estudio de transmisión de partidos de fútbol imaginados. El balcón de tercer piso contrafrente, desde el que con mi hermana V. una tarde empezamos a arrojar regalos a un niño que cumplía años en la casa de al lado. ¿Cómo se llamaba el niño? ¿Qué edad tendrá ahora? El chico festejaba su cumple con amiguitos en el patio de su casa estilo colonial, y empezaron a lloverle regalos con cartitas a nombre de Papá Noel. Creo que esta historia ya la conté en esta novela, pero como hace años que no la releo no lo recuerdo. Seré tal vez como esos viejos que empiezan a contar una y otra vez las mismas anécdotas. No deja de ser un procedimiento bastante interesante, eficaz: tal vez el aparato narrativo decanta naturalmente las dos o tres piezas sobre las que la memoria y la lengua se dedicarán a trabajar artesanalmente durante años, hasta raspar el secreto que las anima. Ahora ese chico, que nunca supo de donde venían esos regalos misteriosos, que a pedido de sus padres tuvo que gritar al cielo (por su seguridad y la del resto de los invitados) “gracias papá noel, no quiero más regalos”, debe ser un señor más o menos de mi edad.

¿A qué se dedica? ¿Se acuerda de esa anécdota? ¿La cuenta una y otra vez, puliéndola y transformándola con el correr de los años?

Tal vez Internet sea la herramienta para saberlo: podría iniciar una campaña para encontrarlo. Buscamos al niño que recibió regalos del cielo durante un cumpleaños de siete u ocho años, hace tres décadas, en una casa en el barrio de Belgrano.

¿Y qué va a pasar cuando nos reencontremos? ¿Nos devolverá los regalos? ¿Pedirá más?


Dar de baja internet en la casa de la que nos vamos, contratar internet en la casa a la que llegamos, llamar al pintor, pulir los pisos, poner los servicios a nuestro nombre, embalar.

Voy a confesar ahora que en un momento tuve la fantasía de convertir este capítulo en un relato que conectara todas las mudanzas de mi vida. Pero no se trata de eso. No funciona así.

Simplemente no sé cómo funciona, y solo entonces funciona.

Es un ritmo indescifrable: imágenes, frases, anécdotas, fragmentos, van y vuelven como el parpadeo de un bicho gigantesco visto desde adentro. No es hacer memoria, es percibir el ritmo con el cuerpo para entrar a tiempo con el canto.

Pero se puede intentar y fracasar, como siempre, y componer un estribillo simple con astillas: Pasaje Monroe, Olazabal, La Pampa, Zapiola, O’Higgins, Avenida Corrientes, Charcas, Boulogne Sur Mer, Troilo, Jovellanos, Tres Arroyos, Aristóbulo del Valle, Defensa, Perú, Piedras.

Nombres apilados, despojados de sentido.

¿Quién no ha escrito alguna vez un cuento sobre una mudanza? Habría que compilarlos todos y guardarlos en una caja de cartón.


No logro sentarme por completo ahora, a escribir esto, entonces el tiempo es todavía sólido en lugar de auditivo, y no entra todo el año en un día, y no entra todo el día en una voz.

Mientras escribía Antipartícula fui detallando en papelitos de colores que después enchinché en un corcho las distintas operaciones temporales que uso para contar el paso del tiempo al narrar.

El paso del tiempo, y disponer del tiempo necesario para intervenirlo con la escritura es evidentemente un problema. El gran movimiento, ya lo aprendimos, es tener problemas con los que uno puede convivir. Ahora, por ejemplo, tengo que salir a buscar a Sere porque la madre finalmente no llega, a Jacinta para traerla a bañarse al estudio donde yo debería trabajar, porque cortaron el gas en casa, etc. En el mismo preciso momento en que me imaginaba dejándome caer en remolinos temporales narrativos que me requieren entero. Qué problema. Primero me enojo con el problema, pataleo, busco culpables, hago berrinches. Después me acuerdo del movimiento, el arte marcial interno, de acercarme (hacer-carne?) al problema un poco más para percibir su ondulación, para codificar su información, para entrar en el baile. La escritura entonces se enrosca, se pliega, no se exhibe, porque es un arma y no tiene sentido andar exhibiendo armas en medio de la batalla. Es así, y que valga para la batalla cultural también, ahora que estamos pensando en eso: las armas se usan, no se muestran.

Admitir que “es una batalla”, en el campo de la vida con otros, es como cuando uno acepta “es un problema” en el campito íntimo de la vida psíquica física espiritual.

Es un problema: acá está. Vamos a bailar entonces.


Ahora Jime la baña a Jacinta, Sere camina a mi alrededor mientras espera su turno y yo escribo esto.

El que escribe no está parado, quieto, mientras señala un pizarrón detrás suyo donde se proyecta el paso del tiempo. El que escribe está en el remolino. Ahora mismo siento una contractura que se despliega y tironea en la cintura, sobre la cadera derecha; también ganas de llorar, dolor en los intestinos. Es el año que pasó, con todo los años contenidos en sus pliegues; es el pozo al que me asomo. Pero me asomo y no hay nada, no es algo exterior a esto que habla, es el entramado que me sostiene el cuerpo que sostiene este enunciado.


A Sere le llama la atención, le gusta la pizarra de corcho que está, efectivamente, a mis espaldas. Y donde tengo, en efecto, enchinchados los cuatro papeles con las cuatro operaciones temporales que mencioné un poco más “arriba”.

Ahora Sere se baña y Jacinta, cubierta por una toalla, con olor a jabón, está parada al lado mío y pregunta: papi, ¿estás escribiendo?


1. Suspenderse entre causa y efecto. Detenerse en medio de una cadena de eventos y contar desde ahí. Lo llamo, a veces, para saludar a mi querido amigo y maestro A.S., “la piedra que lanzaste todavía no cayó al agua”. Así, por ejemplo, recuerdo que en el capítulo del año pasado, decíamos que la Selección Argentina había perdido contra “los árabes saudíes” y ya veríamos si eso era el comienzo de un fracaso estrepitoso, o la anécdota inicial de una gesta épica. Si bien al ser leído en esos días esa oración podía vibrar solamente con la ansiedad de la incertidumbre, una vez contestada la pregunta por el tiempo, se hincha de información, de sensaciones. De gritos, del cuerpo de uno convertido en el padre que corre por el living y salta para golpear el techo con los goles de la final. Besos en los semáforos, la melodía de “Muchachos”, los días, las semanas en que estuvimos juntos; la claustrofobia y el goce combinados de estar rodeados por millones de personas eufóricas, estar eufórico. Invitar a un montón de gente a ver la final y terminar viendo la final solos, juntos en pareja, con Jacin encerrada en el cuarto viendo una película en la compu (ahora le pregunto, Jime dice que era “Frozen”, pero creo que se confunde con otro partido, Jacinta zanja la discusión: era “my little pony”); recordar su enojo desconcertado al vernos llorar agarrados a la reja del balcón, insultar a los gritos, volver a reír, abrazarnos como locos, como locos. Y después, cuando le dijimos que Messi iba a recibir la Copa, entonces sí, rendirse ante la perfección del relato épico, cerrar la compu y venir con nosotros a ver lo que estaba pasando ahí en la tele, esa coronación poética, esa descontractura masiva radical. Y los meses posteriores, durante las vacaciones de verano, los vecinos cantando “Muchachos” hasta la madrugada, los chicos y las chicas pateando penales en la playa, los arqueros haciendo sus primeros juegos psicológicos. Y después: el tiempo que pasa. Y los juegos psicológicos. Todo condensado, sin ser dicho, en un párrafo que, en lugar de mirar para atrás y evocar, se planta en el presente e invoca.

