Friday, November 23, 2012

Una vez por año #5


 “Construir un estilo lleva tanto tiempo que si, frente a la adversidad, la alternativa es sustituirlo, la solución es imposible”.
Marcelo Bielsa.

Otra vez pude resistirme al impulso de leer los capítulos anteriores antes de emprender el viaje-texto de este año. En cambio, creo que nunca estuve tan nervioso por la llegada del 22 de noviembre, cumpleaños en cuerpo y alma de esta novela que semeja ser yo.
Otra cosa que pasó, y prometo que es el último comentario sobre “el hecho en sí”, es que durante el año, más que en los años anteriores, me sorprendí casi demasiadas veces redactando para mi adentro los párrafos de lo que iba sucediendo.
Qué lindo va a estar el 22N.
Cuántas veces, cuantas cosas. ¿Qué cosas eran?
No me acuerdo. Es la trampa que me hace esta novela, en compensación por esas otras trampas que hice yo, su pre-encarnación.
Hoy no sé escribir. 
¿Y ahora? Mi memoria, atada de terror, coquetea con la corrupción del balance, la crónica.
Ohhhhh, qué engolado.

Tomando Cepita de pomelo con soda, el trago del día. Dando vueltas: living, cocina, living, balcón, living. Porque ahora la computadora está en el livig. Ya no rodeada por un cuarto que la espera útil, sino erigida sin sentido, como un Moai indescifrable en medio del paso. Porque ahora esta casa, el mismo espacio físico que el año/capítulo pasado, es otra cosa, otra casa.
Tengo la cabeza llena de policías. Como nunca, se me entraman los límites: que el pudor, que la mentira, que la exposición, que la memoria y que el olvido: en fin, que el estilo.
Lo fabuloso de Bielsa y su frase que nos envió en una botella para este año es que, a pesar de tener la musicalidad inconfundible de la certeza, el autor se escucha a tiempo y encuentra una tangente hacia la ambigüedad. Quién pudiera. Termina casi en paradoja. Como toda buena reseña autobiográfica. De lo contrario, el autor tendría que ponerse a sí mismo como ejemplar. Es decir, subordinar la acción a la función de ejemplo de una certeza previa. Es el problema de los consejos, tal vez el peor género inventado hasta la fecha. Este año recuerdo haber recibido los peores consejos; y he dado algunos bastante malos, también.

Me voy a bañar.

Igual que antes. Tengo miedo y ganas de llorar, me siento un poco débil. Capaz que tengo que comer algo. Pero no es el momento.
¿Entonces?: miento no miento, ceno o no ceno, zen o no zen.
Eso es una canción.

Y además, qué insoportable viene esto, me duele el cuerpo, la bruta contractura lumbar que gesté durante los últimos seis minutos de la derrota de Ñuls el domingo pasado. El hecho de que este capítulo anual haya caído azarosamente los 22 de noviembre colabora con que el fútbol se ubique en un lugar nuclear del relato: fin de campeonato. Creo que la tensión del sufrimiento combinada con el confort del sillón de la casa paterna propició la mezcla letal. El sufrimiento y el confort conjugan mal, potencian sus cargas negativas. (Por eso los ricos se suicidan más que los pobres, ¿?)
Y, claro, la fatiga del espectador.
El rosarino JanSo estuvo viviendo un mes en esta casa, que ya no era la misma. No es la misma porque la puerta se abrió y no se volvió a cerrar. El anfitrión, el bicho humano al que refiere este texto, adoptó (o lo intenta) la flexibilidad, esa que se le reconoce a los sabios y a los bebés, frente a la rigidez de la muerte. JanSo, que aparece en algún capítulo previo, en Rosario, como querido-no querido, durante la presentación de un libro, estuvo viviendo acá, y varias veces me sugirió que escriba el texto de (ahí volvemos), la fatiga del espectador, para la revista de fútbol que derivó de aquel libro artesanal. Esto es: el hincha espectador, pasivo pero activo, realiza los movimientos de cada uno de los jugadores de su equipo durante 90 minutos. Un efecto especular tal vez de raíz neurológica, pero multiplicado por once. Corro con Cáceres intentando gambetear al marcador de punta rival y tirar el centro, y al mismo tiempo, por el medio de la cancha, soy Scocco buscando el punto penal para cabecear. Y si el gol no llega, y la adrenalina no se concilia en grito… Agotador, digno de las más rígidas contracturas.

