Saturday, November 22, 2025
Una vez por año #18
Ahora que ya no soy joven, los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos.
El mayor riesgo de la auto-ficción es el auto-aburrimiento. Este proyecto de novela autobiográfica en capítulos anuales intenta conjurar ese riesgo mediante la administración en dosis homeopáticas. Cada 22 o 23 de noviembre tengo este ataque de mismidad abierto al público, me retuerzo de mí mismo hasta la caricatura, hasta la vergüenza y me abandono; entonces resulta hasta ligeramente auto-curativo. Es lo que enseña Sicorsky sobre el cuerpomental: la caricatura es una estrategia para descubrir lo que está crispado, y una técnica para desactivar la crispación por saturación.
Así me saturo en un día y vuelvo al mundo, hasta el año que viene, pero todavía falta.
Hay otras formas de conjurar el auto-aburrimiento. Por ejemplo, me da la impresión de que “ahora que ya no soy joven, los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos” no es algo que dice Yo, sino más bien un personaje de una película o de una novela. ¿Qué personaje podría decir algo así? Como respuesta a esa pregunta, en ese vacío, aparece alguien. O sea: no sea trata de crear personajes “de cero” y después inventar “cómo hablan”, sino de buscar eso “que habla”, y descifrar qué clase de humano hace posible a su alrededor. El hablar no es una creación de la mente, lo vemos diariamente al sentarnos a meditar, sino que la menta capta, como un filtro, o un radar, las habladurías, y las procesa como puede. Ver pasar los pensamientos como si fueran nubes, es una forma de decirlo. O dejar la radio prendida e irse a la terraza. Todas estas imágenes también refieren al hecho de que el lenguaje es un virus: fíjense cómo esos bloques sintéticos se contagian y van pasando de cuerpo en cuerpo. Los más capaces, aquellos que son atentos al lenguaje e intentan no dejarse engañar por las palabras ni repetir lo que escuchan, logran hacer con esos bloques algo distinto, retorcerlos, combinarlos de formas absolutamente, digamos, personales. Por eso, en tiempo de viralidad lingüística tan extendida, es tan usual este agravio: repetís como un loro. Porque enfrentarse al hecho de que, lo que uno hace con las palabras, incluso lo que estoy haciendo ahora acá, no es tan distinto a la simpática pirueta sonora que hacen esos pajarracos improbables, puede ser muy desmoralizante.
“Ahora que ya no soy joven los años son cada vez más cortos y los días cada vez más largos” lo puede decir alguien parecido a mí en cuanto a la constitución general, un tipo de cuarenta y pico, con hijos, de clase media, sudamericano, pero muy distinto en lo vocacional y profesional: se dedica a una sola cosa, se ha especializado, y vive en la tibieza de la repetición, no se ve empujado por fuerzas desconocidas a cazar lo desconocido cada vez. Qué suerte. A través de esa envidia solapada, la famosa envidia sana, digamos, constructiva, lo empiezo a delinear. Esto sirve para los primeros pasos: si se mantiene la dinámica especular, esa simetría invertida entre el personaje y yo, rápidamente puedo volver a caer en el auto-aburrimiento.
Entonces, si el lenguaje es un virus, el que escribe debería comportarse como un virólogo casero, amateur, que prueba la enfermedad y diseña los remedios en su propio cuerpo.
Hoy es feriado, escribo todavía en el silencio espectral de estar rodeado de personas durmiendo. Ya me tomé el vaso de agua con limón, el primer paso. Ahora me voy a bañar. Qué largos son los días. En un rato vuelvo.
Mientras tanto, las palabras. Las palabras, las palabras.
Tanto cuando nació Serena como cuando nació Jacinta fantaseé el mismo plan: escribir en un cuaderno las palabras que van logrando decir, cada una, en orden de aparición. Parece un proyecto de realización simple, que permitiría una comprensión cabal del modo en que el lenguaje se desarrolla y articula en una persona, pero creo que es imposible. Ahora se me ocurre el mismo plan pero al revés con mi padre: anotar las últimas palabras que va teniendo a disposición, e ir tachándolas. No lo pude hacer con ellas, y ya voy viendo que tampoco voy a poder con él. Calculo que la atención al cuidado, tanto de unas hijas bebés como de un viejo demente, dificultan o quizás directamente imposibilitan un plan tan teórico. O puede que haya otra explicación.