¿Pero y la ansiedad? ¿Es una fuerza que hay que canalizar, o un error a corregir? ¿Qué información viaja en esa proyección muscular hacia un futuro inexistente? Siempre estuve “en contra” de la ansiedad, intento combatirla, o frenarla, o amaestrarla. Pero ahora pienso, por ejemplo, en toda la sabiduría-narrativa derivada de la búsqueda de la adivinación. Tal vez cabría suponer ahí a la ansiedad como motor del conocimiento; la búsqueda frenética de información en el presente, de patrones de transformación a lo largo del tiempo, que permitan anticipar algo del futuro. Entonces se puede pensar el ejercicio de inyectar ansiedad en párrafos, construir oraciones con la sintaxis de la necesidad de saber, la incertidumbre urgida. Cuando se lea este capítulo en el futuro, a medida que pase el tiempo se irá transformando la textura de esta pregunta: ¿qué pasará con nuestro país, gobernado por su flamante presidente? ¿Estamos ante un nuevo despliegue del horror? ¿O solo se tratará de un gobierno fallido, cuatro años más de crisis y espiral descendente?

2. Mamushkas. El relato adentro del relato adentro del relato. Un ejemplo: yo estoy acá, puro presente. Le cuento, por ejemplo, a Serena, la historia del día en que le tiramos regalos a un niño desconocido que cumplía años. El párrafo que narra esa anécdota, en el papel, digamos, tiene el mismo estatuto de realidad que el párrafo que me narra a mi y a ella acá. Sin embargo en el segundo párrafo el tiempo puede estirarse, saltar de esa escena a una escena posterior, abarcar los días siguientes, incluso semanas o años. En ese recorrido, el narrador puede cruzarse con otro personaje, por ejemplo con el señor en que se ha convertido ese niño desconocido, y aquel contarle otra historia. Los párrafos de esa historia, igualmente reales y presentes que los anteriores, se ajustan a otra temporalidad: tal vez empiecen en aquel cumpleaños misterioso y cuenten la historia de cómo fue aquella semana, que terminó en otra sorpresa: la revelación, por parte de sus padres, de que Papá Noel no existía. Una serie de discusiones posteriores entre ellos, ininteligibles a los ojos del niño, y después una traumática separación. Puede que ahí termine su relato, pero puede también que continúe, que se adelante en el tiempo incluso más allá de la escena en la que me lo narró a mí, y de hecho que supere también el momento cronológico en que yo le estoy contando acá, a Serena, en el puro presente, la historia con la que empezó el hipotético texto.

De todos modos Serena ya no está acá, porque una vez que se bañaron las dos nos vinimos a casa, para que Jime se vaya a su clase de cerámica y mientras esperamos que pase la madre de Serena a buscarla, si es que eso finalmente sucede. Aprender a vivir, y escribir mientras tanto, aunque el futuro sea incierto, he ahí un gran aprendizaje de esta última década de mi vida. Doloroso aprendizaje, pero tan útil finalmente.

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Escribo en el cuarto del fondo de esta casa de la que ya empezamos a irnos, el espacio que era mi estudio en la época de la pandemia, donde escribí esa serie llamada El Presidente (que ayer el tipo de la inmobiliaria me dijo que la vio y le encantó), mientras Sere aprendía a leer y escribir, todo en el mismo espacio. Eso ya pasó. Ahora, justo ahora, quiero tomar una cerveza.

Algunas novelas de Pynchon tienen (y creo que incluso basan su estructura en) un manejo extraordinario de esta operación.

3. Alternar en paralelo diferentes recortes temporales. Esto es más claro cuando se da alrededor de un mismo hecho, o cadena de hechos. Por ejemplo: narrar el día en que firmamos el contrato de alquiler de la nueva casa, cómo fuimos, después de la firma, con Jime, Sere, Jacinta y la dueña, a ver la casa. Las siete cuadras de caminata al atardecer, por un San Telmo donde se siente como en ningún otro lado de la ciudad el estallido del fin de año, la destrucción del tejido social y la festiva reconquista del presente. Cómo llegamos a la casa ya de noche, y recién entonces la señora dueña confiesa que no sabe si tiene las llaves indicadas. La tensión que se disuelve cuando la llave finalmente gira en la cerradura, como en aquel legendario programa de TV. Conocemos la casa vacía, oscura, probamos las hornallas, las canillas. La dueña nos presenta a las vecinas: una extraña señora aferrada a un enorme manojo de llaves, por un lado, una joven madre soltera de dos hijos, por el otro, todo en penumbras. Finalmente, el traspaso de llaves, de la dueña a nosotros. Una última cuadra que caminamos juntos, y las lágrimas de ella, inesperadas.

Al mismo tiempo, narrar los últimos meses, desde que nos pusimos a buscar casas en Internet hasta el presente de la firma. Cuando descubrimos que casi no había lugares disponibles que coincidieran con nuestra búsqueda. El momento en que los dueños de la casa en que vivimos nos avisan que no nos van a renovar el contrato. Cuando entendimos que los pocos inmuebles potables no se iban a alquilar efectivamente porque los dueños estaban esperando la resolución respecto de la nueva Ley de Alquileres. Cuando se estableció la nueva Ley de Alquileres y creímos que se había resuelto el problema y podríamos ver y elegir y alquilar una casa donde vivir antes de tener que abandonar la casa en la que vivimos, pero nos enteramos que los dueños entonces estaban esperando las elecciones Primarias para ver que pasaba con el dólar. Y cómo después esperaron las elecciones generales, y después, cuando finalmente logramos ver una casa y nos convencimos de que era la indicada, y estábamos por firmar, la firma se pospuso, y el balotaje presidencial se interpuso, y ganó un candidato que, una vez electo, dijo que derogaría la Ley de Alquileres. De cómo pensamos que entonces se había caído la firma y nos tocaba atravesar una catástrofe práctica e inmediata, pero al final no: el martes posterior a las elecciones nos llamaron de la inmobiliaria y al día siguiente llegamos al momento presente de la firma. En paralelo podríamos contar, por ejemplo, todas las mudanzas de mi vida. O bien todos los cambios en la regulación de los alquileres en el último siglo en la Argentina. Si se intercalan estos recortes, empleando en cada uno de ellos la misma cantidad de oraciones, en caso de que sea posible la misma cantidad de “información”, es probable que se logre, si no una traducción fiel del paso del tiempo, al menos una versión honesta, de textura semejante a la del modo en que el tiempo pasa. Aunque “pasa” no es la palabra. Y una vez que se tiene ese cuerpo vivo, es cuestión de construir los vasos que comunican entre sí los planos temporales para tener una artesanía sofisticada que permitiría, llegado el caso, probar cosas respecto del paso del tiempo. Poner a prueba hipótesis. Es, digamos, la ingeniería del escenario donde poner a actuar patrones de fenómenos vivientes, donde emplear la escritura de ficción para, entre otras cosas, adivinar el futuro. Digo “ficción” por decir algo, está claro.

