Thursday, November 23, 2023

Una vez por año #16

Dicen que todo empezó en una cortada pintoresca, de casitas de estilo inglés, en la ciudad de Rosario, llamada Pasaje Monroe. Este año (si consideramos como un año el lapso que va de un capítulo a otro de esta novela balbuceada) pasé por la puerta de esa casa con mi hermana A., cuando ella todavía vivía allá, reviviendo la mítica decisión, esa bisagra: ¿Rosario o Buenos Aires? De esa primera mudanza, de la que obviamente no me acuerdo nada con mi memoria propia, sabrá el lector atento de estas páginas, me traje el ser de Ñuls, y quien sabe qué otro eco fantasmal.

Ahora Jime me escribe que encontró un plastificador que cobra 120 solo pulido o 260 con hidrolaqueado y puede venir el sábado…; porque ayer finalmente firmamos el contrato y hoy, una vez terminado este texto, me zambulliré en otra de esas aventuras tempo-espaciales indescriptibles.

Ese primer destino fue un departamento en la calle Olazábal, del barrio de Belgrano, espacio que suele oficiar de promedio, punto medio o negociación salomónica para parejas que se juntan en Buenos Aires llegando desde puntos distantes. Pero mis primeros recuerdos son de la casa siguiente, en calle La Pampa. Ahí donde recuerdo a mi padre correr por el living y saltar y golpear el techo con los goles de Maradona en el 86. El siguiente episodio que recuerdo claro en ese escenario es precisamente el de empezar a irnos de ahí: mi madre midiendo ese mismo living con pasos largos, junto a una persona de una inmobiliaria: siente metros y medio, medía.

Yo tendría seis años, poco más que los que tiene ahora Jacinta, que escribe en papeles sueltos: “soy jacinta me voy a mudar”. Es probable que alguna imagen de estas, de cajas que se amontonan, de objetos que se cargan y descargan, se pegue en su memoria con un pegamento voraz, de adhesión total, pero es imposible adivinar cuál: qué segmento será el elegido y por qué razón, del mismo modo que aquel momento anodino de medir el living para poner las medidas del departamento en el aviso de venta del departamento se me grabó para siempre.

De ahí al departamento de Zapiola, mi habitación chiquita con el mueble lleno de juguetes que un día decidí vaciar para hacer espacio para mi estudio de transmisión de partidos de fútbol imaginados. El balcón de tercer piso contrafrente, desde el que con mi hermana V. una tarde empezamos a arrojar regalos a un niño que cumplía años en la casa de al lado. ¿Cómo se llamaba el niño? ¿Qué edad tendrá ahora? El chico festejaba su cumple con amiguitos en el patio de su casa estilo colonial, y empezaron a lloverle regalos con cartitas a nombre de Papá Noel. Creo que esta historia ya la conté en esta novela, pero como hace años que no la releo no lo recuerdo. Seré tal vez como esos viejos que empiezan a contar una y otra vez las mismas anécdotas. No deja de ser un procedimiento bastante interesante, eficaz: tal vez el aparato narrativo decanta naturalmente las dos o tres piezas sobre las que la memoria y la lengua se dedicarán a trabajar artesanalmente durante años, hasta raspar el secreto que las anima. Ahora ese chico, que nunca supo de donde venían esos regalos misteriosos, que a pedido de sus padres tuvo que gritar al cielo (por su seguridad y la del resto de los invitados) “gracias papá noel, no quiero más regalos”, debe ser un señor más o menos de mi edad.

¿A qué se dedica? ¿Se acuerda de esa anécdota? ¿La cuenta una y otra vez, puliéndola y transformándola con el correr de los años?

Tal vez Internet sea la herramienta para saberlo: podría iniciar una campaña para encontrarlo. Buscamos al niño que recibió regalos del cielo durante un cumpleaños de siete u ocho años, hace tres décadas, en una casa en el barrio de Belgrano.

¿Y qué va a pasar cuando nos reencontremos? ¿Nos devolverá los regalos? ¿Pedirá más?


