Tuesday, November 22, 2011

Una vez por año #4

Con una temperatura ostensiblemente superior a los cinco grados la tarde se presenta magnífica para la práctica de la caminata reflexiva a orillas del Río Elba, en la ciudad de Dresden, República argentina de Alemaña, o El País de los Perros Silenciosos.

Visto desde acá, el río corre de derecha a izquierda, de la ciudad nueva a la ciudad vieja, como debe ser, así como debería ser leído un año en apuntes borrosos; y los habitantes de esta ciudad acompañan la dirección del río caminando con pasos breves, mirando a Elba de reojo. Quisiera ver cómo miran su río, conocer algo de su intimidad hermética, pero no: ni yo puedo ver sus miradas ni sus miradas llegan a derramarse en el río: higiénicos, le ahorran al agua sus desperdicios.

Una vez por año, otra vez. Durante algunos minutos pensé en no-escribir este texto. En vano, ya se me estaba escribiendo en la cabeza. Los perros ultra civilizados bajan la suya, ni ladran. Ni en los medios de transporte ni a la orilla del río. Los perros de la costa, ¿se acuerdan? A ellos yo los espantaba, cuando se acercaban demasiado pedigüeños o violentos, imitando la severa pronunciación alemana. Nunca fallaba. Acá no hace falta: viven encerrados entre órdenes.

Finalmente, este viaje. Años de habitar esa mezcla de curiosidad y terror: ¿quién soy yo en otro idioma? ¿Voy a viajar a un continente otro para desexistir ahí? Acá, tan lejos, viven mi hermana, mi cuñado y mi sobrina. Con mi hermana, la mayor de ellas, Ayelén, dedicada a las artes visuales (esto parece la presentación de un personaje, disculpen, estoy un poco falto de ritmo, no escribo hace semanas largas); con ella dialogamos largo al respecto la otra tarde.

Disculpen, pero esto no está fluyendo. Voy a desarmar la ficción: voy a salir de esta casa, frente a esta computadora. Voy a caminar otra vez al lado del río, vuelvo y les cuento.


¡Que fluya, que fluya! Esa es la única verdad formal. quería contarles acerca de esa conversación, en la que se entramaban con justeza nociones de la traducción, el arte y la vida. Sin embargo, lo que me suena ahora que me acuerdo, es la mesa de bar en Berlín, también frente a un río, haciendo tiempo. Actividad alquímica. Y las sustancias: el aroma tostado de su té verde, el sabor épico-ancestral de mi Fransiskaner Hefe Weissbier, la cerveza más rica que he tomado hasta el día de hoy.

Para tomar cerveza alemana, especialmente de este estilo, rubia opaca y densa, hay que mantener la boca casi cerrada y abrir bien la garganta. Lo mismo que hay que hacer, intuyo, para hablar alemán: noto en ellos una gran cantidad de aire que se produce en su interior y que sale retorcido, amortiguado y deformado por las presiones consonantes de su boca.

Pensé, en las vísperas del viaje, que sería capaz de soportar el hecho de estar rodeado de un idioma tan extraño e incomprensible. Lo que no pensé es que me generaría tal pasión: desde que llegué a esta tierra, cada vez que veo una palabra escrita practico para adentro su pronunciación. De eso hablábamos, creo, con mi hermana: ella, cuando hace un retrato, ensaya inconscientemente el gesto del modelo. A mi me pasa algo muy similar al escribir: actúo las voces. Llevado esto al terreno mucho más salvaje de la vida terrenal, al menos esa tarde en que todo fluía, el correlato: en ella, su capacidad de adaptación a distintos medios: por ejemplo para vivir y comunicarse en Alemaña durante años. En mi caso, una tendencia irresistible a imitar voces y movimientos.

Puede que Oscar Wilde pensara en eso al decir, sintéticamente, que el actor era el artista entre los artistas. Aunque puede que haya dicho completamente otra cosa. En cualquier caso, estoy de acuerdo. Traducir es actuar con la boca. Entre el sabor de la cerveza y la gimnasia de sus mandíbulas, el alemán.

Uno de los epicentros de este año fue el trabajo junto a mi padre en la escritura de su Introducción a la Obra de Lacan, para una colección dirigida por Ariel (¿ver capítulo 3, tal vez? no lo tengo a mano). Ahí se llega a decir que traducir es traducir el ritmo, y que el acento, la marca del ritmo, está en la boca.