De todas maneras, la precariedad, la consciencia de la fugacidad y la impermanencia que se devela en cada mudanza, especialmente para los inquilinos, es uno de esos palazos que sirven para ir acostumbrándose a la naturaleza de nuestro paso por el mundo.

Así que hay que agradecer. Y seguir contando.

4. Angostar el recorte aumenta la velocidad del relato (flujo/canal). Si cuento todo lo que me pasa en el día, puedo contar, por ejemplo, un día en diez páginas. Si cuento solamente lo que me pasa respecto de la vida laboral (angosto el recorte) entonces un día me puede llevar una página. De esa manera tan simple se puede jugar con el cambio de velocidad tan propio (pero difícil de describir) de nuestra experiencia del tiempo. Alguna vez me dijeron que algo así pasa con el tránsito de la sangre por las venas, y el efecto de la constricción o dilatación de los vasos que puede generar, por ejemplo, un dolor de cabeza que imposibilite la tarea de escribir, como me pasó ayer cuando intenté escribir este texto en su fecha correspondiente. Pero también, esto de la velocidad dada por la proporción entre cantidad de flujo y ancho del canal, se estudia respecto de los métodos de riego, me contó mi amiga C., con quien nos reencontramos justamente en este capítulo. En algún capítulo de hace como diez años la debo haber mencionado porque pensamos, alguna vez, hacer de esta novela mutante un libro digital que crezca en la biblioteca del lector. Angostando el canal del relato, acelerando partículas narrativas, viajamos desde aquella hipótesis nunca concretada hasta este año, mes de agosto tal vez, en la FED. Allí, entre miles de personas comprando y vendiendo, 300 stands de editoriales más o menos independientes, nos reencontramos con C., como se reencuentran dos náufragos. No se me ocurre otra manera de explicarlo. Esa era la sensación. Nos preguntamos cómo andábamos. Hablamos de cómo y dónde estaba flotando cada uno después del naufragio. Y nos encontramos, ahí mismo, como a la intemperie, con verdadera sensación de intemperie, pensando en una editorial. Un proyecto compartido. Después nos reunimos en una cervecería de San Telmo y ella llegó desde Agronomía cargando una piedra. Una piedra real, tangible. Con su peso, su tiempo reunido, su elegancia indolente.

Hay una piedra.

Digamos, más allá de que todo pase, y que pasa de modos tan inaprehensibles, de que cada uno carga con su naufragio y sus barcos hundidos, más allá de todo esto y aquello, hay una piedra.

También hay tijeras, papeles. Hay agua, claro, como en todo naufragio, pero hay una piedra.

De pronto, muchos experimentos temporales/materiales encontraron cuerpo al abrigo de la editorial, aunque sea todavía poco más que una idea. Mucho más. Aquella investigación que incorpora a Juan L. Ortiz y sus ediciones de autor que tenemos acá, corregidas por su propia mano, y su hipotética relación con el hermano de mi abuelo, Nicolás Jozami, de la que hablamos en capítulos anteriores, podría encontrar un canal eficaz en un proyecto editorial de esta clase. Un canal de riego.


Esto es nuevo: la posibilidad de habitar imaginando un proyecto de escritura, sin estar ubicado en el lugar del escritor. Cambiando la temporalidad del creador, muchas veces ansiosa, arrebatada, urgida de llegar al final, por la temporalidad del investigador, que tiene que, sí o sí, acoplarse a la velocidad de los hechos que está investigando, sean del pasado, del presente o del futuro.

Hace poco hablé de esto con mi psicoanalista. El trabajo de encontrar caminos que den marco, que recorten el infinito de posibles de la neurosis, para desarrollar trabajos que sean con el tiempo.

Este año acuñé un talismán sintáctico que muchas veces me auto-ayuda, dice así: el tiempo pasa. Es de lo poco que sabemos: pasa. Entonces, todo plan que se vea beneficiado por el paso del tiempo, es por fuerza un buen plan; y todo plan que se arruine por el paso del tiempo, es un mal plan.

Sí, además de escribir este tipo de cosas, voy y hablo con un psicoanalista. El mismo con el que fui cuando tenía 20 años, hace más de 20. Este año “volví”. Nos sorprendimos de que yo ahora soy mas viejo que lo que era él en nuestro encuentro anterior. Esos golpes de efecto nunca fallan.

Cómo pasa el tiempo.

Sí.

Pasa el tiempo. Y cómo.

Este año, por ejemplo, tuvo también un invierno. Aunque durante los finales de noviembre en que se escribe esta novela uno tenga serias dificultades para evocarlo, lo cierto es que hay otro momento en que es invierno. Hace menos de una vuelta al sol, hizo frío.

Qué rápido se acostumbra uno a desacostumbrarse.

Esta vez nos fuimos de vacaciones de invierno, a la costa atlántica. La primera noche que estuvimos, se desencadenó una ola polar implacable. Hacía mucho mucho frío, y nosotros estábamos dando vueltas por el centro, temblando. Nos sentamos a comer el cualquier restaurante calefaccionado. Cuando volvimos al hotel, ya tarde, las chicas se tiraron a dormir sin sacarse ni siquiera la ropa. Estaban cansadísimas, y tenían frío. Entonces, si bien estaban cansadas y de mal humor, y hace un rato se habían peleado por alguna cosa de hermanas, se acostaron en la misma cama y se abrazaron. Para darse calor. Al verlas me pareció entender, por primera vez en toda una larga vida de pensar pavadas, que el cariño tiene que ver con darse abrigo, compartir el calor. Tan simple y básico como eso.

No tiene nada que ver con nada de lo que venía escribiendo, pero lo quería contar.


Es una pena que los fines de noviembre vengan ahora siempre acompañados de Mundiales, Elecciones, Mudanzas. Me complican mucho la tarea. Pero es lo que hay.