Dar de baja internet en la casa de la que nos vamos, contratar internet en la casa a la que llegamos, llamar al pintor, pulir los pisos, poner los servicios a nuestro nombre, embalar.

Voy a confesar ahora que en un momento tuve la fantasía de convertir este capítulo en un relato que conectara todas las mudanzas de mi vida. Pero no se trata de eso. No funciona así.

Simplemente no sé cómo funciona, y solo entonces funciona.

Es un ritmo indescifrable: imágenes, frases, anécdotas, fragmentos, van y vuelven como el parpadeo de un bicho gigantesco visto desde adentro. No es hacer memoria, es percibir el ritmo con el cuerpo para entrar a tiempo con el canto.

Pero se puede intentar y fracasar, como siempre, y componer un estribillo simple con astillas: Pasaje Monroe, Olazabal, La Pampa, Zapiola, O’Higgins, Avenida Corrientes, Charcas, Boulogne Sur Mer, Troilo, Jovellanos, Tres Arroyos, Aristóbulo del Valle, Defensa, Perú, Piedras.

Nombres apilados, despojados de sentido.

¿Quién no ha escrito alguna vez un cuento sobre una mudanza? Habría que compilarlos todos y guardarlos en una caja de cartón.


No logro sentarme por completo ahora, a escribir esto, entonces el tiempo es todavía sólido en lugar de auditivo, y no entra todo el año en un día, y no entra todo el día en una voz.

Mientras escribía Antipartícula fui detallando en papelitos de colores que después enchinché en un corcho las distintas operaciones temporales que uso para contar el paso del tiempo al narrar.

El paso del tiempo, y disponer del tiempo necesario para intervenirlo con la escritura es evidentemente un problema. El gran movimiento, ya lo aprendimos, es tener problemas con los que uno puede convivir. Ahora, por ejemplo, tengo que salir a buscar a Sere porque la madre finalmente no llega, a Jacinta para traerla a bañarse al estudio donde yo debería trabajar, porque cortaron el gas en casa, etc. En el mismo preciso momento en que me imaginaba dejándome caer en remolinos temporales narrativos que me requieren entero. Qué problema. Primero me enojo con el problema, pataleo, busco culpables, hago berrinches. Después me acuerdo del movimiento, el arte marcial interno, de acercarme (hacer-carne?) al problema un poco más para percibir su ondulación, para codificar su información, para entrar en el baile. La escritura entonces se enrosca, se pliega, no se exhibe, porque es un arma y no tiene sentido andar exhibiendo armas en medio de la batalla. Es así, y que valga para la batalla cultural también, ahora que estamos pensando en eso: las armas se usan, no se muestran.

Admitir que “es una batalla”, en el campo de la vida con otros, es como cuando uno acepta “es un problema” en el campito íntimo de la vida psíquica física espiritual.

Es un problema: acá está. Vamos a bailar entonces.


Ahora Jime la baña a Jacinta, Sere camina a mi alrededor mientras espera su turno y yo escribo esto.

El que escribe no está parado, quieto, mientras señala un pizarrón detrás suyo donde se proyecta el paso del tiempo. El que escribe está en el remolino. Ahora mismo siento una contractura que se despliega y tironea en la cintura, sobre la cadera derecha; también ganas de llorar, dolor en los intestinos. Es el año que pasó, con todo los años contenidos en sus pliegues; es el pozo al que me asomo. Pero me asomo y no hay nada, no es algo exterior a esto que habla, es el entramado que me sostiene el cuerpo que sostiene este enunciado.


A Sere le llama la atención, le gusta la pizarra de corcho que está, efectivamente, a mis espaldas. Y donde tengo, en efecto, enchinchados los cuatro papeles con las cuatro operaciones temporales que mencioné un poco más “arriba”.

Ahora Sere se baña y Jacinta, cubierta por una toalla, con olor a jabón, está parada al lado mío y pregunta: papi, ¿estás escribiendo?