Tal vez las palabras tengan sus mecanismos, imposibles de captar por el oído humano, para evitar dejarse capturar, para evadirse, como un bailecito. Porque los humanos, sus organismos anfitriones, intentan usarlas para algo incorrecto: para develar el Misterio. Diría: la poesía es la disciplina que en lugar de usar a las palabras para organizar respuestas o explicaciones del Misterio, las usa para presentarlo. Donde la filosofía, la ciencia, la política, la religión, intentan encontrar las palabras que respondan, la poesía muestra el modo en que las palabras recubren la pregunta, la cuidan. Entonces el estilo, la poética personal, es la actitud con la que cada quien enfrenta la presentación del Misterio: algarabía desatada, incomodidad, perplejidad, miedo, hambre. En fin.
Ya me bañé y tomé un café (recalentado). Después viene: poner ropa a lavar, aprovechando que está soleado, lavar los platos, colgar la ropa, preparar café nuevo y así sucesivamente. Este año me volví dependiente de la anotación de las tareas diarias en estos papeles rectangulares con renglones, no recuerdo cómo se llaman. Lo cierto es que todos los días lo primero que hago es anotar todas y cada una de las cosas que tengo que hacer en una de estas papeletas. Remarco que es lo primero que hago: o sea, es lo único que no entra en la papeleta, que queda afuera del índice del día. Después, por supuesto, cada tarea hecha, se tacha: satisfacción, alivio. Muchas veces, a lo largo del día, según lo que me van dando ganas de hacer, voy moviendo de lugar los puntos en la papeleta, como sucede con el índice cuando escribo libros.
¿Cada día es un libro, dice el Personaje? No, no quiero que sea escritor. Quiero que se dedique a otra cosa. Creo que se dedica a algo vinculado, cuándo no, a la gastronomía; por ejemplo, es técnico de alimentos, y se dedica a crear vermuts.
Debe haber sido este año (¿este año, recién? ¡Qué largo!) que dejé de resistirme a mi tendencia a escribir sobre asuntos gastronómicos. Recién se publicó el libro sobre el vino, del que les debo haber contado en el capítulo pasado, ahora empecé (no le digan a nadie, todavía no puede saberse), uno sobre el humo, el ahumado y los ahumadores. Creo haberme reconciliado con la idea del “kiosko”. Como quien dice: bueno, hago esto hace mucho, he pensado mucho al respecto, tengo algunas cosas para transmitir, podría darle forma al kiosko, como una especie de especialidad (pueden notar por lo trabajoso y árido que se pone el fraseo, lo que me cuesta asimilar esta idea). Pero entiendo que es el camino. Como parte de la construcción de una cierta, por fin, estabilidad, en lo laboral, económico, etc. Parece un hito de la, por fin, madurez. Ya no soy joven... Me cansa vivir continuamente a la intemperie. Y lo contrario a la intemperie es, claro, el kiosko. Un pequeño lugar-certeza a resguardo, donde vender cada día los dulces que pagan las cuentas y fijan la identidad. ¿Será posible? Así como en al amor, con la caída de la juventud, hemos pasado de lo excitante de la caza y la recolección a la delicada belleza rítmica de la siembra y la cosecha, bueno, también en lo laboral podría dar el paso a la agricultura. ¿Será que cada día cada uno recorre la historia del género humano de punta a punta? Será que por eso son tan largos los días.
Si el personaje elabora vermuts, trabaja de eso, y le dedica toda su atención, esmero, creatividad, pone en esa tarea sus desvelos y sus sueños, probablemente también use estas papeletas para guiar sus jornadas. Y cada día anote sobre estos renglones las variaciones de la receta en la que está trabajando. Para un litro de vino blanco, una cucharada de azúcar, 8 gramos de tomillo, dos gramos de ajenjo infusionado en alcohol… y así. En las papeletas pueden leerse, tachadas, las actividades del día, y sin tachar las sucesivas versiones de cada receta.
Tal vez la historia esté contada así, mediante la sucesión de recetas que van sedimentando.