Ahora, ya mismo, nos estamos mudando. Estamos mudando, el equipo está activado para hacer frente a la tarea titánica de representar de manera física un caos de duelos microscópicos. El jueves que viene vendrá el camión a trasladar las cosas, pero ahora ya nos estamos mudando. Ya los días tienen otra textura. Con Jime tenemos la premisa de que ella se encarga del espacio y yo del tiempo, cada uno con su obsesión. Somos conscientes de que mudarse, mudar una familia así, es un problema que no hay que subestimar, y lo encaramos con esmero y atención, pero aún así es difícil. Después se empieza a aflojar la estructura de las horas, se abandonan todos los hábitos, los rituales, se empacan los intersticios en los que cada uno se refugia. Hasta que no queda refugio. Entonces se flota. Flotamos. Cuando uno se cansa lo sostiene el otro. Nos acompañamos, hasta dar con tierra firme. Y una vez ahí, empieza una historia nueva. Que es una historia distinta para cada uno, se multiplican los finales y los comienzos. Pero en tierra firme empiezan las historias nuevas, y el tiempo se vuelve a poner en marcha. De esa manera tan rara.

Ahora va a pasar el tiempo, y en el mejor de los casos el año que viene, a esta hora, nos volveremos a encontrar. En otra casa, en un país muy distinto, quien sabe en qué mundo.

Pero al menos tenemos la certeza de que este texto nos seguirá encontrando, para sopesar la dimensión de nuestro naufragios.


Wednesday, November 23, 2022

Una vez por año, 15

 Recién escribí en un chat con amigos que leen esta novela y esperan el capítulo del año:

Se me está resistiendo, esta vez.

Nunca me había costado tanto, creo.

Y no quiero caer en la tentación de escribir sobre cuánto o por qué me cuesta.

Esto lo escribo hoy, ya 23 de noviembre.

Ayer había empezado así:

No tengo la menor idea de cómo hacer esto. Me pusieron el Mundial, que de por sí es una gran cápsula del tiempo, el metrónomo de la temporalidad social y colectiva del país, alrededor de esta pequeña y humilde colección de cápsulas temporales, y este capítulo quedó acá, incómodo, encerrado,  y se produce este juego de ecos tan extraño…

Así, me cuesta encontrar el tono.

Salir de la emoción del día, la derrota sorpresiva contra los árabes saudíes, que el lector del futuro sabrá si significó la decepción del regreso en primera ronda o no (o, quien sabe, el anecdótico mal paso antes de una gesta épica, memorable…) Salir de hoy para entrar en el año, ese remolino. Capturar el año, en realidad, como pescar un mosquito en una nube; y a la vez salir del año para entrar en temporalidades más grandes, inexactas, imprudentes.

Pero que justo hoy 22 de noviembre haya caído el debut de Argentina en el Mundial, del único Mundial que se juega a fin de año y no a la mitad, es claramente una broma de mal gusto.

¿Pero por qué? Si el fútbol, y más aún los mundiales, sirven para jugar a este juego, ya han sido partícipes de capítulos anteriores (intuyo, no lo compruebo, mantengo el juego añadido al juego de no releer mi vida antes de escribir el capítulo del año).

Hace dos días empezó el Mundial. Esa mañana de domingo nos despertamos temprano con Sere y la llevé a la casa de su madre. Eso no sería ninguna novedad, nada digno de mención, salvo que: la llevé en auto. Por primera vez. Sin copiloto adulto ayudando y guiando, solo ella y yo. Ella, que nació el día de la inauguración del Mundial 2014, esa tarde en que Brasil empató con un equipo de los Balcanes. Ese día de 2014 yo no creía que fuera a aprender a manejar nunca en mi vida. Tenía 32 años recién cumplidos, y estaba seguro de que el manejo no sería algo que fuera a experimentar en mi vida. Sabía que el tener una hija me iba a llevar, en algunos momentos, a maldecir esa incapacidad, pero la creía a tal punto una incapacidad, una limitación constitutiva, que no podía pensar más allá.

Varios hitos sostenían esa narrativa: allá por la pubertad, mi padre, durante las vacaciones de verano, intentó enseñarme, pero me negué con el aplomo de quien conoce su destino. No puedo rastrear fácil esa convicción, de dónde venía, cómo fue que se ubicó de manera tan firme desde tan temprano. Nunca me gustaron los autos, estéticamente, como tampoco me gustaron nunca las zapatillas.

Antes aún de tener edad para sacar el registro y conducir, yo ya había resuelto que era un no-conductor, peatón puro. A esa decisión tácita, no enunciada ni compartida con nadie, le siguieron años de sueños y pesadillas abundantes donde el manejar el auto era protagonista. Ese sueño de descubrir, de pronto, en mitad de la calle, en medio de un viaje, que uno está a cargo del auto, pero no sabe manejar. Ese sueño reversionado, una y otra vez, infinitas veces.

Después hubo que sumarle el hecho de que me descubrí escritor: era entonces un artista, un ser sensible, del mundo de las ideas, y quería vivir de otra manera, en otro estado. Así, sin darme cuenta, la posibilidad de manejar alguna vez fue borrándose del horizonte hasta desaparecer por completo. Después, como si hiciera falta más, el día en que me atropelló un auto, meses antes del Mundial 2002, quedé exiliado para siempre del universo de los automovilistas. Ellos, seres híbridos humano-máquina, pasaron a ser los enemigos. Como por una súbita y quirúrgica intervención en mi percepción, desaparecieron las personas de adentro de los autos; los autos pasaron a manejarse solos, con un tipo de intencionalidad absolutamente alejada del mundo humano, impredecible, brutal.

  

Hay algo que no funciona: ¿qué clase de recorte es este? ¿Me paro en el presente y acumulo hechos que me trajeron hasta acá? ¿Y cómo puedo saber que es este el final de ese recorte? ¿Con qué autoridad? ¿Para lograr qué? ¿Y si dentro de unos capítulos muero en un accidente de tránsito, o atropello y mato a un peatón? Es audaz la tentativa de imponer un recorte que supone que esta historia que estoy contando ha terminado. Audaz por no decir ansiosa. O desconocedora de los sutiles mecanismos que narran la vida real.

 

Está áspero.

Dejé el texto inconcluso el 22 y me fui a comer y tomar vino con mi amiga N. Hablando con ella se acomodaron un poco algunas historias o impresiones que me gustaría contar acá; el viejo truco de tener un interlocutor para descubrir qué contar y cómo. Ahora, con algo de resaca, con la presión de llegar a escribir y publicar este capítulo lo antes posible, para que los hipotéticos lectores de esta saga no crean que me morí o desaparecí sin dejar rastros a la manera de Majorana; así vuelvo a teclear, casi sin pensar, intentando entregarme al remolino del año y los años.

Pero está áspero.


Vuelvo a tirar del hilo de esa imagen: freno el auto, me bajo del asiento del conductor, del asiento de atrás se baja Sere, caminamos unos metros; es domingo, son las nueve de la mañana, llovizna, la calle está casi vacía. Tocamos el timbre en la casa de su madre.

Cuando me separé de la madre de Sere, día por medio tenía que pasar por la casa en la que habíamos vivido, a unas pocas cuadras de la casa a la que fuimos este domingo, intercambiar unas palabras, etc. Cada vez era caminar con un dolor de panza patente, desagradable. Solo me aliviaba pensar que, de hacer ese camino una y otra vez, en algún momento de la historia (en un capítulo no tan lejano tal vez) la sensación habría pasado, todo se habría acomodado de alguna manera. Me sorprendí pensando, en estos últimos meses, que la misma operación (de soportamiento del dolor basado en la esperanza, o en el conocimiento de los efectos del paso del tiempo y la repetición) debería suceder con el manejar. Cada vez que me subo al auto, ese nerviosismo en la panza. Dicen que, de repetirlo una y otra vez, terminará pasando.