Pero miren que simpático: un perrito blanco y negro (literalmente, como de foto antigua) viene corriendo hacia mí trayéndome una rama apretada en la boca (claro, lo raro sería que la trajera en una de sus patas). se me planta enfrente y me la ofrece. Yo me inclino, y la agarro, o no la agarro. Está pasando ahora y ya no me acuerdo. Nadie nos ve ¿Cierto, Elba?

Con precisión poética y sentido de la oportunidad, Caro suele decir, en algun momento de cada viaje, siempre en un momento muy exacto y evanescente: ¿dónde estamos?

Donde estamos. Acá estamos. Eso solo se puede decir al escribir.

Acá estamos.

La idea de este viaje, luego de siglos y siglos de diáspora sedentaria, el primer paso en su itinerario era Madrid, el 13 de noviembre: ahí estaba Caro, homenajeándose con la patria de su adolescencia en su día de cumpleaños. Yo tenía que salir de Ezeiza, en el vuelo Oceanic 1132 de Aerolíneas Argentinas, el sábado 12 a las 22:30. Pero justo no pasó, el laberítnico entramado gremial de la Aerolínea-Bandera estalló justo entonces.

La Presidenta decidió suspender la actividad de A.A. hasta el lunes. Al día siguiente, entre el incesante cruce de llamados con todos los involucrados en mi viaje, especialemnte los que me esperaban de este lado, atendí a una Operadora de Bandera. Ella me dijo que el vuelo se había re-programado para esa misma noche, a las 00:30. Alegría: el viaje imposible volvía a parecer posible. Volví a Ezeiza a confirmar la sospecha que me había empezado a inquietar con el correr de la tarde. Allí estábamos los pasajeros del Oceanic 1132, escuchando que no, que ese llamado había sido un error, disculpen la desprolijidad pero así son las cosas, son tiempos dificiles. Nos propusieron un viaje al día siguiente, a las 16 hs.

Una característica de la neurosis obsesiva: después de horas y horas de adelantarse mentalmente a los hechos, recorrer con la imaginación todos los problemas e incomididades posibles del futuro y resolverlas (¡miren, sin las manos, solo con la mente!), una vez que llega el momento todo está en calma. Lo peor ya pasó. A no ser, claro, que un imponderable desarme el castillo de cartas no enviadas. Esa vez lo que me pasó, como me podría haber pasado un sutil ataque de pánico, o una resignación cómoda y deprimida, fue que decidí viajar. Desmonté los pasos burocráticos, de mi propia burocracia anímica y de la otra, re-corrí las tres terminales caotizadas del aeropuerto, y saqué un pasaje en otra aerolínea, una hora antes de que levante vuelo. ¿Y la plata? La plata, que fluya. Henchido de valor y de orgullo, me robé una gaseosa del kiosko, me fumé un pucho de despedida y despeché la valija.

Si las tías-judías de la nueva narrativa argentina me autorizaran podría con esta anécdota tipear una novela reconnnntra contemporánea. Hasta podría ganar un premio, o una lectura académica. Antes, claro, preferiría dedicarme a vender bratwurst con vino caliente en Parque Centenario.

¿Donde era que mataron al neonazi, en Parque Centenario o Parque Rivadavia? Porque en la línea precedente nombré la palabra "judía", y ahora que estoy en Alemaña sería pertinente hacer un apartado.

He notado que la cultura hebrea tiene una gran presencia en este país. En cada barrio de cada ciudad hay un cementerio judío.

Dicen (mi hermana y mi cuñado) que Dresden es una ciudad bastante nazi, aún. Acá venían, todos juntos y en tren, los neonazis de toda Alemaña a conmemorar el bombardeo a Dresden del final de la segunda guerra mundial, y ejercer su pasión por el enfrentamiento físico. La última vez que entraron a la ciudad fueron expulsados por decenas de turcos que salieron de sus boliches de donner kebabb empuñando las cuchillas de filetear carne sobre la grasa crepitante. ¡Qué hambre que tengo!

Ahora vivo en Parque Centenario, de ahí la confunción (al neonazi lo mataron el Parque Rivadavia). Conseguí una suerte de PH (mucha suerte) con balcón corrido al frente y terraza grande arriba. en esa terraza hemos comido asados memorables, y hemos inventado un juego: la pelotella.

Si queda espacio, más adelante les cuento acerca de su invención y reglamento.