¿Cómo fue que llegué a esto? Creo que en algún momento la energía que dispongo cada día para escribir lo que tengo que escribir, y la enorme cantidad de energía volcada a la resolución del enigma acerca de “qué comemos hoy”, se engancharon y produjeron un remolino que me dejó anonadado. La alianza de esas fuerzas, como parte de un diseño eminentemente económico, se volvió modélica. Si escribir y cocinar, escribir y beber, por ejemplo, dejan de competir y empiezan a empujar en la misma dirección… Lo que me sorprende es haberme sorprendido con esto recién ahora. ¿Esto es así, o me estoy engañando? Invito al lector atento a releer los capítulos anteriores para verificarlo. Igual no me voy a enterar. ¿O sí? ¿O produce en mi, de una manera inexplicable, un efecto el diálogo que estoy teniendo con vos, lector, mientras leés? ¿Podría ser que mi día, tal vez mi año, dependa de lo que estás rumiando sobre la lectura, ahora mismo? Ojo.
Ya lavé los platos. ¡Qué tarea maravillosa! Otro gran descubrimiento del paso del tiempo. Literalmente, un descubrimiento: una joya que ha estado cubierta y se va develando por el oleaje de los años. Claro, tienen que estar dadas ciertas condiciones. Hay que tener las herramientas indicadas: buen detergente, una esponja con el grado necesario tensión y retención, tal vez guantes. Esa película de Wenders sobre el tipo que limpia baños, creo haber entendido que trata de eso: de cómo cualquier tarea, realizada con las herramientas indicadas, puede propiciar un estado de presencia plena. Otro factor importante para el lavado de platos es la música de fondo: elegí un disco que vengo escuchando mucho estos días, de Sons of Kemet. Hace meses que me vengo acercando a una intuición muda y muy poderosa que me ha acompañado toda la vida: me fascina la música con raíz religiosa. Si bien no me resulta sencillo conectar con las religiones mediante el texto y su formulación conceptual, soy plenamente religioso (sea del credo que sea) en lo musical. Klezmer, gospel, el jazz afro-futurista de Sun Ra o Alice Coltrane, el Grupo Argentino de Mantras Criollos, el disco de Keith Jarret sobre composiciones de Gurdjeff, toda música que se proyecte, que se entregue al misterio de lo sagrado, me conmueve profundamente. Entonces, si suena Sons of Kemet y friego platos con las herramientas indicadas, sin apuro, sin creer que lo debería hacer otro; si friego los platos sin pensar en que podría estar haciendo algo mejor, si no intento ser el mejor lavador de platos del mundo, si no ambiciono un lavado perfecto, sublime, si simplemente friego cada plato, cada vaso, cada cubierto a la vez… Estoy acá. Íntimo y cósmico.
Terminé de lavar los platos, puse la ropa también a lavar, y como las chicas ya se habían levantado, abandoné mi estudio, en el centro mismo de la casa, y me vine al estudio de Jime, en el entrepiso. La convivencia es una gran maestra: puede enseñarnos, si nos dejamos, a pensarnos a nosotros mismo como obstáculos. Somos obstáculos en el fluir y entrelazarse de fuerzas ajenas. Suena fuerte, parece horrible al principio, pero qué más taoísta que eso. En esa consciencia está latente el wu-wei, ese no hacer activo, fundamental para acoplar nuestra fuerza, nuestro ruido, al movimiento general, sin fricción, sin gasto inútil de energía. Algo así.
Y lo del lavado de ropa tiene también lo suyo, en este caso gracias a la tecnología: ahora escribo mientras la ropa gira en el lavarropas. Ese hacer simultáneo tiene algo delicioso.