En ese estado de separación reciente, cuando Sere tenía menos de un año y yo tenía que viajar larguísimas horas en colectivo para verla, me sorprendí admitiendo que, tal vez sí, necesitaba un auto, saber manejarlo. Hice un curso de ocho clases, el profesor me ofreció venderme el registro, no acepté, y seguí sin manejar. No tenía auto, no pude practicar, y los dudosos conocimientos adquiridos durante la práctica con el profesor se borraron rápido. En esa época   viajamos mucho en el auto de Daniel, el remisero que me llevaba ida y vuelta de Barracas a Villa Dominico por las noches. ¿En qué andará, ahora? ¿Vivirá apaciblemente en la casa que se estaba construyendo en Rosario de la Frontera, Salta? Lo recordarán de capítulos anteriores, el tipo que dormía en la remisería durante nueve meses, y los tres restantes disfrutaba del tiempo libre y construía su casa allá, en su lugar en el mundo. Un día lo llamé para pedirle un viaje, pero su número ya no correspondía a un usuario en servicio. No volví a saber de él.

Manejar es también, entre otras cosas prácticas y funcionales, una operación que multiplica los destinos imaginables.

Una tardenoche hace no mucho, mientras picaba ajo para el pollo de los jueves, imaginé que comprábamos una casa rodante y salíamos a viajar en familia por las rutas del país. Como un cruce entre la imagen de la sólida familia burguesa y el espíritu de aventura que se resiste a morir. Sentir los cuatro al mismo tiempo, y cada uno de una manera distinta pero tal vez complementaria, esa sensación de fuga, de avance, de reconfiguración del destino a cada hora, pero desde la calidez de un hogar. Fui feliz imaginándolo. Pensé que tenía que encaminar esfuerzos en esa dirección.

Hay que decir, no es un dato menor, que también tiene un costo desprenderse de arquetipos paralizantes que uno ha aprendido a querer y defender. La épica del “padre de familia sin auto”, como dice I. Molina, se resiste a ser abandonada así nomás.

Del mismo modo, todavía a los cuarenta años, cuando tengo que concentrarme por mantener cohesionadas y en paz las diversas zonas de la vida, y con eso sonreír, recibo los cascotazos del joven vehemente y sus sueños de liberación. Los sueños de inadaptación radical vs. la discreta eficacia de la adaptación. Qué mala prensa tenía la adaptación cuando éramos jóvenes, ¿no? Y qué herramienta maravillosa resultó ser.

Ahora, cuando los movimientos se leen en términos de plasticidad y adaptación, un montón de batallas sangrientas se revelan de pronto como un número de clown.

 

Tenía que terminar el trabajo sobre un guion, el último capítulo de la temporada, y ese pendiente, creo ahora, también me descolocaba. Me aboqué a la tarea, resolví con esa última escasa energía de este fin de año anticipado, y acá estoy. Así empieza a terminarse la serie que escribimos con mi amiga M. y equipo durante buena parte del año. La serie sobre un personaje oscuro y mágico… del que no puedo contar nada aún, aunque este texto no sea leído por prácticamente nadie. En el capítulo que viene se develará el enigma.

 

También debo decir que en años pasados recuerdo haberme sentado a escribir este texto en escenarios turbulentos, bajo emoción violenta, entre copas de vino, madrugadas profundas… ahora lo escribo en mi estudio, durante mi “horario” laboral.

¿Será todo esto entonces una triste canción de normalidad? ¿Por eso me cuesta? ¿Porque lo que hay para contar es la caída de las ilusiones y el ascenso final de la norma, la aceptación de todo aquello que la vida tenía preparado para mí y de lo que no pude escapar?

Ja.

 

Otra tardecita, picando ajo o cebolla, exprimiendo limones tal vez, o condimentando con pimentón, comino,  oregano y sal un pollo despanzurrado sobre la asadera; mientras escuchaba un disco de Prietto y tomaba una copa de vino rosado, pensé: podría recorrer el país contactando a pequeños productores de vinos libres; como hice en marzo, que fui a la finca del Guainmeiquer en San Rafael, y estuve una semana compartiendo la vida con él, su ritmo de producción, probando sus vinos en proceso, yendo a buscar uvas, consultando y escuchando al I Ching, embotellando, y demás. Así pero con distintos productores de diversas zonas, e ir escribiendo un libro sobre ellos. Tal vez un libro de perfiles, o no, nada que ver, mejor una ficción: tomarlos de modelo para crear con ellos una banda de super-anti-héroes anarco taoístas que tienen que salvar alguna especie de uva criolla de la extinción, o algo así. Esa es una vida que merece la pena ser vivida, pensé, con la alegría y la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Tendría que poner manos a la obra.

En el año del Mundial de Rusia, el 2018, nació Jacinta. La familia más grande y sólida, la belleza de ir viendo como se construye la relación entre hermanas (lo más profundo y hermoso que me ha tocado ver, y dudo que sea superado por otra historia); la experiencia común del equipo, el equilibrio económico, todo condujo a la compra de un auto. Un Clio rojo. Jime aprendió a manejar, y así nos convertimos en una familia con movilidad propia. Las puertas de la Normalidad se abrieron para nosotros, toda la gente conocida y sus mandatos históricos nos aplaudían al vernos entrar, con algo de sorna. De ahí a programar unas vacaciones en la costa atlántica con todos los condimentos clásicos, hay un solo paso. 

Pero entonces, a esto venía, ahora que teníamos un auto a disposición, lo tenía servido, y no se sabía cuántos otros trenes irían a pasar en esa dirección, valga el enchastre de metáforas vehiculares.  

Volví a contratar clases en una “academia de manejo2. Ocho clases con el excéntrico F., que me hablaba de su vida pasada de excesos y rocanrol mientras iba desgranando semblanzas vitales destiladas del oficio de conducir. En una de esas clases, una tarde de lluvia, me habló, mientras me hacía probar cuánto patinaba el auto por el asfalto mojado (acelerá acelerá acelerá… frená), me habló de El Campeón. Así llamaban, en Alcohólicos Anónimos, a… El Campeón. Para qué nombrarlo de otra forma.

La metáfora me caló hondo. Pero no la limitaría a una sustancia. No se trata del alcohol, me parece. Está el Campeón, nadie se mide con él, nadie le gana. Cada uno sabrá qué cara y qué gusto tiene El Campeón en el teatro de su vida.