Lo incierto es que: a fines del verano pasado me encontré con que tenía que dejar mi departamento y no tenía trabajo fijo. Había culminado (con ánimos de para siempre) mi vínculo con la multinacional blanca de los niños ricos, y encaraba algunos laburitos demasiado laboriosos y de dudoso futuro (como aquel, ahora me acuerdo, que bronca... en fin, no hablaremos de él, que la pólvora escasea y sobran los chimangos). Justo-justo me llamó un amigo, que hacía años no veía y, después de pasarme unos laburitos, me ofreció el Laburo. Buena plata, pero todos los días, ocho horas por día en una oficina bajo su gerencia. Poco convencido pero urgido y aventurado, dije, como suelo decir: que sí. El tema es que el comienzo de este trabajo se dilató, y yo elegí, entre las decenas de departamentos ofrecidos, el más lindo y el más caro.

Era domingo. El dueño de mi futuro hogar nos tomó los datos a los interesados y nos derivó a su abogado. No era tan fácil. Tuve que ir a la oficina del abogado a hablar bien de mí, dije al pasar que "soy escritor de novelas", hice hincapié en mis trabajos para la tele, en mi responsabilidad y solvencia, y después... a esperar. Después de una semana sin novedades, con el estrés asfixiante de la incertidumbre quieta, una tarde de sábado, en cualquier momento, sonó el teléfono. Mi amigo, ahora amigo-jefe, me confirmó en mi "cargo" y me convocó para el lunes. Cinco minutos más tarde (digo cinco minutos porque es una convención, pero deben haber sido menos), volvió a sonar el teléfono.

"Hola Federico... te habla el Doctor Azar."

En efecto, Samuel Azar, el abogado del dueño de mi ahora casa. Unos días despúes, terminada la ceremonia de firmar el contrato en conformidad de las partes, Samuel se me acercó y, alejándome un poco del resto de la gente, me dijo que tenía "algo" para mí. Se internó en un cuartito y volvió con un libro en la mano. "Yo también escribo, Federico". Fulano de tal, se llama el libro del Doctor Azar, y es altamente recomendable.


Qué lindo se ve Buenos Aires desde acá. Cuántas ganas compartidas.

No sé cuánto más puedo durar, en este contexto, haciendo mi trabajo rutinario. Ya sobrepasé las mayores expectativas: siete meses decía el más arriesgado de mis amigos el día de la apuesta simbólica. Ya van ocho. Y acá estoy, bien lejos, conmovido por la densidad de mi paseo junto al río Elba: sereno, inquietante.

¿Qué será esta gana irreprimible de escupir el chicle que venía masticando en la orilla propia de este río tan minúsculamente conmovedor?

Ahí va. Perdoname, Elba, pero así es el amor. No estoy de acuerdo con Kurt Vonnegut cuando propone reemplazar el amor con "un poco de simple decencia". El amor tal vez implique una cierta irrespetuosidad. Un cierto hambre por ensuciar eso que es maravilloso y no está, nunca estará, en uno. La suciedad, el cocinero oculto de Ratatouille, eso que alguno se "saca de adentro". Ese movimiento imposible, de afrenta a la discuntinuidad que nos une separados ¿lo sagrado?

No, no me hagan acordar del libro de Bataille que perdí cuando viajé con mis hermanas (las tres) a Colonia (Uruguay, en ese caso) y, a poco de haber salido del hostal, pocas horas después de haber llegado al puerto, a mi hermana Verónica la atropelló un auto frente a nuestras miradas fraternas, y voló unos metros como rodando (no se preocupen, ahora ya está bien), todo en menos de un segundo, se bajó el conductor horrorizado (¡había atropellado a una persona en Colonia a la hora de la siesta!) y nos llevó a los hermanos siguiendo la ambulancia que la condujo al hospital, donde los sanos decidimos cambiar los pasajes para esa misma tarde, así que Ayi y yo pasamos por el hostal a buscar las cosas, estremecidos y apurados, y ahí, en la mesita de luz, quedó el libro de Bataille.

Esto sucedió, ahora que me esfuerzo por fechar, en la semana previa a los llamados telefónicos que me arrojaron a la vida nueva y desconocida.

Todavía la imagen se me compone en la mente y no puedo evitar apretar los ojos y fruncir la nariz. Vaya yo a saber cómo se verá ese gesto desde afuera.


Es curioso pero el chicle está, todavía, a dos pasos de distancia. O estoy caminando en círculos o algo raro pasa. ¿Desde cuando como chicles? ¿Por qué no estoy fumando? Suele sucederme que cuando me enfrento a un paisaje natural que me sacude, empiezo a pensar, en voz baja, en mi cuerpo, en que tendría que cuidarlo más. Pienso que la gente que vive de "amar la naturaleza" tiene también desarrollado un fuerte amor por las funciones exteriores de su cuerpo. Gente que no suele entregarse tanto a los placeres sensoriales. ¿Puede ser?