Estando en el estudio de Jime, sentado donde ella se sienta, viendo la luz como ella la ve, un poco me incorporo a su punto de vista. Otro buen ejercicio taoísta de des-simismamiento para vencer el auto-aburrimiento de la auto-ficción. Desde acá, desde el ventanal de este entrepiso, se puede ver su obra: el jardín. Que es en realidad un patio de PH con grupos de plantas en macetas y canteros. Claro, ella se levanta de esta silla junto al escritorio, se asoma a la ventana, descorre la cortina si es necesario, y lo ve. Y probablemente, al verlo, encuentre pequeños problemas, derivados del modo en que pega el sol, geometría que va variando con el paso de los días; percibe otros problemas del orden del agrupamiento de formas y colores, o de cómo se articulan las plantas (son una multitud, y en primavera llegan a tener una vibración tal que las vuelve casi animales) con el diseño del resto de las fuerzas vivas de la casa. Algo queda pensándose, fermentando en su mente, y vuelve a sus tareas. Ahora, adentro o alrededor suyo (o donde que sea que la mente se corporiza) vive también otro jardín, un jardín que dialoga con el que está en el patio de abajo.
Entiendo que al Personaje le pasa algo similar, dado que se dedica a la elaboración de vermut, por lo que no sería raro que tenga una pequeña huerta donde crecen los botánicos que va probando, el tomillo que huele, la lavanda que muerde y la salvia que succiona cada vez que pasa por ahí, yendo y viniendo, agregando información a su corazón olfativo, para poder hacer después las mezclas en la memoria. Por eso, para cocinar o hacer bebidas de manera creativa es muy importante el dominio lenguaje: al nombrar olores y sabores, quedan bio-disponibles en la memoria para ser probados, combinados. Si no fuera por las palabras, el Personaje debería conseguir y probar realmente cada vez para saber cómo funcionan sus ideas.
Corté un rato para hacer yoga, o esa serie de movimientos a la que llamo humildemente yoga, que fue mutando con el paso de los años hasta configurar una especie de coreografía íntima, un garabato muscular, una firma de carne y huesos que se flexiona y reflexiona sobre la fijeza y a la vez la mutación constante de lo que conocemos como identidad… No los quiero aburrir con esto, ya debo haberme explayado en capítulos anteriores sobre esta rutina cuerpo-mental. Eso sí: mientras me movía pensé algo que nunca antes: que la boca es una parte del cuerpo. Y las palabras son el modo en que se articula y se expresa el pensamiento de la boca. Que el intestino delgado, por ejemplo, o el músculo isquiotibial, deben articular y expresar sus pensamientos mediante otra tecnología, que desconocemos. ¿O no desconocemos?
Después me senté a meditar: zazen. No quisiera corromper el silencio de la práctica desgarrando la burbuja en la que se desarrolla para exponer sus supuestos contenidos acá, por escrito, ¿o sí? Pero debo reconocer que varias veces se formularon frases que ya venían como escritas, y tuve que reprimir el impulso de desarmar la posición y venir corriendo a la computadora a escribirlas. Sin embargo, y ese es el elemental, rústico y cotidiano “milagro” del zazen, me quedé sentado. Entonces esas frases que aparecieron como escritas (¿pero escritas por quién? ¿con qué objetivo?) siguieron de largo y fueron a acomodarse a un lugar oscuro, tibiecito y húmedo. Ahí se fueron transformando, les crecieron partes, y ahora son otra cosa. Son virus intervenidos por el compost de mi inconsciente.
Sin embargo... ¡empezó a sonar la alarma del celular que me puse para dar por terminada la meditación! O sea que, efectivamente, desarmé la posición y me vine a escribir.
La cosa se está poniendo muy rara.
Lo que si quiero contarles, porque viene a cuento, al cuento de hoy, es que durante el zazen fui, sin quererlo ni intentarlo, conectando con el vacío del estómago, sintiéndolo sin ansiedad. Al no reaccionar inmediatamente a esa sensación, como solemos reaccionar automáticamente al ataque de hambre, se fue reformulando; como todo vacío, empezó a llenarse. No YO, sino aquello que circula entre lo lleno y lo vacío de mis espacios, indagó en la memoria qué hay en la heladera, sondeó las características de este hambre particular, ficcionó de alguna forma más o menos eficaz los rasgos particulares del hambre de Jime, de Sere, de Jacin, y llegó a una conclusión: arroz con pollo. Así que ahora voy a bajar, a colgar la ropa que terminó de lavarse (esa es la medida exacta de la velocidad de este texto), y a poner una taza de arroz blanco en remojo. Ya vengo.