 

Fui a sacar el registro. La primera vez fallé, me eliminaron en la primera prueba. No pude conciliar la marcha atrás. Ese día coqueteé con la idea de abandonar. Pero volví. Tres semanas después, acompañado por mi amigo N., finalmente saqué el registro. A la mañana siguiente salí con toda la familia para llevar a las niñas al colegio, para aprovechar el envión. Fue una experiencia absolutamente estresante, caótica, dramática, en el mejor de los casos irrepetible.

 

Otra tardecita, tomando un naranjo conmovedor, vinificado por el Guainmeiquer, me di cuenta: tenía que viajar a Entre Ríos a hacer una investigación de campo sobre Nicolás J. Jozami, sobre Juanele Ortiz y sobre la hipotética relación entre ambos, para empezar ese proyecto de novela (que ya mencioné en algún capítulo pasado) con una reconstrucción real, en tono de non-fiction. Realmente, salir a la ruta para elaborar algo de mi pasado, o de mis antepasados, para inventarme un futuro. Era eso...

Entonces tenía el registro de conducir, la P de principiante, pero no estaba todavía preparado para conducir en la calle. Así pasaron los meses, y el empuje de las clases y de haber sacado el registro empezó a desaparecer. Me empecé a desesperar. Lo comenté en un chat que comparto con J. y N. y surgió la idea salvadora: salir a manejar de noche. Usar las noches, con menos tránsito y sin competencia de agenda, para ganar confianza. Mi amigo N., que ya lo conocerán de capítulos anteriores en sus más diversas encarnaciones, se ofreció a acompañarme como maestro / copiloto. Así empezamos a salir, una vez por semana. Después de un par de meses, me sentí seguro para volver salir a la calle de día, con Jime al lado y las niñas atrás. Después quedaba solamente animarme a salir solo, sin copiloto. Y así llegué con Sere el domingo a la casa de su madre. El día de la inauguración de Mundial. Ecuador 2 – Qatar 0.

 

Así que desde acá escribo hoy: desde la oficina de un señor serio, estable, disciplinado. Cuando comenté en el chat mis dificultades para encarar el texto este año, J. sugirió que tal vez haya llegado la hora del silencio, y recordó que este año, en mi cumpleaños, que festejé con una terraza llena de amigxs después de años de pandemia y ostracismo, a la hora de soplar velitas, comer una horma de queso brie tibia a la manera de torta, al tener que decir unas palabras las cambié por un rato de silencio. Me había olvidado. Fue un momento risueño y subterráneamente estremecedor.

No sé. No sé si ya estoy preparado para el silencio. Me parece que el trabajo sigue siendo mantener la llama encendida de esta broma interminable, desde lugares siempre cambiantes. De hecho, esa tarde de cumpleaños, después del silencio, canté. Creo que cantar y escribir son formas de hacer silencio. De interrumpir el ruido, la dispersión, el caos. Finalmente, la aventura de la calidez, ese hogar escondido muy adentro.

Eso se puede aprender por ejemplo de la práctica de la meditación, que a priori parecería tan distinta a la de la escritura: a veces se escribe con furia, a veces con resentimiento, a veces con urgencia, a veces con desborde, a veces con cautela, a veces con serenidad, a veces con alegría, pero siempre se escribe.

Por otro lado, el remate de esta fabulita que vengo preparado y una lectura atenta reclama, es que por momentos, en esos ratos de depresión  y sinsentido (ahí donde acecha El Campeón, mi Campeón) pienso que está todo mal, que soy incapaz, porque no puedo arremeter sobre mi deseo de viajar por el país en casa rodante, ni de visitar pequeños productores de vino, ni de investigar sobre mis poetas muertos de Entre Ríos, ni irme a vivir a otro país en otro continente, ni de poner una librería-vinoteca para meditar y leer y beber, ni ninguna de todas esas cosas que fantaseo, porque puedo, mientras cocino y tomo un vinito al principio de la noche.

Pero cuando me recompongo un poco recuerdo qué feliz que soy cuando lo imagino. Y entiendo lo que me quiere decir el rulo de esta parábola taoísta: ese es el espacio que tengo. Ese es mi lugar en el mundo, mi Rosario de la Frontera, el que tengo que cuidar y cultivar.

Ese rato epifánico, donde los destinos se multiplican y se disparan.

Un lugar donde cocinar tranquilo, mientras las chicas pintan, pegan figuritas en el álbum o ven la tele.

 Después comemos. Y después nos vamos a dormir. Y mañana es siempre otro día. 

  


Monday, November 22, 2021

Una vez por año #14


Ese intervalo de silencio en medio de un llanto infantil, ese ahogo entre un estallido y el siguiente: lo que pasa entre un año y otro.

Esta vez escribo en “mi estudio”, un monoambiente que empecé a alquilar a cuatro cuadras de casa. Ahora voy y vengo, tengo a donde ir, y en el medio de cada ida y vuelta atravieso el mercado de San Telmo, como si fuera una especie de máquina, un puente tecno-espiritual que conectara los dos polos de mi doble vida: acá medito y escribo. (Escribo, entre otras cosas, la novela de la joven científica que abandona la ciencia después de participar de la investigación que demuestra por primera vez la existencia del fermión de Majorana, apremiada por una sensación de desasosiego inexplicable; vuelve a su país, a la casa de su abuela, y después de quedar fatalmente conectada a la existencia de Antony Bourdain, primero, y Gabo Ferro, después, y atravesar la muerte de ambos, se pone en campaña, contactando con grupos de magia del caos en una Buenos Aires tomada por el regreso fatal del Covid, para dar con el misterioso paradero del mismísimo Ettore Majorana, el genial científico italiano que desapareció sin dejar rastros en 1938. Me faltan un par de capítulos para terminar de escribirla por primera vez, después vendrá un proceso de reescritura, imagino.) Así que acá escribo y medito, solo, después atravieso el mercado y me convierto en el Yo que paterna y cocina, lee cuentos antes de dormir y demás. Un acuerdo sensato, cercano a cierto equilibrio. Inestable, claro. Y en el medio, un mercado. Se podría decir, en chiste y en serio: la tensión entre el oficio y el arte, de un lado, del otro, la alimentación y la familia; y en el medio el Mercado.

No es tan gracioso como chiste, así que deber ser cierto.

Por debajo de estas palabras, un silencio de aire acondicionado y el rumor de Avenida Independencia, un lunes feriado de 35 grados.

Los años se arman con meses que se arman con semanas que se arman con días. Cada mes aporta una capa de sentido novedoso, una que por sí sola no parece gran cosa, pero al sumarse doce capas el año toma una forma insólitamente distinta a la del anterior. Y entonces, en un esfuerzo denodado, de orfebrería, me siento frente a la computadora y voy tanteando para obtener alguna clave que me permita captar el ritmo secreto de los años. Supongo que al escribir y leerme los hechos concretos me distraen y no puedo hacer foco en lo que, probablemente, termine siendo lo más interesante: el cambio del humor, tal vez, del índice de esperanza.