La casa. Antes de JanSo estuvo mi amigo Nya. (Me parece que en cada año/capítulo cambio el criterio de uso de los nombres reales). El azar quiso que la vida nos encuentre recién separados. Él, sin casa, yo, con la casa afantasmada.
“Es peor que una casa abandonada, es la casa de un hombre abandonado”.
Puede ser un principio de novela o de canción. Si se convierte en canción, será parte del repertorio de Levín Hermanos.

Con Nya y su guitarra, durante una de las largas noches de fogón indoor, entre canciones de Hermética y Buenos Aires Negro, con lecturas del I Ching, whisky y comidas de madrugada, inventamos una tabla: la tabla de las Ocho Mujeres.
Pocos días antes de cierta noche, me encontré diciendo en la intimidad del P`cha, que para reemplazar la presencia de una novia en la vida de un hombre (…) eran necesarias ocho mujeres. En mi casa, con Nya, elaboramos la tabla de las ocho mujeres, representantes de las ocho cosas que uno necesita dar a, o que necesita de, una novia. A cada uno de estos ocho ítems la otorgamos un puntaje, del 1 al 8. De esa manera incluimos la posibilidad de que una mujer cumpla con más de un ítem al mismo tiempo; en ese caso, al sumar sus puntos se coteja con una tabla paralela en la que se estima qué tipo de lugar ocuparía en la vida del hombre. Para ser “algo más” que un garche, tiene que sumar un mínimo de 8 puntos. El único ítem que alcanza por si solo para acceder a ese “algo más”, es decir el que vale 8 puntos, es: enigma indescifrable.

Días antes, en el P´cha, enternecido por la apuesta científica de mi comentario, un amigo superhéroe mencionó, como entrance, la existencia de una persona llamada R´ío.

“Si la avenida Corrientes fuera un río, yo sería el hombre más feliz del mundo”.
Pero eso es otro cantar. Quiero cantar.
Y la casa, porque antes de JuanSo y Nya estuvo también acá la que era mi novia. Dos meses de convivencia, un nuevo record olímpico, como el de mi amigo Bolt.
Bolt y su velocidad me llevaron, hace pocos meses, a incursionaren el mundo del libro digital. Pero no viene al caso. No es cuestión de convertir esto en un disimulado CV narrativo. 

Tal vez algo haya empezado allá por marzo, cuando el dueño de esta casa (ver capítulo anterior) me anunció el aumento del alquiler: yo seguía sin trabajo. Sin trabajo: después de leer el capítulo del año pasado, recién vuelto del viaje europeo, llegué a la conclusión de que era mi capítulo menos preferido de esta novela, hasta el momento: demasiado lineal, cronológico. Obvio, la distancia respecto de los sueños y el tiempo aplanado del oficinista que narra. Así que dejé el trabajo.
Claro, ese viaje: viajé a Europa con la excusa estratégica de estar con quien era mi, de visitar a mi hermana mayor & familia, en Alemaña, y a mi amiga B en España. Lo cierto es que ahora tanto mi hermana mayor & familia, como mi amiga B, están viviendo nuevamente en Buenos Aires; y la que era mi, ya no.
Como si se hubiera tratado de un viaje iniciático de final.

Creo que esos cuatrocientos pesos de aumento en el alquiler fueron el detalle que hizo explotar algo, el botón escondido. Para algo tenía que servir la plata. Que entonces no tengo casa. Que mi casa puede ser cualquiera pero mi hogar cuál es… Así me encontré concluyendo que mi hogar es este texto. Muchas veces durante el año la perspectiva de este hogar textual me salvó, o me acunó, o me activó. De acá no me saca nadie. Porque acá, en efecto, no estoy.