1. Suspenderse entre causa y efecto. Detenerse en medio de una cadena de eventos y contar desde ahí. Lo llamo, a veces, para saludar a mi querido amigo y maestro A.S., “la piedra que lanzaste todavía no cayó al agua”. Así, por ejemplo, recuerdo que en el capítulo del año pasado, decíamos que la Selección Argentina había perdido contra “los árabes saudíes” y ya veríamos si eso era el comienzo de un fracaso estrepitoso, o la anécdota inicial de una gesta épica. Si bien al ser leído en esos días esa oración podía vibrar solamente con la ansiedad de la incertidumbre, una vez contestada la pregunta por el tiempo, se hincha de información, de sensaciones. De gritos, del cuerpo de uno convertido en el padre que corre por el living y salta para golpear el techo con los goles de la final. Besos en los semáforos, la melodía de “Muchachos”, los días, las semanas en que estuvimos juntos; la claustrofobia y el goce combinados de estar rodeados por millones de personas eufóricas, estar eufórico. Invitar a un montón de gente a ver la final y terminar viendo la final solos, juntos en pareja, con Jacin encerrada en el cuarto viendo una película en la compu (ahora le pregunto, Jime dice que era “Frozen”, pero creo que se confunde con otro partido, Jacinta zanja la discusión: era “my little pony”); recordar su enojo desconcertado al vernos llorar agarrados a la reja del balcón, insultar a los gritos, volver a reír, abrazarnos como locos, como locos. Y después, cuando le dijimos que Messi iba a recibir la Copa, entonces sí, rendirse ante la perfección del relato épico, cerrar la compu y venir con nosotros a ver lo que estaba pasando ahí en la tele, esa coronación poética, esa descontractura masiva radical. Y los meses posteriores, durante las vacaciones de verano, los vecinos cantando “Muchachos” hasta la madrugada, los chicos y las chicas pateando penales en la playa, los arqueros haciendo sus primeros juegos psicológicos. Y después: el tiempo que pasa. Y los juegos psicológicos. Todo condensado, sin ser dicho, en un párrafo que, en lugar de mirar para atrás y evocar, se planta en el presente e invoca.

¿Pero y la ansiedad? ¿Es una fuerza que hay que canalizar, o un error a corregir? ¿Qué información viaja en esa proyección muscular hacia un futuro inexistente? Siempre estuve “en contra” de la ansiedad, intento combatirla, o frenarla, o amaestrarla. Pero ahora pienso, por ejemplo, en toda la sabiduría-narrativa derivada de la búsqueda de la adivinación. Tal vez cabría suponer ahí a la ansiedad como motor del conocimiento; la búsqueda frenética de información en el presente, de patrones de transformación a lo largo del tiempo, que permitan anticipar algo del futuro. Entonces se puede pensar el ejercicio de inyectar ansiedad en párrafos, construir oraciones con la sintaxis de la necesidad de saber, la incertidumbre urgida. Cuando se lea este capítulo en el futuro, a medida que pase el tiempo se irá transformando la textura de esta pregunta: ¿qué pasará con nuestro país, gobernado por su flamante presidente? ¿Estamos ante un nuevo despliegue del horror? ¿O solo se tratará de un gobierno fallido, cuatro años más de crisis y espiral descendente?

2. Mamushkas. El relato adentro del relato adentro del relato. Un ejemplo: yo estoy acá, puro presente. Le cuento, por ejemplo, a Serena, la historia del día en que le tiramos regalos a un niño desconocido que cumplía años. El párrafo que narra esa anécdota, en el papel, digamos, tiene el mismo estatuto de realidad que el párrafo que me narra a mi y a ella acá. Sin embargo en el segundo párrafo el tiempo puede estirarse, saltar de esa escena a una escena posterior, abarcar los días siguientes, incluso semanas o años. En ese recorrido, el narrador puede cruzarse con otro personaje, por ejemplo con el señor en que se ha convertido ese niño desconocido, y aquel contarle otra historia. Los párrafos de esa historia, igualmente reales y presentes que los anteriores, se ajustan a otra temporalidad: tal vez empiecen en aquel cumpleaños misterioso y cuenten la historia de cómo fue aquella semana, que terminó en otra sorpresa: la revelación, por parte de sus padres, de que Papá Noel no existía. Una serie de discusiones posteriores entre ellos, ininteligibles a los ojos del niño, y después una traumática separación. Puede que ahí termine su relato, pero puede también que continúe, que se adelante en el tiempo incluso más allá de la escena en la que me lo narró a mí, y de hecho que supere también el momento cronológico en que yo le estoy contando acá, a Serena, en el puro presente, la historia con la que empezó el hipotético texto.