Me pregunto cómo será mañana vivir la feria de vinos naturales/libres/de baja intervención, con estos calores; y como justo estoy adentro de esta máquina sin tiempo, advierto que la pregunta no tendría ningún sentido, ninguna razón de ser, de no haber sido porque el 1 de mayo de este año, el día del trabajador, después de mi tradicional abril sin alcohol, me junté con un amigo (que no voy a nombrar para proteger su integridad) a tomar unos vinos y me contagié de Covid. Vale aclarar, para los lectores del futuro, que tuve un Covid leve, nada más grave que un cansancio profundo y sostenido y un muestreo muy breve de toda la sintomatología asociable, un ataque de tos una noche, dolor de cabeza unas horas, pérdida de olfato para empezar. Cuando recuperé el olfato decidí premiarme, darme un estímulo para soportar el aislamiento en casa, los días encerrado en el estudio (que todavía era adentro de la casa), saliendo con barbijo, interactuando con las niñas sin poder besarlas y abrazarlas y estrujarlas. Era una noche muy fría, y como había decidido no cocinar durante el aislamiento (un poco para reducir el riesgo de contagiar al resto de la familia, también porque cocinar con barbijo puede ser muy desmoralizador: imaginen desmenuzar un pollo para una salsa y tener que reprimir constantemente el movimiento de llevar un bocado a la boca) me puse a buscar un delivery satisfactorio. Se me ocurrió pedir unos buenos guisos a la pulpería Quilapán. Mirando la carta en la página web vi que también ofrecían unos vinos que yo desconocía pero que me tentaron. Pedí un “Criollaje” de Finca las Payas. Llegó el pedido, me encerré en el estudio con mi bandeja de locro, abrí el vino, tomé un trago…

El estado de conmoción que me generó bien puede asociarse, tal vez, con haber sido el primer trago de vino después de haber recuperado el olfato. Pero no fue solo eso. Me pareció escuchar el vino, valga la sinestesia (recurso recurrente, valga la redundancia, para hablar de vinos); sentí que me llegaba un mensaje de la tierra a través del vino, sin las mediaciones que acostumbraba a percibir. Como si algo se hubiera soltado, des-codificado. Me llenó la boca, todo el cuerpo, en realidad, de un estremecimiento, algo eléctrico. Mi memoria, estimulada de pronto, me llevó de la mano, con cuidado, a aquella tarde de primavera de 2017, en el Valle Marga Marga, en Chile, con Jime (y Jacinta todavía fermentando en la oscuridad), en las viñas de los Herrera Alvarado. No recuerdo si está escrito en el capítulo de ese año, no me quiero fijar ahora, perdonen si me repito, los lectores atentos. Esa tarde, después de tomar unos vinos con Arturo y Carolina, sus hacedores (recuerdo particularmente un blanco que me llegó en una copa servida directamente del tanque de aluminio) pensé, digamos que se me ocurrió, pero no como uno imagina algo nuevo y sorprendente sino como si recordara, como si recordara una verdad muy simple hace mucho tiempo olvidada, que no hay nada más preciado que la posibilidad de volverse parte de un paisaje. Y que tomar vino, olerlo y saborearlo, ser alterado por sus efectos, que esa alteración sea risa, o ira, o inspiración o lo que fuere, procesarlo, metabolizarlo, finalmente sudarlo, mearlo o, en el peor de los casos vomitarlo, tal vez vomitarlo en esa misma tierra donde crecen las uvas que serán el vino del año que viene, y donde en algún año futuro se esparzan las cenizas de ese mismo organismo bebedor; tomar vino, entonces, es una forma sagaz y sagrada de volverse parte del paisaje.

Esa verdad muy simple volvió de pronto a mi cuerpo aquella noche de mayo. Ardiente de curiosidad me puse a buscar en internet más información sobre la Finca Las Payas, y me encontré con una gran cantidad de etiquetas que expresaban una mezcla inesperada de sabiduría satírica y anti marketing honesto, todo medio caído del mapa, como suelen gustarme las cosas a mí, una causa perdida con alegría y tenacidad. Me compré online una caja de seis vinos distintos. Los fui tomando día a día durante los últimos días del mi Covid y los primeros de la recuperación. Cuando los hube tomado todos, le escribí un mail a Santiago, el autor de esos vinos. Nunca había hecho algo así. Le hablé de mi emoción al beber sus vinos, y le conté que me habían hecho pensar mucho en términos de anarco-taoísmo.

A Santiago le llamó la atención el término, más aún porque en esos mismos días otra persona con la que había estado hablando lo había usado también. Ahí entra la casualidad: esa persona era Martín, a quien yo estaba desde hacía algunos meses ayudando con la escritura de un libro sobre vino y filosofía. Yo no tenía idea de que él andaba por ahí. Martín me contactó el año pasado y me invitó a participar de una charla que tenía preparada sobre “taoísmo y vinos de baja intervención”, lo cual implicaba de por sí una casualidad grande, digamos, un encuentro muy poco probable. Después las casualidades siguieron haciendo lo suyo, y terminamos imaginando, con Martin y Santiago una serie de acciones para pensar desde el anarco taoísmo esta forma de hacer y vivir el vino. Junto con Rosalba hicimos un fanzine llamado, sencillamente, Anarco Tao Vino. Una experiencia que me permite acercarme al mundo del vino desde un lugar lúdico y amoroso, y vaya a saber uno en qué dirección me lanzará. Por lo pronto, quiero escribir lo que me vaya pasando en esta investigación, tal vez acuñando el seudónimo de LeVin.

Lo cual no sería un hecho aislado sino parte de toda una tendencia: este año también resolví, después de un largo y fructífero e inquietante diálogo con mi amigo Lucas (también llamado Funes), que se convirtió también en estos meses en el editor de La novela de los Cambios, el libro con el que volveré al ruedo después de varios años de no publicar (de no publicar literatura “adulta” y con mi propio nombre, en marzo de este año salió “Una niña con un lápiz”, pero es para niñxs, y hace unos años salió… no lo pienso decir…); resolví empezar a firmar como Levín.

Todo, después de estos años de silencio, tiene la textura y la musiquita de algo que vuelve a empezar. O más bien que empieza otra vez, distinto.

Y para esta nueva largada creo haber decidido desprenderme de la partícula “Federico” de mi seudónimo autoral. ¿Por qué? No estoy del todo seguro, pero tiene que ver con, pensando en la identidad y la autoría, hacer un sutil movimiento que me permita empezar a des-identificar a mi supuesta “persona real” del supuesto autor que publica las cosas que se escriben acá.

Rarísimo.

Pero va por ahí.

Chau, Federico.

Justo este año, cuando nos fuimos a una casita en las afueras de Mercedes, hablando con mi amiga Jun, me enfrenté por primera vez al hecho, bastante obvio por cierto, de que mis padres me pusieron “Federico” por Federico García Lorca, y que finalmente (o bastante desde un principio, en realidad), soy escritor. Nunca lo había asociado, aunque parezca ridículo. Para mí siempre fueron dos anécdotas absolutamente disociadas. Lo burdo de esa desconexión, agravada por mi tendencia casi patológica a conectar todo con todo y a buscar y develar enigmas narrativos de la existencia, ya sea mía o de quien sea, agiganta lo sintomático de su ocultamiento.