Un viaje iniciático de final: aproximadamente la idea de la última novela de la trilogía del Hambre, todavía no escrita. Donde El Sapo, su amigo Dionisio y su amiga Nina se suben a una camioneta que los sube a la ruta. ¿Cómo escribir una novela de ruta desde adentro de una casa que no es tal? De miles de maneras, para eso está la literatura. Claro que la literatura no me interesa tanto como la escritura. La escritura es el hogar, y el hogar puede querer deslizarse en el viaje. Decidí, a principio de año, realizar el viaje lento, pueblo por pueblo, que van a hacer mis personajes. Este proyecto se cruzó con otro, la idea gestada con mi amiga B de hacer un programa de tele de viajes culinarios. El programa de tele mutó en documental, y entonces, eureka: un documental sobre el viaje de un escritor escribiendo una novela de viaje (iniciático final). A mi amiga B, documentalista, se sumó mi amigo Nya. Y, hace pocas semanas, un nuevo amigo/ nuevo personaje de este año/capítulo, Mro. Que justo, justo, se compró una camioneta.
Dicen que “la uva o el grano, los dos no es sano”. Pero, me he dado cuenta después de años de perseguir la altura de mis deseos, me gusta mezclar. Experimentar, fallar y mezclar. Es lo que me emociona. La ética de lo impuro, la inevitable tendencia a lo informal. Así que también, además de El Sapo, Dionisio, Nina y el autor que los parió, tanto en la novela como en el documental, puede llegar a haber una chica andando en bicicleta por la ruta.
Hace unos días un amigo me aconsejó que no lo hiciera, mencionó los peligros de la mezcla. Al fin y al cabo, un consejo.

Tengo hambre, voy a tomar la media cerveza que sobró de ayer. De paso pienso un poco, creo que viene todo bastante demasiado lineal.

Bueno, tal vez sea genuinamente lineal, no hay por qué oponerse. Será el estilo de hoy. Y si el estilo general toma en cuenta el ánimo de los días de juego, intentar sustituirlo frente a la adversidad haría imposible la solución.
Una noche, hace poco más de dos meses, en la terraza de una librería de San Telmo, arriba de la presentación de un libro, Cocinero Po asaba unas hamburguesas. Me acerqué en silencio, con ganas de invisibilidad, porque Cocinero Po me relaja con una sabiduría rara, casi corporal. El viento volteó un rollo de papel de cocina, el rollo comenzó a rodar sobre la mesa, lento, deshojándose. Intenté manotearlo para que no se cayera, y en el mismo movimiento volqué un vaso de vino entero que cayó sobre las servilletas y los bols con lechuga, con tomate y con mayonesa. Cocinero Po me miró, y tuve que decir: “por intentar evitar un problema banal, terminé cometiendo un error imperdonable”.
Y listo. El eco de la propia musicalidad interna me externó de las dolencias. Cocinero Po festejó, todos festejamos un poco. Una canción embrionaria.
No tanto por el contenido en sí, de problemas y errores, más por el prodigio latente del encadenamiento de causalidades. Solo se puede ser libre ahí, librados a la naturaleza del encadenamiento. Algo así como trabajar por el 49% restante, sabiendo que el 51% lo hace el azar. Con sus métodos.
Al rato, ya acostumbrado a mi visibilidad, bajé a la presentación del libro: dos superhéroes profesionales se abrieron y quedé de frente a R`ío, aquella persona mencionada. Estaba intentando escribir un mensaje de texto. En los primeros minutos, ella me contó que planeaba hacer un viaje largo en bicicleta por la ruta, yo le conté del viaje pensado para el documental-novela. La cocción de la lengua.
Ahora ella también vive en esta casa.
Como diría el bueno de Kurt, amigo de estas páginas:
Jo jo jo.

“Tus brazos son dos ríos, cuyos brazos son dos ríos, cuyos brazos son dos ríos… Y me pierdo”.
También es una canción. Aparentemente, la habríamos escrito con mi hermana LL hace más de diez años, junto a otras tres canciones. Ahora, Levín Hermanos, el jugador número Once, Abasto de canciones, un grupo con mucha tela para cortar, las sacará del ostracismo. Es bueno confiar en el encadenamiento de causalidades, y que la caída de los objetos, como la pila de diarios que se desliza milimétricamente durante meses, intocada, para venir a caer por fin, una vez, en medio de la noche…; tenga su tiempo de maduración, su pausa, que imponga su estilo.
Es raro, porque ella habría tenido 14 años y yo 20. Raro. Sin embargo, la cocina en la que estábamos cuando escribimos las canciones era la cocina de la casa original, esa a la que no se vuelve.
Así es: dentro de la casa, fuera de la casa, parece ser el juego de esta novela. ¿Qué es una casa? ¿Qué es una novela?