El cuerpo es el río del humano. La ciudad del humano es la mente. El sensorio debería ser el barco. O un puente caído.

Todos los puentes que cruzan el Elba fueron destruidos en el bombardeo a Dresden, y luego reconstruidos. Vonnegut reconstruyó aquella noche en Matadero 5, una novela. Cuando Vonngut murió, brindamos un whisky a su memoria en el Pachamama (ver capítulos anteriores).

El chicle, la intervención amorosa de mi mugre, me pegotea una anécdota reciente: hace unos días, el dueño del Hostel en Berlín nos pidió que le pagaramos una noche de más, la abultada suma de 50 euros, porque... (escuchen bien esto, hermanos y hermanas de mi patria, agárrense de la silla) porque la muchacha que entró a higienziar el cuarto ¡encontró piojos en las almohadas! Entonces, por supuesto, ellos tendrían que DESINFECTAR LA HABITACIÓN, por lo cuál no podrían alquilarla en la siguiente jornada. Después de una extenuante y bizarra discusión, Caro y yo conseguimos, articulando nuestras versiones del idioma inglés, que la pena nos sea reducida a la mitad. Pero...

¿El contagio no es una forma del amor? Perdón: ¿el amor no es un tipo de contagio? A vuelo de cuervo o gavilán, siento que sí. También hay otras formas, morigeradas, que podría nombrar como Amor Alemán: entre un cuerpo y otro debería mediar una desinfección. Me pregunto, con mi amigo y compañero Guga, ¿no hay manera de vivir saludablemente el contagio, de articular esa suciedad individual en una composición amorosa, colectiva? ¿Cómo ganar salud sin renunciar a la enfermedad?

Ya lo sabremos. Este año que viene, supongo, nos ofreceremos una escritura a modo de respuesta.


¿Se convertirá esta novela anual en un cuaderno de viajes? ¿En un libro de recetas? ¿En qué? A los nueve o diez años me inventé escritor y después, simplemente, sostuve el juego. Nunca llegué a pensar en qué quería ser cuando fuera grande. Ahora tengo 29 años, es gracioso.


Ahora se suma a la caminata mi hermana Ayi, la misma que me contó que detesta que la observen mientras trabaja y ahora no tiene el menor reparo en caminar detrás mío mientras escribo. En realidad, no es tan distinto: cuando la mente se suelta de sus certezas identitarias para que la voz comience a modular su música, es cuestión de fluir y escuchar, porque entonces estamos todos. Para el caso, recién lo habíamos convocado Guga, antes a Ariel, a mi padre. Vienen también mis otras hermanas, la que atropella fotos y la que saca autos, Caro trae nuestros piojos que dibujan puentes en el aire entre nuestras cabezas.

Milagro azul, así llaman en Dresden al único puente que no fue destruido en el bombardeo; no solo eso, también pasó "algo milagroso" aquella noche en este puente, pero mi hermana exiliada no atina a recordarlo. Tendremos que inventarlo. No es fácil lidiar con los botoncitos a la intemperie, con los dedos tan fríos. Pero vale la pena: esta es una ciudad muy linda y un poco de juguete, completamente reconstruida, a imagen y semejanza de su pasado. No puedo evitar imaginar al alemán, entre los alemanes, que al abandonar la Catedral en medio de las bombas se metió entre los escombros a recuperar el plano de la construcción.


Para adelante o para atrás, no me interesa juzgar: para adelante o para atras, dichoso es aquel que sepa qué hacer con sus propias ruinas.


Vengan, muchachos, caminemos juntos. Hay que fluir con el río y con la cerveza esta. A mí, que la cerveza me apasiona aún cuando es fea, esta cerveza me deja, entre trago y trago, en el precipicio de la aberración ante el infinito.


Si la Avenida Corrientes fuera un río yo sería el hombre más feliz del mundo.


Juguemos entre las piedras y los cuervos que gritan y los perros que callan: juguemos juntos a la pelotella. ¿Cómo se juega? Es fácil, les explico.