Pero no vamos a hablar de psicoanálisis, no un 22 de noviembre. Aunque estemos hablando, de alguna manera sí, de papá y mamá. Porque mi primera reacción, esa mañana en Mercedes, durante un desayuno que se estiraba y se estiraba, mientras caminaba por la galería con la taza de café en la mano, y sentía en el talón el pegote de unos granos de arroz yamanó de la noche anterior, mientras escuchaba a las niñas saltando en la cama elástica, la parte de mi mente que no barruntaba acerca de si tenía que interrumpir el juego para ponerles protector solar o todavía no, se paralizó de angustia por un instante: cómo podía ser que, si bien me había sentido un ser libre, y había tomado decisiones tan independientes como a veces inesperadas, ahora, a los 38 años, estuviera tan tan tan cerca del punto de partida. Escalofriante. Pero se me pasó rápido, porque de un tiempo a esta parte me entrené muy bien para eludir esos caminos de la angustia.

Y después pensé que era un poco raro, sospechoso, que me hubieran puesto Federico por García Lorca, dado que ni mi padre (más bien lector de novelas, además de psicoanálisis) y mi madre (más bien lectora de Lacán y, a lo sumo, Humberto Eco) eran lectores de García Lorca.

Le pregunté a mi madre. Después de intentar hacerme creer que en algún momento de su vida había sido muy lectora de poesía y de la obra de García Lorca en particular, dejó caer, como al pasar, la verdad última del caso. Había sido una suerte de homenaje a su padre (a sí misma, en realidad, a través de su padre) que la había nombrado a ella “Adelfa”… por un poema de García Lorca:

Me miré en tus ojos

Pensando en tu alma

Adelfa blanca.

Me miré en tus ojos

Pensando en tu boca

Adelfa roja

Me miré en tus ojos

¡Pero estabas muerta!

Adelfa, negra.

Bueno, una clara demostración del sentido del humor de mi abuelo Juan M., que no solo nombró a su hija con el nombre de una planta venenosa (era ingeniero agrónomo) sino que lo hizo inspirado en semejante poema. Así fue como mi madre, mientras me gestaba, retomó el chiste y lo volvió parte de una tácita tradición. Tradición que retomé al proponer el nombre “Jacinta” para Jacinta, consciente de que, como adelfa, abrevaba en el mundo de la botánica, pero sin saber todavía que el hermano de Juan M., el escritor maldito paranaense Nicolás J. Jozami, muerto de tuberculosis a los 26 años, tenía, escondido en esa sombría “J” inicial, el nombre de “Jacinto”.

Intuyo que en la relación de mi abuelo Juan M con dos poetas, su gran amigo Juan L Ortiz y su hermano mayor Nicolás J Jozami, hay una clave para comprender el misterio de mi identidad como escritor, como mínimo, y probablemente el misterio de la figura del escritor marginal sudamericano. Por un lado, la decadencia, la urbanidad y la vida fugaz de Nicolas J, que escribía aguafuertes sobre los burdeles y la vida nocturna de Paraná (con una ternura pasmosa). Por otro, la vida contemplativa, bucólica, y la longevidad de Juan L. Los polos opuestos, los arquetipos poéticos que traccionan en direcciones contrarias pero configuran de alguna manera la imagen total del escritor. El escritor corrido del mapa, claro.

No es azaroso que el gran tesoro legado a la familia por Juan M. haya sido una gran biblioteca en la que había varias versiones del Tao te King, que fueron mi primer acercamiento al taoísmo en la adolescencia, por incidencia directa de mi hermana Ayi; y las primeras ediciones de los libros de Juanele, editados por él mismo, en los que, recién este año descubrimos con Ayi, hay correcciones de puño y letra del propio Ortiz.

Hay que hacer algo con eso.

Hay que hacer algo con eso, pensamos hace unos meses, en la casita de la Cumbre a la que fuimos con Sere, comiendo un asado con los anfitriones, mientras tomábamos un vino rosado cordobés de la cepa Isabella, cepa criolla por excelencia. Mientras Sere corría con Luisa por el jardín, ya de noche, y robaban rodajas de salamín de Colonia Caroya y jugaban con el gato Roberto, los adultos hablábamos de esas sagradas escrituras de Juan L. Durante esos días, como suele suceder con las escapadas fuera de la ciudad, me acordé muy profundamente por qué ya no puedo leer a Juan L en Buenos Aires, la angustia que me provoca el contraste entre sus palabras y la vida que hemos elegido o la que nos ha tocado (un poco y un poco, probablemente) en esta ciudad. Durante esos días, de belleza erizada y siestera, hablamos de Juan L y su poesía, leímos a Mary Oliver, me tiré en el pasto para mirar el cielo desde el punto de vista de la Tierra, escuchamos música, mucha música, con Lucía, librera y anfitriona de dulzura y eficacia ancestral, y con él, que ya era uno de mis músicos favoritos de estos últimos años antes de que lo conociera, y resulta que también se llama Federico, aunque no tengo idea de por qué le habrán puesto así.

El jacinto, por supuesto, aparece también en la obra de García Lorca, precisamente en la última estrofa del tremendo “Pequeño vals vienés”:

 En viene bailaré contigo

Con un disfraz que tenga

Cabeza de río.

¡Mirá que orilla tengo de jacintos!

Y así fue como, yo que fui nombrado Federico por García Lorca y a los doce o trece años decidí ser escritor, recién con 39 años cumplidos llegué a la obra del poeta español, y entrando desde afuera, a través de las menciones de Leonard Cohen, quien nombró “Lorca” a su primera hija, y que de hecho tiene una maravillosa canción inspirada en una adaptación del pequeño vals vienés: “Take this waltz”.

Canción que, en un noble rulo de traducciones, el músico español Enrique Morente versiona de manera sublime, y yo ahora mismo escucho, y lloro, como hago casi siempre, a veces unas lágrimas sueltas, a veces un llanto desatado, siempre con un sutil estremecimiento; y nunca lloro por la misma exacta razón, el motivo del llanto se va desplazando en la oscuridad, nunca lo encuentro en el lugar donde lo dejé, pero de todas formas siempre tiene algo que ver con las vueltas del destino, los rulos, los bailes inconscientes, las tradiciones tácitas y el súbito develarse del paisaje que habitamos y nos bebemos y nos devora a la vez.

Porque no creo que haya nada místico, digamos, sobrenatural, en el encadenarse de “casualidades” que muchas veces dan forma a lo que termino considerando narrable, sino que es la percepción de la naturaleza procesual de todo lo vivo.

El compost de escritura.

Es terrenal, absolutamente terrenal. Es sagrado solo porque se refiere al punto donde confluye lo cósmico con lo íntimo, pero no porque implique ninguna existencia “superior”.

Por eso decimos, los anarco taoístas, que el vino no es la sangre de ningún hijo de dios: es, jajaja, la risa de los mortales.  


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