Debo una aclaración, acerca del párrafo en que mencioné al “amigo/personaje nuevo de este capítulo/año”. A Mro, con quien viajaré dentro de poco en proceso documental, lo conocí trabajando juntos en el Cucha Club. Porque hubo un lugar llamado así, este año. Un lugar en el que, al fin, cociné algo. Sánguches de pastrón y mostaza casera, de queso brie y berenjenas al escabeche, de lengua a la vinagreta; y anticuchos con ensalada rusa, y curry de lentejas con “brunsen” (una pasta de apio, alcaparras y cilantro, hasta el día de hoy mi único invento), bondiola con salsa de yogurt, salchichas alemanas con puré y chucrut, y varias otras cosas.
El Cucha Club que existió (para mí) hasta que las torpes desavenencias de la comunicación entre bichos humanos desvanecieron el lugar que compartíamos en el espacio. Cosas que pasan.
También en el Cucha Club, por ejemplo, festejé mi cumpleaños. No este, del 22 de noviembre, sino el biológico, del 5 de junio. Treinta años montado en la Tierra que gira y rota. Qué equilibrio.
Esa noche hubo música, comida, bebidas, por supuesto. A la tarde siguiente, la que era mi novia comenzó a explicarme que dejaría de serlo. Creo que la raíz nostálgica de los hispano parlantes deriva del sistema con el que debemos conjugar los verbos. Así entonces, sin trabajo, sin plata, con 30 años y recién soltero. Podría ser la contratapa de una película de humor patético. Con Adam Sandler. Así que así, semanas oscuras en lo patente del desamor. La casa de un hombre abandonado. Porque el desamor, ya dijimos, es poético-patético; el amor es ético-narrativo. Por suerte, mi amigo Olv me alcanzó una novela de Alfred Hayes, “Los enamorados”. Gran remedio: a patético, patético y medio, pero con la ética de lo relatable. El sufrimiento y el confort potencian sus cargas negativas. Esa novela de Hayes es por completo inconfortable. Tiene un párrafo mágico, en que el narrador explica cómo son los momentos que las mujeres eligen para abandonarlo a uno. Siempre durante un cumpleaños, obvio. Después de haber terminado de leer la novela, intenté reencontrarme con ese párrafo, pero, mágico, nunca volvió a aparecer.
Ahora que lo recuerdo y lo pienso, creo que fue el primer libro que leí en la cama en muchísimos años.
Tal vez no leía en la cama desde la infancia, como esa vez que leí, por sugerencia de mi padre, a los once años, un libro de cuentos de Calvino, y fue tal la angustia que me generó “la aventura de un miope” que tuve que ir a despertarlo en medio de la madrugada, para charlar. Fuimos a la cocina, me sirvió agua, se sirvió whisky.

Proponer una lectura es lo contrario a dar un consejo. Siempre y cuando el que lo propone se mantenga a disposición para sostener lo efectos. Como mi padre en aquel entonces, como mi amigo esta vez. Un libro, dos o tres libros; exhalar vocales que vibran por adentro del cuerpo, y anotar en el cuaderno de chi kung las imágenes que sobrevuelan la mente, ligeras como nubes. Destrabar los músculos y las articulaciones donde quedaron cobijados ciertos conflictos estériles. Eso, y ponerse el anillo mágico de Don Julio, y admitir, bajo su influjo, que, mal que le pese a nuestro instinto melancólico, Todo Pasa.