De todos modos Serena ya no está acá, porque una vez que se bañaron las dos nos vinimos a casa, para que Jime se vaya a su clase de cerámica y mientras esperamos que pase la madre de Serena a buscarla, si es que eso finalmente sucede. Aprender a vivir, y escribir mientras tanto, aunque el futuro sea incierto, he ahí un gran aprendizaje de esta última década de mi vida. Doloroso aprendizaje, pero tan útil finalmente.

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Escribo en el cuarto del fondo de esta casa de la que ya empezamos a irnos, el espacio que era mi estudio en la época de la pandemia, donde escribí esa serie llamada El Presidente (que ayer el tipo de la inmobiliaria me dijo que la vio y le encantó), mientras Sere aprendía a leer y escribir, todo en el mismo espacio. Eso ya pasó. Ahora, justo ahora, quiero tomar una cerveza.

Algunas novelas de Pynchon tienen (y creo que incluso basan su estructura en) un manejo extraordinario de esta operación.

3. Alternar en paralelo diferentes recortes temporales. Esto es más claro cuando se da alrededor de un mismo hecho, o cadena de hechos. Por ejemplo: narrar el día en que firmamos el contrato de alquiler de la nueva casa, cómo fuimos, después de la firma, con Jime, Sere, Jacinta y la dueña, a ver la casa. Las siete cuadras de caminata al atardecer, por un San Telmo donde se siente como en ningún otro lado de la ciudad el estallido del fin de año, la destrucción del tejido social y la festiva reconquista del presente. Cómo llegamos a la casa ya de noche, y recién entonces la señora dueña confiesa que no sabe si tiene las llaves indicadas. La tensión que se disuelve cuando la llave finalmente gira en la cerradura, como en aquel legendario programa de TV. Conocemos la casa vacía, oscura, probamos las hornallas, las canillas. La dueña nos presenta a las vecinas: una extraña señora aferrada a un enorme manojo de llaves, por un lado, una joven madre soltera de dos hijos, por el otro, todo en penumbras. Finalmente, el traspaso de llaves, de la dueña a nosotros. Una última cuadra que caminamos juntos, y las lágrimas de ella, inesperadas.

Al mismo tiempo, narrar los últimos meses, desde que nos pusimos a buscar casas en Internet hasta el presente de la firma. Cuando descubrimos que casi no había lugares disponibles que coincidieran con nuestra búsqueda. El momento en que los dueños de la casa en que vivimos nos avisan que no nos van a renovar el contrato. Cuando entendimos que los pocos inmuebles potables no se iban a alquilar efectivamente porque los dueños estaban esperando la resolución respecto de la nueva Ley de Alquileres. Cuando se estableció la nueva Ley de Alquileres y creímos que se había resuelto el problema y podríamos ver y elegir y alquilar una casa donde vivir antes de tener que abandonar la casa en la que vivimos, pero nos enteramos que los dueños entonces estaban esperando las elecciones Primarias para ver que pasaba con el dólar. Y cómo después esperaron las elecciones generales, y después, cuando finalmente logramos ver una casa y nos convencimos de que era la indicada, y estábamos por firmar, la firma se pospuso, y el balotaje presidencial se interpuso, y ganó un candidato que, una vez electo, dijo que derogaría la Ley de Alquileres. De cómo pensamos que entonces se había caído la firma y nos tocaba atravesar una catástrofe práctica e inmediata, pero al final no: el martes posterior a las elecciones nos llamaron de la inmobiliaria y al día siguiente llegamos al momento presente de la firma. En paralelo podríamos contar, por ejemplo, todas las mudanzas de mi vida. O bien todos los cambios en la regulación de los alquileres en el último siglo en la Argentina. Si se intercalan estos recortes, empleando en cada uno de ellos la misma cantidad de oraciones, en caso de que sea posible la misma cantidad de “información”, es probable que se logre, si no una traducción fiel del paso del tiempo, al menos una versión honesta, de textura semejante a la del modo en que el tiempo pasa. Aunque “pasa” no es la palabra. Y una vez que se tiene ese cuerpo vivo, es cuestión de construir los vasos que comunican entre sí los planos temporales para tener una artesanía sofisticada que permitiría, llegado el caso, probar cosas respecto del paso del tiempo. Poner a prueba hipótesis. Es, digamos, la ingeniería del escenario donde poner a actuar patrones de fenómenos vivientes, donde emplear la escritura de ficción para, entre otras cosas, adivinar el futuro. Digo “ficción” por decir algo, está claro.