Se yergue una botella en el suelo. La rodeamos. Alguien da comienzo a la partida pateando una pelota de tenis, desde lejos. Si le acierta a la botella, suma un punto y vuelve a patear, si no, el juego continúa: los jugadores se dispersan en la cancha y, siguiendo el órden alfabético de las iniciales de sus nombres, patean la pelota. Cuando uno acierta, todo recomienza. Si el que acertó ha pateado la pelota quieta, y no en su excitante movimiento, se le descuenta medio punto (es decir que suma solo la otra mitad). Si el jugador espera a que la pelota se aquiete cerca de la botella y recién entonces patea, en caso de acertar se le cobra "mezquindad" y se invalida la jugada. Se le descuentan puntos también a aquel que arroja la pelota fuera del perímetro. Del resto de las reglas se encargan los jugadores cada vez. Uno de todos debe encargarse de recordarlas para sumarlas al reglamento total y final de la pelotella. Por favor.

El juego termina cuando llega la hora de comer la carne que estuviera asándose en la parrilla, o cuando todos los jugadores se distraen al mismo tiempo en la misma conversación


Mi sobrina me interrumpe a sabiendas. Ella sabe lo que hace. Ayer me regaló una casa de cuatro pisos. Piensa que sería genial dibujar lo que uno quiera y después meterse en el dibujo y ver cómo es cuando es real. "Podríamos dibujar... la muerte", propuso sonriendo. Siento sin pena y sin gloria que tiene unos nueve años muy parecidos a los que tenía yo cuando me inventé escritor.

Ahora quiere que la ayude a hacer una tarea de matemática, y se escandaliza cuando le digo que no se restar ni sumar. Le interrumpo la interrupción, sigamos caminado.

El padre de mi sobrina diabólica, es decir mi cuñado, también es adepto a captar la naturaleza de ciertos juegos. Se me acerca y me cuenta uno que le han contado hace poco. Sucede en Wall Street. Parece que ya no es como en las películas, donde centenares de tipos compran y venden a los gritos aferrados a sus teléfonos; ahora se realiza con programas informáticos. Se juega así: jugador A desarrolla un programa para que vaya comprando lo que él quiera, sintetiza su criterio. Para que estas compras no se noten, lo cual generaría el aumento de esas acciones, va comprando por partes, pequeñas partes intercaladas. Para ello establece un escalonamiento de compras que simula ser azaroso. Ahora bien, Jugador B diseña un programa que le permite leer el patrón encriptado de las compras de A. Así que va comprando lo que está por comprar A y luego se lo vende un poco más caro. Entonces interviene el Jugador C, quien, conociendo la estrategia de B, inventa un supuesto A, para que B compre antes (que nadie) algo que no podrá venderle a nadie. En este simpático juego, en cadenas sucesivas, se basa el sistema financiero mundial.

Ahora mismo en Buenos Aires hay un grupo de gente reunida, pensando y haciendo: buscando de manera colectiva respuestas a una pregunta: cómo vivir en este mundo sin renunciar al arte, y sin que el arte se vuelva un lujo tristón. Es decir, habitar este mundo inmersos en una práctica inventiva y expresiva que sea cuestionadora y transformadora. Con o sin la palabra "arte" como escudo, unas prácticas que sean vitales y no desperdicios melancólicos.

Al menos así se me ocurre describirlo desde acá, que no es allá pero tampoco es lo contrario. Ya me contarán.

Supongo que si la enfermedad del sistema es la ludopatía, nos queda hacernos fuertes en nuestros propios juegos, diseñar colectivamente sus reglas y jugarlos, claro Federico, con la seriedad de cuando érmos niños.


Seis y media de la tarde en Dresden, hace un frío de re cagarse. Hora de dejar la caminata e inventar otros juegos. ¡Cebate un mate, Elba!

Ahora se me ocurre uno. A pocas cuadras de esta casa familiar y hedonista como pocas, hay un bar-restaurante llamado Raskolnikoff. Ahí estuve la otra noche, mi primera noche de soledad en el viejo continente. Acodado en la barra, conversé con alemanes durante un par de horas en mi inglés sin conjugaciones: solo sustantivos y gestos. Tal vez llamarlo conversación sea desmesurado e incluso despectivo. Digamos que compartimos nuestras voluntades de decir y de escuchar.

El juego: voy a llevar un ejemplar de Bolsillo de Cerdo, mi novela rusa, de restaurante ruso, y lo voy a dejar en la barra. Tal vez, si me animo, puedo garabatear en la primera hoja la dirección de este blog.

Nunca se sabe.

¿Y ahora? Ya está.

¿Y el perrito con la rama en la boca?

Hasta el año que viene, si es que viene para usted, amable lector que camina de este lado de la orilla, y si es que viene también para mí.

¡Sigan fluyendo!


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