Listo. Otra tarea fabulosa para la conquista del presente: el colgado de ropa. A dos tenders, el juego consiste en ir poniendo en uno la ropa de los adultos y en el otro la de las niñas. Hoy con una dosis de sol justa. Después puse el arroz en remojo. Todo marcha según lo planeado. Vamos a tener que ser muy precisos con los tiempos para poder resolver el día, como si se tratara de una receta magistral, porque la papeleta indica: almorzar, preparar a Jacin que se va con una amiga al teatro, llevar a Sere a lo de la madre, ir a visitar a mis padres en Belgrano, de allí ir a la librería donde va a suceder algo respecto del libro, “Escribir un vino”…
En el medio me escribe mi madre, pregunta a qué hora voy a ir, y me sugiere que le lleve “otro” libro a mi padre, que está por terminar el que le llevé la última vez (el del vino). Parece ser que, si bien las palabras ya no están disponibles para la expresión de su boca, todavía tienen algún efecto cuando las lee (el menos, entiendo que sugiere mi madre, si se trata de libros escritos por mí). Pero entonces tendría que escribir otro libro, ¿yo, ya? Sería como una especie de Mil y una noches del duelo progresivo por el padre que se diluye, por parte de un personaje que, recordémoslo, dicen que habría empezado a leer, y luego a escribir, literatura, para comunicarse con él. Bueno, así es como terminan las eras, cuando la parte práctica ya no funciona y va quedando solo lo mítico.
Pero primero lo próximo: voy a desmenuzar las pechugas que sobraron del pollo que hice al horno el jueves. Voy a picar ajo y cebolla, los voy a dorar en la sartén (mezclados con la piel del pollo grasosa picadita). Voy a agregar la carne magra del pollo, y en el momento justo, un chorro de vino blanco. Después, el arroz: hoy no lo voy a hacer aparte, va a ir todo junto. Dos tazas de agua, sal, algún condimento, tal vez pimentón. En ese rato de hervor que cocina el arroz mientras hidrata el pollo, convoco al equipo para poner la mesa. Hay algo ahí de la cocina zen: lo que surgió en el vacío sentado y se despliega en la dramaturgia familiar. Ah, tengo que llevar a la librería unos ejemplares de Cocina zen/ Instrucciones al jefe de cocina, ese libro que edité y salió de imprenta hace unos meses. Cuando todo está más o menos relacionado desde el origen, es lógico que se entrelace en el camino con cierta elegancia, no es para sorprenderse.
No sé si mi padre leyó ya “La novela de los cambios”, que publicó, también este año, la Funesiana. Se lo puedo llevar. Me lo imagino leyendo y no sé qué pensar.
¿Qué hacen las palabras en el cuerpo? Lo que los virus. Pero ¿CÓMO lo hacen?
Tal vez no sea que las palabras evitan, con su baile, revelar el Misterio, sino que directamente son las encargadas de ocultarlo. Pensemos un segundo esa hipótesis: las palabras nacen con esa misión, el ocultamiento del Misterio. Entonces, tiene sentido, a medida que la vejez progresa, el cerebro se desconecta, las palabras van cayendo, y el Misterio va quedando desnudo. Hasta que no hay nada que decir, las palabras ya no pueden hacer más nada, y el Misterio nos engulle.
¿Será?
¿Y entonces qué hacemos?
¿Cuál es la receta?
La receta es para cada día, como bien sabe el Personaje con sus papeletas.
Los años son para la novela.
Cada día una receta, y nos dedicamos a atender el kiosko con esmero, como si entre sus paredes y su vidriera latiera el universo entero.
La sabe muy bien el Personaje, que cuando era joven recorría los montes cazando botánicos para sus elaborar sus jugos alquímicos, y ahora, que ya no lo es, ha aprendido a concentrar su atención en la superficie limitada, pero para nada limitante, de su jardín.
Lo sabe el Personaje y lo sabe probablemente también Jime, cuando mira su obra emplazada en el patio interno que es el pulmón, hígado y corazón de esta casa que habitamos: el jardín es una metáfora, una canción sobre domesticar la naturaleza salvaje del deseo, e integrarla en la sutil economía de los días.
Es todo. Tengo que preparar el almuerzo.
Ya pasó en estas páginas un año entero, volando.
Y todavía falta medio día. ¡Qué largo!
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