De todas maneras, la precariedad, la consciencia de la fugacidad y la impermanencia que se devela en cada mudanza, especialmente para los inquilinos, es uno de esos palazos que sirven para ir acostumbrándose a la naturaleza de nuestro paso por el mundo.

Así que hay que agradecer. Y seguir contando.

4. Angostar el recorte aumenta la velocidad del relato (flujo/canal). Si cuento todo lo que me pasa en el día, puedo contar, por ejemplo, un día en diez páginas. Si cuento solamente lo que me pasa respecto de la vida laboral (angosto el recorte) entonces un día me puede llevar una página. De esa manera tan simple se puede jugar con el cambio de velocidad tan propio (pero difícil de describir) de nuestra experiencia del tiempo. Alguna vez me dijeron que algo así pasa con el tránsito de la sangre por las venas, y el efecto de la constricción o dilatación de los vasos que puede generar, por ejemplo, un dolor de cabeza que imposibilite la tarea de escribir, como me pasó ayer cuando intenté escribir este texto en su fecha correspondiente. Pero también, esto de la velocidad dada por la proporción entre cantidad de flujo y ancho del canal, se estudia respecto de los métodos de riego, me contó mi amiga C., con quien nos reencontramos justamente en este capítulo. En algún capítulo de hace como diez años la debo haber mencionado porque pensamos, alguna vez, hacer de esta novela mutante un libro digital que crezca en la biblioteca del lector. Angostando el canal del relato, acelerando partículas narrativas, viajamos desde aquella hipótesis nunca concretada hasta este año, mes de agosto tal vez, en la FED. Allí, entre miles de personas comprando y vendiendo, 300 stands de editoriales más o menos independientes, nos reencontramos con C., como se reencuentran dos náufragos. No se me ocurre otra manera de explicarlo. Esa era la sensación. Nos preguntamos cómo andábamos. Hablamos de cómo y dónde estaba flotando cada uno después del naufragio. Y nos encontramos, ahí mismo, como a la intemperie, con verdadera sensación de intemperie, pensando en una editorial. Un proyecto compartido. Después nos reunimos en una cervecería de San Telmo y ella llegó desde Agronomía cargando una piedra. Una piedra real, tangible. Con su peso, su tiempo reunido, su elegancia indolente.

Hay una piedra.

Digamos, más allá de que todo pase, y que pasa de modos tan inaprehensibles, de que cada uno carga con su naufragio y sus barcos hundidos, más allá de todo esto y aquello, hay una piedra.

También hay tijeras, papeles. Hay agua, claro, como en todo naufragio, pero hay una piedra.

De pronto, muchos experimentos temporales/materiales encontraron cuerpo al abrigo de la editorial, aunque sea todavía poco más que una idea. Mucho más. Aquella investigación que incorpora a Juan L. Ortiz y sus ediciones de autor que tenemos acá, corregidas por su propia mano, y su hipotética relación con el hermano de mi abuelo, Nicolás Jozami, de la que hablamos en capítulos anteriores, podría encontrar un canal eficaz en un proyecto editorial de esta clase. Un canal de riego.