En la misma noche del festejo de mi cumpleaños me reencontré con mi amigo Cho. Le comenté que andaba buscando trabajo, que ya no tenía reservas económicas. Hace años, seis o siete años, después de trabajar informalmente (en negro, claro) en un programa de televisión durante un par de temporadas, me ofrecieron hacer el reemplazo de un guionista, por un mes. Ya cansado, pensé que no quería trabajar (nunca más) de eso. Rechacé el ofrecimiento, pero me permití recomendarles a alguien: mi amigo Cho. Él hizo la prueba, entró, quedó, y jamás se fue. Esa noche me comentó que, quien ahora podía decidir la contratación de un guionista, era él, Jefe de algo. A las pocas semanas me mandó un mail contándome que uno de los guionistas se iba de viaje por un mes, y me ofreció hacer el reemplazo.
Así fue, estuve un mes trabajando ahí. Cuando llegué a la oficina en la mañana de mi último día, los jefes de la productora sorprendieron a todos los empleados con una reunión urgente: resulta que, después de diez años al aire, el canal había decidido bajar el programa. Así que todos ellos, las sesenta personas que me rodeaban, se quedaban sin trabajo. Ahí mismo. El mismo día en que yo volvía a mi vida de desempleo. Yo estuve ahí, en esa reunión. A algunos los vi llorar.
Una historia rara.

En fin, cumplí treinta años tramado por el entretejido de relatos latentes, y finales, como siempre, abruptos. Como la pila de diarios que finalmente cae una madrugada.
Pero intacto. Cierto que las sombras del otoño me producen más escozor que antes, pero eso también es aprendizaje.

Hay algo que no es ni dentro de la casa, ni fuera de la casa, un paraíso intermedio: el bar.

Ahora me acuerdo: hace varios meses, a principio de año, tuve un sueño: uno de esos sueños en que aparecen todas las personas que uno conoció en su vida, se articulan decenas de miles de ideas, significantes enigmáticos, en los que el sueño se interpreta dentro del mismo sueño y la propia interpretación se convierte en un personaje más. No me voy a detener en esos detalles, lo que importa es el final: yo caminaba, apurado, por la calle Sucre, desde Conesa hacia Zapiola. Llegando a la esquina, me encuentro con una persona que vendría a representar una suerte de archi némesis, que mira un bar. Aterrado, le pregunto: “¿Vos llegaste antes, al Café de la R?”.  
No recordé haber recordado antes, en casi dos décadas, el Café de la R. Era el bar de la esquina de una de las primeras casas en las que viví, entre los seis y los doce años. Lo ví en funcionamiento menos de un año (es decir que tendría entre seis y siete), poco tiempo para un bar, muchísimo para la vida de un nene. Yo estaba enamorado de ese lugar. En el frente, encima de una especie de barranquita con pasto, tenía una pequeña galería, con dos mesas al aire libre, una a cada lado de la puerta de entrada. Recuerdo haber visto una pareja de adultos tomando algo en una de esas mesitas.
Lo borré de mi mente hasta que volvió en el sueño. Me desperté sobresaltado, y me metí en Internet para buscar datos, fotos o lo que fuera, del Café de la R, frente a la Estación Belgrano R. Lo único que encontré, después de horas de googleo frenético, fue una larguísima monografía sobre “pulperías, confiterías y bares de Buenos Aires”. Así me enteré de que, en esa esquina, había funcionado durante un par de décadas un pub tipo británico, llamado The Glue Pot, “el tarro de pegamento”. Parece ser que así lo habían bautizado las mujeres del barrio: decían que sus maridos se quedaban pegados ahí cuando salían del trabajo. Así que el Café de la R, al que tal vez no lo recuerde nadie más que yo, fue una fallida encarnación del viejo tarro de pegamento.
Así quedé pegado yo, a una iniciática imagen de la felicidad, dos personas tomando algo en un bar, fuera de casa pero también fuera del trabajo, fuera de adentro y fuera de afuera. Como el instante ese, entre el sueño y la vigilia, ese momento eterno que sintetiza las propuestas de cielo e infierno. Ahí estoy, todavía, hablando de uno y otro lado de la barra, preparando una picada, cocinando algo de madrugada. Mirando pasar un tren como si fuera un río, tomando una cerveza, la primera cada vez. 
Imaginando proyectos, pero sin urgencia, porque tengo toda la vida por delante, y porque el único proyecto sensato es mantener eso que nos rodea, ese tiempo sin tiempo de los sueños y de los bares.
Y si es necesario, para expandir esa atemporalidad feliz, entonces sí, escribir, cantar, cocinar, o deletrear el paso del tiempo en capítulos anuales.

Esto es todo, por el año de hoy.
Como siempre, hasta el año que viene, si la azar nos acompaña.

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