Esto es nuevo: la posibilidad de habitar imaginando un proyecto de escritura, sin estar ubicado en el lugar del escritor. Cambiando la temporalidad del creador, muchas veces ansiosa, arrebatada, urgida de llegar al final, por la temporalidad del investigador, que tiene que, sí o sí, acoplarse a la velocidad de los hechos que está investigando, sean del pasado, del presente o del futuro.

Hace poco hablé de esto con mi psicoanalista. El trabajo de encontrar caminos que den marco, que recorten el infinito de posibles de la neurosis, para desarrollar trabajos que sean con el tiempo.

Este año acuñé un talismán sintáctico que muchas veces me auto-ayuda, dice así: el tiempo pasa. Es de lo poco que sabemos: pasa. Entonces, todo plan que se vea beneficiado por el paso del tiempo, es por fuerza un buen plan; y todo plan que se arruine por el paso del tiempo, es un mal plan.

Sí, además de escribir este tipo de cosas, voy y hablo con un psicoanalista. El mismo con el que fui cuando tenía 20 años, hace más de 20. Este año “volví”. Nos sorprendimos de que yo ahora soy mas viejo que lo que era él en nuestro encuentro anterior. Esos golpes de efecto nunca fallan.

Cómo pasa el tiempo.

Sí.

Pasa el tiempo. Y cómo.

Este año, por ejemplo, tuvo también un invierno. Aunque durante los finales de noviembre en que se escribe esta novela uno tenga serias dificultades para evocarlo, lo cierto es que hay otro momento en que es invierno. Hace menos de una vuelta al sol, hizo frío.

Qué rápido se acostumbra uno a desacostumbrarse.

Esta vez nos fuimos de vacaciones de invierno, a la costa atlántica. La primera noche que estuvimos, se desencadenó una ola polar implacable. Hacía mucho mucho frío, y nosotros estábamos dando vueltas por el centro, temblando. Nos sentamos a comer el cualquier restaurante calefaccionado. Cuando volvimos al hotel, ya tarde, las chicas se tiraron a dormir sin sacarse ni siquiera la ropa. Estaban cansadísimas, y tenían frío. Entonces, si bien estaban cansadas y de mal humor, y hace un rato se habían peleado por alguna cosa de hermanas, se acostaron en la misma cama y se abrazaron. Para darse calor. Al verlas me pareció entender, por primera vez en toda una larga vida de pensar pavadas, que el cariño tiene que ver con darse abrigo, compartir el calor. Tan simple y básico como eso.

No tiene nada que ver con nada de lo que venía escribiendo, pero lo quería contar.


Es una pena que los fines de noviembre vengan ahora siempre acompañados de Mundiales, Elecciones, Mudanzas. Me complican mucho la tarea. Pero es lo que hay.

Ahora, ya mismo, nos estamos mudando. Estamos mudando, el equipo está activado para hacer frente a la tarea titánica de representar de manera física un caos de duelos microscópicos. El jueves que viene vendrá el camión a trasladar las cosas, pero ahora ya nos estamos mudando. Ya los días tienen otra textura. Con Jime tenemos la premisa de que ella se encarga del espacio y yo del tiempo, cada uno con su obsesión. Somos conscientes de que mudarse, mudar una familia así, es un problema que no hay que subestimar, y lo encaramos con esmero y atención, pero aún así es difícil. Después se empieza a aflojar la estructura de las horas, se abandonan todos los hábitos, los rituales, se empacan los intersticios en los que cada uno se refugia. Hasta que no queda refugio. Entonces se flota. Flotamos. Cuando uno se cansa lo sostiene el otro. Nos acompañamos, hasta dar con tierra firme. Y una vez ahí, empieza una historia nueva. Que es una historia distinta para cada uno, se multiplican los finales y los comienzos. Pero en tierra firme empiezan las historias nuevas, y el tiempo se vuelve a poner en marcha. De esa manera tan rara.

Ahora va a pasar el tiempo, y en el mejor de los casos el año que viene, a esta hora, nos volveremos a encontrar. En otra casa, en un país muy distinto, quien sabe en qué mundo.

Pero al menos tenemos la certeza de que este texto nos seguirá encontrando, para sopesar la dimensión de nuestro naufragios.






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